Ante el Coppelia habanero, los cubanos –verdaderos “fieles” cuando de dulces y comida se trata– se aglomeran este martes después de varias semanas sin la decadente “catedral del helado”. Sin embargo, no hay por qué alegrarse. La lentitud de los empleados y el servicio deficiente han provocado las burlas de los clientes, quienes aseguran que solo una cosa ha vuelto a la normalidad: las colas.
“Hay helado, pero no hay dulces”, advertía en la entrada del Coppelia una trabajadora. Las negativas del personal son ya un lugar común del establecimiento. Hace días, cuando anunciaron el cierre, sus motivos fueron igual de concisos: “No hay helado, no hay leche, no hay azúcar”.
El desánimo, suponen los clientes, tiene una explicación: “Con tantos días sin trabajar, es lógico que ni se acuerden”, decía en voz alta una anciana, despreocupada de si podían oírla o no en el local.
Los clientes vienen buscando la especialidad, el helado Palmero –de calidad ligeramente superior al ordinario y con un costo de 65 pesos cada bola–, pero quienes logran rebasar el primer “círculo” de Coppelia se enteran de que, para degustarlo, primero deben alcanzar un asiento en el salón 4 Joyas, lo más parecido a la exclusividad en el recinto.
Quienes se quedan en el área común descubren pronto que sus opciones están limitadas. “Te dicen ensalada mixta, pero no puedes escoger los sabores”, se quejaba un cliente al recibir –como el resto de los comensales– una inflexible “canoa” de chocolate y vainilla. En cuanto a los dulces, complemento que no le viene mal al helado, no hay nada que hacer: “No los trajeron hoy, habrá que ver mañana”, predice, sin muchas esperanzas, una camarera.
“Bolas justas, chiquitas y capadas”, se asombraba un anciano ante la habilidad del personal para recortar la cantidad de helado por cabeza. “Más para ellos, cuando acabe el día”, opinaba otro.
Al mediodía, los estudiantes de las escuelas cercanas se percatan de que la “catedral” está abierta. La avalancha es implacable y la cola se triplica en pocos minutos. Las terminales de pago electrónico –requisito de la bancarización galopante que han decretado las autoridades– funcionan con lentitud y el precio lo paga la cola, cuyo movimiento se ralentiza por cada kilobyte de operaciones que los dispositivos tardan en asimilar.
Las áreas donde se exige pagar con tarjetas extranjeras en divisas tiene poca cola: se intenta esquivar la bancarización tanto como se ansía el helado. Cuando el dulce llega por fin a la boca, hasta la lengua sabe reconocer la mediocridad: “Lo mismo de siempre, ni bueno ni malo. Pero hay que matar el hambre”.
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