Cuando la radio anuncia que un ciclón está a punto de barrer el occidente de Cuba, las familias que viven entre las ruinas de la antigua cervecería habanera Polar –emigradas, en su mayoría, de las provincias orientales– ya saben qué hacer. No tardará en aparecer un funcionario para informarles de que tienen a su disposición un refugio para ser evacuados, y que su barrio, de llega y pon, no es seguro. Curtidos por la pobreza y por las múltiples tensiones con el Gobierno, ya nadie cae en la trampa.
Si alguien decide ir, pagará caro la novatada. Encontrará el refugio, es cierto, pero también un grupo de dirigentes y policías que le pedirán su carné de identidad. Si el pequeño documento contiene una dirección en oriente –de un caserío en Baracoa, una calle en Caimito o un batey en Maisí– la persona será devuelta a su lugar de origen antes de que el huracán abandone el territorio cubano.
“Nadie quiere que lo viren para allá”, dice a 14ymedio Odalys, de 40 años, que llegó hace más de un lustro a la vieja fábrica en las afueras de La Habana porque, en la capital, “es donde hay desarrollo”. Además, asegura, el riesgo del ciclón es siempre menos preocupante que caer en manos de las autoridades. El huracán podrá perdonar a los habitantes de la Polar; la Policía, jamás.
Como otros llega y pon, el barrio de Odalys vive en perpetuo nervio: sin agua ni electricidad, con miles de dificultades para encontrar comida, lo más parecido a la legalidad que les ha brindado el Estado es la posibilidad de constituir un Comité de Defensa de la Revolución (CDR). Para cumplir esa formalidad, más bien con desgano y quizá como escudos “ideológicos” ante un posible desalojo, delante de varias casas cuelgan grandes retratos de Fidel Castro.
No faltan los carteles y las consignas. En un destartalado parqueo, un muro exhibe en letras enormes un “pensamiento” de Raúl Castro: “La Revolución es la demanda de hoy y la demanda del futuro”. No hay que dejarse engañar: la parafernalia comunista es un mecanismo de defensa para que nadie los acuse de “antisociales” y sirve para disuadir a los inspectores.
La fábrica de cerveza Polar, fundada en 1911, fue uno de los colosos industriales de la República. Ahora, cerca de ella hay una empacadora de camarones para exportación, una planta de harina y un estadio de pelota para los muchachos de la zona, enumera Yunier, de 45 años. “El estadio lo hicieron para embarajar y poder decir que han hecho algo por la gente de aquí”, señala.
Los “huéspedes” de la Polar han hecho todo lo posible por vivir de la mejor manera, aun en condiciones rudimentarias. La pequeña carpintería al pie de un palmar da fe de su esfuerzo. A partir del tendido eléctrico de la fábrica de camarones han confeccionado una pequeña red que da luz a los que tienen suficientes recursos para comprar cables. Los más pobres no alcanzan ese pequeño “privilegio”. El agua la sacan, con mangueras o a cubos, de una tubería cercana.
Las ruinas son de las más imponentes de La Habana. Los vecinos construyeron sus precarias viviendas –de tablas y zinc, la mayoría– siguiendo el ritmo de las “atracciones” del antiguo Campo Polar. Por ejemplo, las pequeñas columnas de un paseo al aire libre ahora sostienen una serie de caserones. El castillito de juguete es útil para colgar la ropa en su interior y así evitar que se moje. El platanal sirve para camuflar las casas, aunque tiene el inconveniente de los insectos y de que, amparado por la manigua, cualquier delincuente puede hacer de las suyas en el barrio.
“Hay un violador suelto”, dice preocupado Yunier. “La Policía no ha hecho nada y ya se han dado varios casos de muchachas abusadas”. No es el único peligro. A menudo se les va la corriente y, cuando acuden a revisar la conexión con el tendido eléctrico, descubren que alguien cortó los cables.
A duras penas y con mucho trabajo, la vida se ha abierto camino. Odalys está a punto de ser abuela por segunda vez. Tiene una hija embarazada y una nieta que corretea por la glorieta del jardincito japonés de la Polar. “Aquí hay gente de todas las edades. Incluso niños y una anciana en silla de ruedas”, afirma. “Por allí”, dice señalando el jardín, “pasaban en un barquito las parejas ricas de La Habana, cuando el Campo Polar era un lugar con categoría”.
Los residentes en el llega y pon de la Polar son humildes, solo aspiran a la tranquilidad y se consideran –expone Yunier– “gente olvidada, un poco triste, amargada a veces”. Pero es lo que hay, remata. Arrugado y sucio por la lluvia, un sonriente retrato de Díaz-Canel le da la razón: “No vengo a prometer nada…”. La humedad ha borrado el resto de la consigna.
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