LA HABANA, Cuba. – “Ahora somos tres maniseras en la ciudad de Holguín. Antes había más pero subió el precio de la libra del maní y quedamos solo tres vendedoras”, asegura Susana López Rodríguez, con más de 20 años en el oficio.
“Empecé cuando la libra de maní estaba a cuatro pesos. Ahora está a 200, por eso el cucurucho lo vendemos a 10 pesos. Si siguen subiendo los precios ahorita no se vende más y desaparecen los maniseros”, vaticina quien quizá sea una de las mujeres que más tiempo lleva vendiendo maní y una de las de mayor edad en esta labor en Cuba.
La calidad de su producto es una de las razones por la que Susana, de 69 años, ha sobrevivido en el oficio. “Compro un maní bueno y confecciono los cucuruchos de papel. También me encargo de tostarlo porque soy la vendedora y doy la cara al cliente. Si tienen defectos me lo dicen a mí y tomo medidas para mejorarlo. Hasta ahora nadie me lo ha criticado”, dice con orgullo.
Relata cuál es el secreto para que el grano quede con calidad. “Lo tuesto hasta que el grano esté amarillito. Cuando la cascarita se le cae ya está bueno para echarle el agua con sal. Después lo revuelvo cuatro o cinco veces. Bajo el caldero del fogón. Cuando se enfría el maní lo meto en bolsas de nailon que amarro bien para que no le entre el aire y así pueden durar almacenados hasta una semana sin perder calidad. Al envasarlos en el cucurucho los reviso uno a uno y boto los granos partidos”, detalla.
Un cliente se acerca y Susana hace un alto en la conversación. Abre la lata, saca dos cucuruchos y se los da. Guarda los 20 pesos en una bolsita atada a la cintura.
La ganancia de Susana no es tanta como ella quisiera. “El maní deja algo de dinero, pero no demasiado. Hay que hacer muchos gastos. La lata de carbón está a 150 pesos, cada cucurucho cuesta 40 centavos (antes cinco centavos). El precio del cucurucho con maní subió al ritmo del precio de la libra del maní”.
Susana ha tomado medidas para reducir la inversión. “Cuando consigo el papel yo misma hago los cucuruchos. A veces me ahorro el gasto del carbón. La gente me regala pedazos de madera o recojo cualquier madera que vea botada en la calle”, detalla.
“Esto no deja mucha ganancia, pero es un trabajo honesto, legal y lo hago con amor. El que lucha y se busca cuatro pesos no tiene necesidad de robar”, dice.
El pago de la patente y de los impuestos lo encarga a otra persona. “Ahora hay mucho papeleo y yo no entiendo de eso, así que se lo dejo a la gestora. En total me cobra 280 al mes, lo que incluye la patente y el pago por su trabajo. Ella lo hace todo. Yo nada más tengo que ir a verla del primero al 10 de cada mes”.
En sus más de 20 años en el negocio del maní confiesa que su etapa más difícil fue la de la pandemia de COVID-19. “Todo cambió para mal. Antes de la pandemia la libra de maní estaba a 25 pesos. En la pandemia fue subiendo poco a poco hasta llegar a 300 pesos. En eso influyó la limitación de la entrada de personas a la ciudad. La oferta del maní se redujo y en poco tiempo subió el precio. (…) Pero yo no dejé de vender maní. Era mi único sustento y tenía que arriesgarme. Vendía por la loma del Caguayo y otros barriecitos alejados. Allá no había policías ni inspectores. Yo tenía que vender maní a escondidas para vivir. Allí hice una clientela y más o menos pasé la COVID-19”, dice.
Susana vive con un hermano semipostrado que padece isquemias transitorias. Eso le dificulta su labor.
“Solo la lucha con mi hermano no es fácil. (…) Tengo que estar pendiente de él. Yo le dejo el almuerzo preparado, cierro la puerta de la casa con candado y salgo a vender maní. Somos él y yo solos. Quisiera estar con él todo el tiempo. Me siento cansada, pero no puedo jubilarme. Tengo que seguir vendiendo maní porque la vida está muy cara”, concluye.