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Un almanaque peculiar

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Un almanaque peculiar

En una gélida librería de Burgos, junto a un comerciante de antigüedades en Salamanca, conversando con un librero en Sevilla, esperando correo de un vendedor tacaño en La Rioja, hociqueando un centenar de casetas en la feria de Madrid, desembalando paquetes que llegan de Cuba. Contar mi año es contar mis libros. De cada ejemplar sé cuánto costó, dónde lo compré y qué trajo de nuevo a mi vida y a mi biblioteca.

El espíritu deportivo lleva al lector a elaborar listas, no solo de libros que ha leído, sino también de los que adquiere, los que ha perdido y los most wanted. La mía –que contiene todo lo anterior–, está dividida en meses y remite a las entradas de un diario que dice dónde encontré el volumen, además de las citas o reflexiones que valía la pena anotar. No es mal método si uno quiere que esas frases regresen en textos futuros, en novelas o columnas.

En el diario –una bonita libreta Moleskine– también aparecen comidas o el estado del tiempo, las personas conocidas y lugares visitados. Observaciones desde la perplejidad, porque al que se va de su país, aunque encuentre cama y techo, todo le parece exótico. El almanaque del lector no carece de villanos y salvadores, lujos insospechados y momentos de suma estrechez. (Borges decía en sus entrevistas que había conocido la pobreza extrema. “¿Cuándo, Borges?”, le preguntó Soler Serrano en 1980. “La pobreza de no llegar a fin de mes”, respondió el ciego.)

Quien lee se levanta todos los días una pulsión que le pide salvar a “Shakespeare, la Mona Lisa, los habanos, la penicilina, el iPhone y el Kaláshnikov”

Quien lee se levanta todos los días con el sentido de responsabilidad que describe María Stepánova, una pulsión que le pide salvar a “Shakespeare, la Mona Lisa, los habanos, la penicilina, el iPhone y el Kaláshnikov”. Stepánova quería lo mismo que Walter Benjamin, Sebald y George Steiner, personajes sin país a quienes leí con atención este año.

A Sebald –la edición de Anagrama de Austerlitz– lo descubrí en Burgos tras darme un golpe en la cabeza con una viga. Estaba en la segunda planta de la librería, donde para subir había que trepar por una estrecha escalera, y cuando me recompuse vi el lomo del ejemplar. Dolores y enfermedades también forman parte del arsenal de recuerdos. Un ejemplo sencillo es la tira de esomeprazol, una pastilla con prestigio literario –la tomaban Arturo Belano y Roberto Bolaño–, que marca el ritmo de mi semana.

Pero si algo ha definido mis avatares este año ha sido la cacería del catálogo de una editorial inexistente: Reino de Redonda. Son 40 volúmenes coloridos, editados por Javier Marías, con una flecha afilada en la cubierta, de autores poco conocidos pero siempre excepcionales. Libros de culto, objetos de otro mundo, que van desapareciendo de las librerías. Su búsqueda y lectura ha moldeado incluso mis viajes.

Recorrí Castilla y León en tren mientras leía los Recuerdos de este fusilero, el relato de un soldado británico que hizo esa ruta a pie durante las guerras napoleónicas. Fui a Sevilla buscando La religión de un médico, el clásico ensayo de Sir Thomas Browne, y no lo encontré: acabé negociando a gritos su precio con un librero de Logroño. En La caída de Constantinopla –que inspiró no pocos pasajes de El señor de los anillos– descubrí que los otomanos planearon lo que poco después, al otro lado del océano, haría Cortés: llevar sus naves por tierra, ya que el mar estaba cerrado por una gruesa cadena similar a la que cerró el paso a los ingleses, en La Habana de 1762. Libros –ya lo dije– de otro mundo, para lectores de otro mundo.

Como un perro sato, el lector siempre trata de ver qué libro carga bajo el brazo un potencial compinche

La lectura ha llegado a ser como una orden secreta: sus adeptos se reconocen en trenes y cafés, se tratan con simpatía por el solo hecho de llevar el mismo libro en las manos. Como un perro sato, el lector siempre trata de ver qué libro carga bajo el brazo un potencial compinche. Y si lo reconoce, a riesgo de parecer indiscreto, no puede evitar romper el hielo (o disfrutar en silencio la coincidencia, si puede más la timidez).

Invierno de libros entrañables y tibios como Lolita; primavera de Simic, Paz y Abilio Estévez; agosto tropical, con Cuerpos divinos de Cabrera Infante y El color del verano, de Arenas; otoño de clásicos –Jenofonte, Séneca, Homero– y de obsesión con Steiner, el “rabino laico” cuyos libros ofrecen tanta calma y optimismo. Esta noche me espera Los siete pilares de la sabiduría, de T. E. Lawrence, el inolvidable Lawrence de Arabia, y de postre una edición inglesa de Las minas del rey Salomón.

Cierra el año y lo haré leyendo, o hablando de libros. O rodeado, en todo caso, de ellos, que en tiempos de gente crispada por el radicalismo o la pobreza, la corrección política o la indigencia intelectual, siguen siendo la mejor compañía. Y con un puro y una copa en la mano, claro. No hay que exagerar.

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