LA HABANA, Cuba. – Hoy ha muerto Julio Emilio Rodríguez Mateu, mi abuelo, el comunista, el “comecandela”, el “chivatiente”, fidelista y “revolucionario” recalcitrante. Tenía 82 años de edad y su única anécdota gloriosa era la de haber coincidido con el Che Guevara durante breves minutos en un elevador.
Nació en Isabela de Sagua, provincia de Villa Clara. Se casó con mi abuela cuando ella tenía 15 años y él 20; tuvieron tres hijas, cinco nietos y dos bisnietos. Fue a parar a la Isla de la Juventud en su deber revolucionario y allí permaneció el resto de su vida.
Siempre estaba de mal humor, pocas veces reía y, cuando lo hacía, su sonrisa sonaba demasiado fingida. No era cariñoso, más bien daba miedo hablarle porque solía tener ataques de mal humor. Educó a sus hijas en régimen casi militar; incluso de niñas las hacía tomar la leche con nata porque sí, porque él así lo ordenaba; ellas la tenían que colar con los dientes para evitar tragarse los grumos. Pero se puede decir que tuvo una buena descendencia: la mayoría de sus hijos y nietos son universitarios u obreros calificados.
Siempre estaba cuando se le necesitaba, lo mismo en la escuela que en un hospital que resolviendo un problema legal o repasándonos para las pruebas. Ese es uno de mis recuerdos con él: sentado a mi lado en una mesa explicándome cómo funcionaba el sistema de Gobierno de Cuba, y mi abuela peleándole porque una niña no podría entender bien eso y menos si usaba un lenguaje tan rebuscado. Otro de mis recuerdos es tenerlo gritándome horrores por alguna insignificante travesura infantil. No sé si lo amé, porque en su familia infundió más miedo que amor, un miedo que algunos confundían con respeto, pero todos lo quisimos.
Con mi abuela era diferente. Creo que fue la única persona que amó en su vida. Ella siempre intercedía por nosotros en medio de sus rabietas y ante ella siempre callaba; la adoraba. En sus últimas semanas de vida solo quería estar junto a ella, cuando no la veía a su lado la llamaba o preguntaba por ella. Le decía “mi amor” y ella le respondía con dulzura. Era hermoso verlos demostrándose tanto cariño tras más de 60 años juntos. Cuando ya no podía sostenerse en pie, mi tía lo bañaba acostado en la cama y luego mi abuela, pese a sus dolores musculares, pasaba buen rato dándole masajes y echándole pomadas y cremas por todo el cuerpo para que no le salieran escaras o curándole alguna herida.
Fui a verlo cuando me dijeron que estaba tan mal; fui en un viaje que sabía a despedida. Traté de ser mejor nieta que lo que fue él como abuelo. Mima, mi abuela, lo vigilaba junto a su cama noche y día. Lloraba por intervalos porque no quería perderlo pero sabía que el fin estaba cerca. En esos días fui a la iglesia y le pedí a Dios que lo hiciera mejorar o acabara con su dolor. Nadie merece sufrir así.
Con mi abuelo se va una generación que fue engañada y utilizada por Fidel Castro: los ejecutores de los actos de repudio, de las movilizaciones en pie de guerra, del comunismo soviético, de la guerra en Angola y otras intervenciones militares internacionales, los que se daban golpes en el pecho y gritaban eufóricos en defensa de la Revolución y el socialismo. Una generación de la que muchos de sus sobrevivientes están hoy en total abandono y fracasados.
Mi abuelo nunca supo que su nieta había tomado un camino completamente contrario al suyo, que era “gusana” y “contrarrevolucionaria”. Su mente llevaba varios años bastante distante de la realidad. Ni siquiera fue capaz de reconocerme las veces que me sacaban en la televisión nacional en campañas de difamación. Y agradezco que fuera así, porque sé que nunca me hubiera entendido y quizás ello le hubiera provocado otro infarto.
Tampoco se percató cuando fue usado en otra maniobra de la Seguridad del Estado en mi contra: fueron a grabarlo fingiendo un homenaje de la Asociación de Combatientes de la Revolución para luego usar el video como forma de chantaje y generar desconfianza respecto a mí. En ese momento lo dije y lo repito ahora: aunque no coincida con ellos, respeto a mis abuelos, su ideología y formas de pensar; los respeto porque eso mismo quiero para mí. Ellos hicieron y defendieron en su tiempo lo que creyeron mejor para su familia y país, y yo hago lo mismo.
Mi familia me ha enseñado valores humanos más allá de la ideología.
Con dolor, mis familiares entendieron que las diferencias de criterios políticos no pueden ser más fuertes que el amor. Hoy algunos, aunque no me entienden, al menos me respetan, y lo hacen también porque me aman. Eso me ha ayudado a comprender que solo ese amor filial, por nuestros hijos, padres y abuelos, nos ayudará a sanar como nación.
Ojalá mi generación y las siguientes sean mejores, y que logremos curar las heridas y corregir los errores de nuestros antepasados.
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