Hace tantos días que nadie recoge la basura en las calles de Manzanillo que ya las montañas de desechos tienen un color uniforme y ocre. Por el efecto del salitre y la indiferencia de los Servicios Comunales, el hedor es ubicuo en este municipio costero de la provincia de Granma. Los camiones que deberían limpiar el pueblo están paralizados por falta de combustible o yacen en una suerte de cementerio de chatarra, mientras los vertederos se han convertido en madriguera de un sinnúmero de alimañas. La situación, coinciden los vecinos, ha llegado a un punto intolerable.
“Los camiones amontonados en un parqueo de Comunales dan la medida de lo grave que está esto”, dice a 14ymedio Niurka, una manzanillera frente a cuya casa se acumulan pencas de guano, latas y cajas de cartón. No le falta razón. Los chasis oxidados de guaguas y vehículos recolectores recuerdan a grandes insectos, alineados con rigor marcial. Frente al desguace, un cartel: “Seré un soldado más junto al pueblo. Fidel”.
La lógica del vertedero, analiza Niurka, es sencilla: “sin combustible no arrancan los camiones, y sin camiones, la ola de basura amenaza con transformarse en tsunami que lo recubre todo”. Actualmente, solo trabaja un vehículo para recoger los desechos de la segunda ciudad más importante de Granma.
Manzanillo, un pueblo que siempre fue verde y campestre, ve los efectos aplastantes de la suciedad sobre la naturaleza, observa la mujer. Campos áridos, arroyos estancados, caminos ennegrecidos por los desechos líquidos, criaderos de mosquitos –con el consecuente “paquete” de enfermedades que transmiten–, por no hablar de las ratas que ya campean por su respeto en el pueblo, enumera Niurka.
De los basureros “comen” no solo los animales, sino también los manzanilleros más pobres, señala a este diario Jorge, un jubilado de 57 años que vive cerca del parqueo de Comunales. Entre ratones y cucarachas, muchos “bucean” en el vertedero buscando restos de alimentos, añade.
La desesperación y el hambre eclipsan cualquier escrúpulo, y lo que antes era privativo de La Habana o de otras ciudades muy pobladas de la Isla, ahora es habitual hasta en los caseríos más humildes. “Todo depende de la gestión del Gobierno”, critica Jorge. “Si se plantea una meta realista para resolver el problema, un plan de contingencia, esto podría empezar a resolverse”, asegura, optimista.
El Estado sigue pagando custodios del desguace, sentados allí durante ocho horas “sin hacer nada”, subraya Jorge. “Eso es corrupción. ¿Por qué no usan ese dinero para pagar el combustible y recoger la basura?”.
Todo ha quedado en manos de los vecinos, que en algunos barrios, como Nuevo Manzanillo, trabajan en la recogida por su cuenta. Pero la solución es limitada, reconoce el jubilado. A la larga hará falta un mecanismo a gran escala, organizado y sistemático, para controlar los vertederos. “Ese día no ha llegado”, dice. En otro barrio, antaño llamado “del Oro” por su opulencia, los vecinos hacen chistes sobre lo indiscutible que ha sido la victoria de la basura.
Mientras, la peste y la insalubridad se apuntan tantos. Los vertederos “ganan en estabilidad y organización”, bromea Jorge, citando el parte meteorológico. Encima de un vertedero próximo al parqueo –ubicado no lejos del hotel Guacanayabo–, el hombre ve sobrevolar una partida de auras tiñosas. Las carroñeras no pierden de vista su objetivo, pero no se atreven a bajar hasta que no se marche un “buzo” que examina los montones de desechos. De momento, indica Jorge, “el basurero está ocupado”.
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