Home Cuba “Los cubanos se perdieron la libertad y la modernidad que más tarde...

“Los cubanos se perdieron la libertad y la modernidad que más tarde pudo disfrutar España”

0
“Los cubanos se perdieron la libertad y la modernidad que más tarde pudo disfrutar España”

MADRID.-De más está decir que no conocí El Encanto de La Habana. La tienda y su lujoso edificio en la intersección de las calles Galiano y San Rafael ya habían sido confiscados y el sitio lo ocupaba ya, en el terreno baldío que dejó la tienda tras su incendio voluntario del 13 de abril de 1961, un feísimo y desalmado parque como casi todo lo que se ha construido durante la era comunista.

En cambio, conocí las sucursales de esta misma empresa en Camagüey, Varadero y Holguín, ya deslucidas en las décadas de 1970 y 1980, y convertidas en tiendas de ropas racionadas por una libreta de racionamiento que era una jerigonza de grupos A, B, C y ni se sabe cuántas letras más, otro de los inventos de la economía socialista para disimular su ineficacia crónica. 

Sabía, por amigos comunes, que una de las herederas principales de aquella empresa pujante fundada por asturianos que emigraron a Cuba en busca de fortuna, era Ana María Solís Smith, habanera, exiliada en Madrid desde 1960 y detentora de la memoria de un linaje familiar directamente vinculado con aquellos mágicos almacenes que nada tenían que envidiar a las tiendas de esa misma categoría en París o Londres.

Pero Ana María es muy discreta, al punto que el libro de sus memorias fue publicado recientemente para la lectura exclusiva de sus hijos y nietos. Llevaba tiempo tratando de entrevistarla sin que realmente se sintiera motivada por la idea. Fueron entonces determinantes para que tuviera lugar nuestro encuentro, la complicidad de mi entusiasta cicerona hispano cubana Margarita Larrinaga en Madrid, así como la de Almudena Carbajosa Fernández, nuera de Ana María, esposa de su hijo Francisco Diego Solís y actual vicepresidenta de la Archicofradía de la Virgen de la Caridad del Cobre en la capital española. Esta última comprendió que la fabulosa historia de Cuba y del emprendimiento de quienes emigraron una vez a aquella próspera tierra no debería ser olvidada. Con la distancia y el sentido común de quien no tiene nexos familiares directos con la isla, Almudena convenció a las dos Ana, madre e hija, para que abriéramos a los lectores esta ventana de la historia cubana con increíble influencia en la creación de los almacenes más conocidos de España.

Cuando en una tarde otoñal madrileña llegué a la residencia familiar en el parque del Conde de Orgaz, me sorprendió encontrarme allí con tres mujeres de la familia cuya elegancia hacía honor a la imagen que tenemos de lo que fue El Encanto habanero. Con sus ya cumplidos 87 años ha sido un privilegio conocer y conversar con Ana María, la decana de la familia, y con su hija Ana, tan emprendedora como su padre y sus abuelos. Me complace dejar a los lectores un poco de lo que evocamos aquella tarde.

– Su abuelo paterno fue el fundador de la tienda de departamentos más emblemática del continente americano en la primera mitad del siglo XX. ¿Quiénes fueron sus seres allegados?

Mi abuelo paterno, Bernardo Solís García, nacido en Coro, un pueblo asturiano del concejo de Villaviciosa, se marchó un buen día de 1884, tras los pasos de dos de sus hermanos, Casimiro y José, quienes ya habían partido rumbo a La Habana en la década anterior. Mi abuelo se sumó al negocio que su hermano Casimiro había fundado en Guanabacoa. Poco tiempo después, en 1888, Bernardo y su hermano José abrieron un nuevo negocio de sederías llamado El Encanto, en la esquina de las calles San Rafael y Galiano, en el centro de La Habana.

En Cuba, mi abuelo conoció a su esposa, Rita Alió Poch, cubana de orígenes catalanes. De esa unión nació en 1904 mi padre, Bernardo Solís Alió, el primogénito. En total mis abuelos tuvieron cinco varones y una sola niña, llamada Carmelina. Mi abuelo falleció en Cuba en 1941, aunque ya mi padre y mi tío Humberto habían tomado las riendas del negocio desde 1935.

La prosperidad de El Encanto era tal que mi abuelo mandó a construir a los arquitectos Facundo Guanche y Enrique Gil una hermosa mansión en la Calle Calzada, número 551, esquina D, que hoy en día ocupa la sede de la UNESCO en La Habana. Y en 1927, en su Villaviciosa natal, también mandó a construir una de las casas más hermosas de la región: Villa Rita (luego llamado Chalet El Encanto), en estilo regionalista y obra del arquitecto Enrique Rodríguez Bustelo.

Mi madre, Ana Smith Vázquez, era hija de un norteamericano, Theodore Smith, un tabaquero que viajaba constantemente a la isla, y de la cubana María Vázquez Arias, camagüeyana. Mi abuelo Bernardo le dio un día una fiesta por sus quince años a mi tía Carmelina e invitó a Theodore que asistió con su hija Ana. Ese día mis padres se conocieron.

El Encanto, gran almacén en Galiano y San Rafael, centro Habana

Todo el mundo sabe que El Encanto fue la tienda más importante del continente americano. ¿Puede contarnos por qué?

José Solís, hermano de mi abuelo, compró el local llamado El Encanto ya existente en la esquina de Galiano y San Rafael, perteneciente a un asturiano que deseaba retirarse, y conservó su nombre. Con el tiempo, José se casó con María Cabeza, la hija de la persona que le vendió el local. Cuando mi abuelo se incorporó a la empresa la llamaron J. Solís y Hermano. Así comenzó la aventura de la primera tienda.

Cuba era entonces una colonia mucho más desarrollada y moderna que la propia metrópoli, de modo que seguían llegando paisanos del norte de España. En 1889 ingresó como empleado, recién llegado de Gijón, Aquilino Entrialgo Álvarez, quien se convirtió muy pronto, por talento propio, en dependiente y luego en gerente de la tienda. En 1902 la empresa se llamaba ya Solís, Entrialgo y Cía.

Bernardo Solís Alió con Maurice Chevalier en La Habana en 1953

El Encanto siguió las pautas del modelo empresarial japonés, es decir, una jerarquía estricta y un trato paternalista de los empleados. Los hijos de José no siguieron en el negocio, pero los de Bernardo sí. Con el tiempo todos se fueron implicando en la empresa, al punto que Humberto, que era abogado, se ocupaba de la gestión en este sentido; Guillermo, el economista, llevaba la contabilidad pues trabajaba en un banco; Jorge, como farmacéutico, elaboraba los perfumes; Serafín, como ingeniero, reformó, amplió y concibió el edificio final de la tienda principal en 1948 y, finalmente, mi padre, quien había estudiado ingeniería textil en Manchester, se convirtió en el embajador de la empresa en el extranjero ya que hablaba inglés y francés. Por eso fue mi padre quien se encargó de abrir la oficina de El Encanto en Nueva York a fines de la década de 1940.

Las campañas publicitarias y los eslóganes caracterizaron también desde los años 1920 la actividad de la tienda. Los escaparates empezaron a ser un atractivo, al punto que pronto se le llamó a esa intercepción de calles “La Esquina del Pecado”, pues los jóvenes paseaban con las muchachas por la acera y, como es lógico, para complacerlas les compraban regalos que veían expuestos. La tienda tuvo desde muy temprano su propio estudio fotográfico. Allí recibieron en 1930 a Albert Einstein quien de paseo por La Habana compró en ésta su sombrero Panamá. Einstein quiso pagar por la prenda, pero José Solís se la ofreció a cambio de un retrato del científico tomado en los estudios fotográficos que la tienda exhibió por mucho tiempo en uno de sus escaparates.

La mayoría de los empleados eran asturianos. Del pueblo de Grado llegaron tres que se convirtieron en personajes clave para el desarrollo posterior de tiendas como El Cortés Inglés y Galerías Preciados en Madrid, así como de los Almacenes Ultra en La Habana. Estos fueron César Rodríguez González, Pepín Fernández Rodríguez y Ramón Areces Rodríguez.

– Tengo entendido que El Encanto revolucionó el concepto de gran almacén…

Sucedieron cosas que no eran corrientes en otras empresas. Por ejemplo, hacia 1925 la compañía compró un edificio en la calle San Miguel para alojar a los empleados y, en el último piso, se encontraba el comedor a donde acudían a almorzar, por turnos, los trabajadores. Para la recreación de éstos la empresa creó el club Seyca que organizaba viajes, actividades deportivas, conciertos o galas. Todos los empleados y sus familiares tenían derecho a pertenecer a este club pagando una cuota de un peso mensual que les permitía disfrutar también del club Marbella en Guanabo. La tienda tenía un restaurante llamado El Salón Verde, en donde solían reunirse los intelectuales y se instituyó el premio literario Justo de Lara.

Cuanto más crecía la empresa, más se diversificaba, de modo que además de El Encanto la familia Solís compró el teatro Alhambra, el cine Encanto y el Banco de Comercio que se fusionó en 1954 con The Trust Company.

En 1948 la tienda de Galiano tenía ya seis plantas y 65 departamentos: perfumes, cosmética, joyería, libros y discos, platería, vajilla y cubiertos, equipos electrodomésticos, sombrerería, juguetes, mueblería, ropa juvenil, de caballeros, salón francés con las últimas creaciones de Chanel, Balenciaga y Balmain, y al que Christian Dior dio, en 1952, la exclusividad de sus creaciones para todo el continente americano (incluido los Estados Unidos), entre otros. Se ofrecían servicios clínicos (gratuitos para los empleados y clientes), lista de bodas, venta a domicilio, derecho a devolución y fabricaban sus propios perfumes y confecciones textiles. Las empleadas tenían acceso gratuito a la peluquería y al maquillaje, de modo que estaban siempre impecables. Además, recibían clases de inglés. El Encanto fue la primera tienda que tuvo escaleras mecánicas y los aires acondicionados se perfumaban. Los escaparates cambiaban de tonalidades todos los viernes y las campañas publicitarias diseñadas por Tomás Menéndez desde 1927, hicieron historia en este ámbito.

Christian Dior en El Encanto de La Habana

Entre los clientes asiduos estaban María Félix, Esther Williams, Frank Sinatra, Errol Flynn, Ava Gardner, John Wayne, César Romero, Bing Crosby, además de dignatarios, ministros y empresarios del mundo entero. De hecho, Christian Dior viajó a La Habana en 1953 para visitar la tienda acompañado de su joven ayudante Yves Saint-Laurent. En la década de 1950 la tienda tenía sucursales en Camagüey (inaugurada en 1936), Santiago, Holguín, Santa Clara, Cienfuegos y Varadero, todas abiertas en 1948. Además de las oficinas de compras en París y Nueva York y una plantilla de 2 000 contratados y 1 000 empleados trabajando en las confecciones.

El personal de El Encanto era tan profesional que, en 1980, en Miami, fundaron la Asociación de Antiguos Empleados con el objetivo de recordar la tienda. Y siguen reuniéndose cada año y publicando incluso un periódico en el que muchos han contado sus recuerdos y vivencias.

– He oído decir que Galerías Preciados y El Corte Inglés nacieron gracias a El Encanto…

Imagínate que uno de los empleados de El Encanto fue César Rodríguez, un asturiano de Grado, que empezó como cañonero, es decir, de ayudante en todo, y terminó como socio y gerente de la tienda. También empezó de esa misma manera, a partir de 1910, Pepín Fernández, primo de César y futuro creador de las Galerías Preciados de Madrid. Como solía suceder, César trajo en 1920, también como cañonero, a su sobrino Ramón Areces Rodríguez, futuro fundador del Corte Inglés, quien comenzó a trabajar en El Encanto barriendo la acera y fue ascendiendo como dependiente, hasta que en 1934 se fue de Cuba de vuelta a España. César y su primo Pepín rehicieron sus vidas en en Madrid y construyeron en 1934 las Sederías Carretas. Más tarde, César fundó los Almacenes Ultra de La Habana en 1937. Sus sobrinos, quienes también habían sido parte de El Encanto, se incorporaron. En 1940, El Corte Inglés que ya había comenzado como un pequeño negocio, y abrió su nueva sede en la calle Preciados siendo una sociedad entre Pepín Fernández y Ramón Areces. El resto forma parte de la historia del desarrollo del Corte Inglés, otra gran empresa.

– ¿Cómo fue su infancia y adolescencia en Cuba?

Nací en La Habana en 1937 en una clínica del Vedado en las calles 15 y 2. Mi primer año de vida lo pasé en París en donde mi padre se ocupaba de las oficinas de la empresa, y en 1939, antes de cumplir los 3 años, ya estaba en Nueva York para residir allí hasta los 9 años. Estudié en el colegio de religiosas St. Joan of Arc, pero pasábamos los veranos en La Habana, en la casa de mis abuelos paternos en la calle Calzada. En Nueva York vivimos en Times Square las celebraciones del fin de la Segunda Guerra Mundial, un 15 de agosto de 1945.

El fin de la estancia norteamericana y regreso a La Habana coincidió con el nacimiento de mi hermano Carlos en diciembre de 1948, 11 años menor que yo. Después de pasar unos meses en casa de mis abuelos nos instalamos en la calle 18 entre 3ra y 5ta Avenida en Miramar. Con la llegada a Cuba entraron en mi vida las sazones caribeñas, el arroz con pollo, el picadillo, el tasajo, la ropa vieja y los frijoles negros bien hechos. Platos que seguí haciendo yo misma durante toda mi vida.

Entonces me escolarizaron en el colegio Merici, regentado por monjas ursulinas norteamericanas, donde la enseñanza era en inglés. Los veranos de 1951 los pasé en el campamento femenino de Interlaken, en Nueva Hampshire, y tanto a la ida como a la vuelta pasábamos por Miami. Recuerdo que en esa época existía todavía la segregación en Estados Unidos. Cuando íbamos a un restaurante en Miami con mi tata Obe, que era negra, los camareros se acercaban a nosotros para decirle a mi padre que no nos servirían con una persona de color a la mesa. Como mi tata no hablaba inglés no se enteraba nunca de lo que pasaba, entre otras cosas porque mi padre disimulaba diciéndole que nos íbamos de ese restaurante por la demora en el servicio. Aquello era algo que no existía en Cuba.

Cuando terminé mi bachillerato en 1954 me orienté hacia los estudios en la moda con el ánimo de trabajar en el futuro en la empresa familiar. Por eso me trasladé a Filadelfia a estudiar Fashion Merchandising en el Gwynedd Mercy College, regentado por las Hermanas de la Misericordia. Pero el fallecimiento de mi madre, en 1955, con solo 42 años de edad, cambió mi destino porque decidí ocuparme de mi hermano Carlos que solo tenía 6. Mi hermano había empezado en Belén y entonces para que no me quedara sin hacer nada me matricularon en un “bachelor” de Arte en la Universidad Santo Tomás de Villanueva. Pero interrumpí los estudios dos años después, aunque por otras razones: mi matrimonio con Gabino Diego, camagüeyano, con quien después de casarme me mudé para Camagüey.

Casa de Bernardo Solís Alió, actual sede de la Unesco en La Habana

– ¿Se fue a Camagüey después de la vida tan cosmopolita que había vivido hasta entonces?

Había conocido a Gabino en Filadelfia, a través de mi amiga Andreíta Silva. Los Diego tenían un negocio ganadero y un central llamado Siboney, en Marchena, provincia de Camagüey. Gabino me pidió matrimonio en 1956 en la casa que su familia tenía en Varadero, a pocos metros del hotel Internacional, en donde me alojaba con mi padre cuando íbamos a pasar temporada a la mejor playa de Cuba. Finalmente me casé en 1958, salimos de luna de miel para Nueva York y nos embarcamos en el Queen Mary rumbo a Inglaterra. El viaje duró varios meses a través de 20 ciudades. Regresamos en barco a La Habana desde España en septiembre de 1958.

Entonces nos instalamos en Camagüey en una casa campestre que habíamos construido en los terrenos del central Siboney. Pero ya la revolución estaba en marcha y la situación era muy convulsa, de modo que decidimos pasar las Navidades de 1958 y la Nochevieja en La Habana. La revolución triunfó y todos pensamos que se iba a establecer un nuevo orden para el bien de todos.

El 10 de enero de 1959 regresamos a Camagüey. Mi cuñado Servando, hermano de Gabino, se ocupaba del central y mi esposo de la ganadería. El país estaba cambiando, pero nosotros en nuestro campo vivíamos ajenos a la situación. De hecho, ese mismo año fuimos a México y en el otoño a Texas, a la feria ganadera, a comprar un semental cebú para mejorar la raza de nuestro ganado. Visitamos Houston, Nueva Orleans, San Francisco y Los Ángeles.

– ¿En qué momento empiezan a darse cuenta de que las cosas están cambiando realmente?

Ya en 1959 pusieron en marcha una primera ley de Reforma agraria que expropió las propiedades de más de 400 hectáreas. Luego vino en 1960 la ley de Reforma urbana que le daba la propiedad de los inmuebles a quienes los habitaban y expropiaba las casas de quienes tuvieran más de una.

Un día vino un miliciano a nuestra finca y le dijo a Gabino: “Escoge 50 reses para que te quedes con ellas, que las restantes nos las llevamos”. Gabino escogió entonces 50 y el miliciano le dijo: “¿Crees que escogiste las mejores?”. Y como Gabino respondió afirmativamente, le respondió: “Muy bien, esas 50 serán las nuestras y ya te daremos a ti un cachito de terreno y las 50 que nos parezcan oportunas”. Gabino lo acusó de ladrón, y el miliciano sacó una pistola y le dijo que mejor se calmaba porque lo podía matar allí mismo sin que a él le pasara nada.

– ¿Cuándo salen de Cuba y hacia dónde?

Cuando Gabino le contó a mi suegro lo sucedido éste decidió que lo mejor era que saliéramos de Cuba por un tiempo hasta que las aguas volvieran a coger su nivel. Viajamos en avión hacia Madrid, acompañados por mi suegro, un 30 de abril de 1960. Nunca nos imaginamos que aquella salida era definitiva.

En el momento de pasar los controles de salida del país los milicianos hacían registros para quitarte todos los objetos de valor que poseías. Sabiéndolo me arriesgué a sacar la mitad de mis joyas, dejando la otra parte con mi suegra. Tuve suerte que en ese momento bajaron la guardia y no me las decomisaron.

– ¿Cómo fueron los primeros años en un exilio que creían temporal?

Nos instalamos en un apartamento que tenían mis suegros en las calles García de Paredes y Miguel Ángel. A aquel sitio yo le puse “el piso de las paredes de goma” porque todo el que salía de la isla venía a parar allí y siempre había sitio para más. Yo lo veía todo muy atrasado. No había lavadora y en vez de refrigerador lo que tenían en España era un cajón de madera llamado fresquera colgado en el exterior de las cocinas y dando para los patios.

Recuerdo que fuimos inmediatamente a ver a las tías de mi esposo que vivían en Caravia (Asturias). Mi suegro regresó después a Cuba y yo quedé embarazada de mi primer hijo, Francisco. Como nos aconsejaron no regresar a la isla empecé a descubrir cosas que me parecían increíbles. Por ejemplo, la ropa de premamá había que hacérsela a la medida porque no la encontrabas de tu talla en ninguna tienda. Para tomar helados tenías que esperar a Semana Santa. Y si querías comer bacon lo que había era panceta. Para abrir una cuenta de banco era necesario pedir permiso a los esposos.

Ya estando en Madrid supimos la noticia de la expropiación, en octubre de 1960, de las empresas y fábricas que “no cumplían con los intereses de la revolución”, y entre éstas El Encanto y el central Siboney. Cuando mi padre llegó a su oficina de la tienda se encontró a un miliciano que le dijo: “Ya no tiene que venir más, esto ya no es suyo, es del Estado”. Empezó entonces la salida gradual de toda la familia.

En medio del caos hubo anécdotas elocuentes. Por ejemplo, cuando salieron rumbo a Nueva Orleans mi hermano Carlos, mi tío Eddy Smith Vázquez, su esposa Tere Baraibar Brunet y las dos hijas de ambos, mi padre los acompañó al aeropuerto. Una miliciana lo reconoció y cuando iban a pasar los controles preguntó si aquel señor era Bernardo Solís. Le dijeron que, en efecto, era él. Entonces la miliciana dio órdenes de que no los revisaran y los dejaran pasar porque mi padre le había dado trabajo a su cuñada en un momento muy difícil de su vida.

En realidad, lo que nos ayudó al principio fue que los Solís habían comprado muchas acciones en las Galerías Preciados y venderlas nos permitió vivir por un tiempo. Hubo un intento en 1962 de reproducir El Encanto en Madrid, exactamente en la calle Fuencarral 56, pero la idea se desvaneció cuando en 1968 hubo que cerrarlo por el desabastecimiento. Entre tanto nació mi hija Ana en 1963 y tres años después mi hijo Gabino.

Ana María Solís Smith, en su casa en Madrid, 2024. Foto William Navarrete

– ¿Hasta cuándo pensaron que podrían volver un día a Cuba?

Las ultimas esperanzas se desvanecieron en 1969 cuando mis suegros, Servando Diego Madrazo y María Concepción Diego salieron de Cuba. Ellos se mantuvieron allí, aunque pasaron cosas increíbles como cuando en 1967 mi suegro fue a su casa de Varadero, que como ya dije quedaba en primera fila de playa, y se encontró allí con una doméstica uniformada desconocida que le dijo que esa casa era de alguien importante del gobierno. Cuando fue a hablar con el posta de la barrera, pues era un reparto cerrado, éste le dijo que le daba mucha pena, pero que habían convertido su residencia en casa de protocolo del gobierno. Un oficial se había enamorado de la propiedad y se la había apropiado.

Fue a partir de 1969 que nuestras vidas cobraron otro ritmo pues tomamos conciencia de que íbamos a echar raíces en España. Gabino encontró trabajo, primero en Londres, luego en Madrid. Viajamos un poco. Mis dos hijos mayores se fueron a estudiar a Boston, y Gabino, el menor, se convirtió en actor.

– ¿Ha vuelvo a Cuba alguna vez?

En 1998 fui con mi hija Ana y nos hospedamos en el hotel Nacional. La entrada no fue fácil porque mi hija había nacido en España, pero como yo había nacido en Cuba y entraba con pasaporte español en donde estaba marcado que mi ciudad de nacimiento era La Habana, inmediatamente le dijeron a mi hija: “Usted entra, pero su madre no porque ella solo puede hacerlo con pasaporte cubano”. Ya me tenían preparada para mandarme de vuelta en el primer avión cuando a mi hija, que trabajaba entonces en Tabacalera, el principal importador del tabaco cubano, tuvo la idea de sacar la tarjeta del representante de esta empresa española en Cuba. Inmediatamente nos pusieron alfombra roja y nos dejaron entrar a las dos.

En Cuba tuve la extraña sensación de que me vigilaban por todas partes. Lo encontré todo decadente y muy destruido, excepto nuestra casa de Calzada, simplemente porque la mantenía la UNESCO que instaló su sede allí. Recuerdo que fuimos a Camagüey y nos hospedamos en el Gran Hotel. Habíamos contratado a un chofer que nos servía de guía. Un día no lo vimos venir y nos dijeron que estaba detenido y que lo estaban interrogando. ¡Nos quiso dar algo! En 1950, tras mi regreso de Nueva York, La Habana me había impresionado por su elegancia. Cuarenta décadas después tras mi primer viaje desde el exilio me impresionaba otra vez, pero esta vez por increíble deterioro.

Luego volví con toda la familia en 2011 porque quería enseñarles a mis nietos el país de sus abuelos. Les mostré las propiedades que tuvimos y los lugares emblemáticos para la familia. En la casa de Varadero un jardinero nos dijo que aquello era “una casa de protocolo”, o sea, seguía siéndolo entonces desde que la expropiaron a los Diego.

La familia Diego Solís en 2011, en la casa del Vedado expropiada por el régimen castrista

¿Qué puede decir de todo lo que sucedido desde aquella salida al exilio hace más de seis décadas?

Puedo decir que fue una suerte que pudiéramos reconstruir nuestras vidas. Lo que más lamento es que mi padre haya fallecido en 1963 sin ver la manera en que renacimos. Mis tres hijos me han dado siete nietos y ya tengo cuatro bisnietos y vienen otros en camino. Mi hermano Carlos vive en Miami desde los 1960, casado con Lola de Armas Gutiérrez, con quien tuvo dos hijos, y también pudieron reconstruir exitosamente sus vidas.

Cuba se ha quedado como una asignatura pendiente. Y los cubanos se perdieron la libertad y la modernidad que más tarde pudo disfrutar toda España.

De izq. a derecha, Almudena Carbajosa, William Navarrete, Ana María Solís Smith, Ana Solís Diego y Margarita Larrinaga, Madrid, 2024. Foto Pierre Bignami

Exit mobile version