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Cuba es un país de locos

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Cuba es un país de locos
Cuba es un país de locos

LA HABANA, Cuba.- Tengo la impresión de andar caminando sobre el filo de una navaja, de una navaja que hace notar los destellos que su filo desprende, ese filo que corta y desgarra la piel, y hasta mata. Hoy caminé de regreso a casa, por la calle Ayestarán,en Cuba, como si fuera un zombi. ¿Y acaso no soy un zombi? ¿No soy un zombi que camina sobre el borde de una afiladísima navaja?

Creo, y a pie juntilla, que soy un zombi. Soy un zombi que ya no sabe muy bien de dónde viene, y mucho menos hacia dónde va, en un país repleto de zombis. Soy un zombi que vive en un país de zombis que caminan sobre el filo de una navaja. Soy un zombi que camina por las calles de La Habana, es decir, por el filo de la navaja, y que se repite en su condición de zombi.

Y esa sensación se presenta en cualquiera y en todos los puntos de la geografía cubana. Así de zombi me siento casi siempre, pero hoy fue peor. Hoy, después de un vano intento de conseguir pollo, cualquier cosa para apaciguar el hambre, sentí un desvanecimiento claro y rotundo…, tan grande fue que casi caigo al suelo. Y no fue un tropiezo la causa del vahído, del “descenso”, como diría mi abuela.

No fue un tropiezo. Y no sé bien qué fue lo que sucedió, solo que no hubo traspié alguno cuando estuve a punto del desmayo y la caída. Estuve a punto del golpe contra la desnivelada acera, y quizá hasta de un mal mayor, de más complicaciones y salas de hospital. Creo, en fin, que estuve cerca de eso que llega en el ocaso. Y pude reconocer la causa.

Quizá fue mí nueva psiquiatra la culpable; ya conté hace un tiempo que la anterior se fue al norte, ya advertí que vive en Nueva York y que tuve que procurarme otra especialista. Y finalmente la conseguí, y hasta con la advertencia de que era la mejor de todas, al menos en La Habana, eso me dijeron.

Y dijeron tantas cosas…, y yo les creí. Yo fui a buscarla, y hasta le regalé algunos de mis libros por si en esas escrituras, en sus historias, podía ella advertir algunas contraseñas, las causas del desastre de mi salud mental. Y ella anunció entonces, en la última consulta, que tenía en su casa unas pastillas que resultaban maravillosas, y dijo que una de sus pacientes las había tomado y al cabo de los días se fue contenta a Varadero. Salí feliz del hospital y esperé la siguiente consulta en medio de una ansiosa felicidad, o quizá solo con cierta esperanza. 

Yo no creí que pudiera ir a Varadero, porque además de pastillas precisaría dinero, muchísimo dinero… Y llegó el día en el que me entregó las tabletas y yo, en reciprocidad, le regalé algunos de mis libros pensando que podría encontrar algunas claves, en mi escritura, que le sirvieran luego para “tratarme”. Yo tomé las tabletas que, según ella, me traerían la felicidad y amanecí peor.

Y, ya lo advertí, desanduve las calles sin reconocer los lugares por los que estuve caminando, sin recordar las razones que me habían llevado hasta allí, aunque los sitios  por los que anduve fueran los acostumbrados, los más socorridos de mi entorno. Confieso que me asusté, que me sentí perdido, abrumado, y me senté en un contén del barrio, y hasta lloré. Lloré sin reconocer el rumbo que debía tomar, y lloré, tratando de que nadie advirtiera mi angustia, y sobre todo el llanto.

De vuelta a casa descubrí que las pastillas que me diera la psiquiatra no eran ese antidepresivo que ella prometiera, ese que según dijo me haría desear vacaciones y cumplirlas llenitas de juergas y distracciones. Esas pastillitas mágicas que me darían una memoria de elefante y la astucia del delfín, me tiraron “al suelo” y le pusieron a mi cuerpo, y sobre todo a mi cabeza, la torpeza del Kakapo de Nueva Zelanda.

La doctora fue amable y solidaria trayendo esas tabletas desde su casa, pero olvidó que yo dormía bien. La doctora se confundió, olvidó que lo que yo precisaba era un antidepresivo, algo mejor que la Sertralina que he estado usando los últimos años, pero ella me regaló unas tabletas de “Levomepromazina” que casi veinticuatro horas después, me mantiene aletargado, y más infeliz que antes.

Y ni siquiera supe cómo volver a la casa tan cercana, ni siquiera recordé los motivos que me hicieron salir de casa. La libreta de la bodega y la tarjetilla para comprar esas “cosas adicionales” no me dijeron nada, y el nerviosismo desencadenó en un tropiezo tras el intento de apoyar los pies sobre alguno de los tantos desniveles que las calles exhiben, sufren. Dios y ayuda le costó pararse a ese hombre que soy, y que ya cumplió sesenta años. Dios y ayuda costó que tornara el equilibrio. Y entonces vino el llanto, la tristeza enorme y el miedo a incorporarme para seguir andando.

Y caminando de regreso a casa sentí que caminaba por el filo de una navaja, y lo peor serían los vahídos, una especie de desfallecimiento ya crónico, tan cotidiano como las colas del pollo, como todas las colas que en Cuba han sido, como nuestras peores angustias. Y yo, para consolarme, recordé que la doctora también olvidó lo prometido. Ella prometió un sucedáneo de la Sertralina con un efecto más favorable y casi providencial, casi que milagroso, pero me trajo de su casa unas tabletas para DORMIR.

Ella quiso ayudarme pero no lo consiguió. Ella, tan reverenciada, tan especializada en enfermedades mentales, se confundió, olvidó lo que había prometido, trajo lo que no había ofrecido. ¿Sucedió acaso que la Docta experiencia se convirtió en la Docta ignorancia? No lo creo. Ella, psiquiatra, “médico del alma”, vive también en Cuba, en medio de limitaciones horribles y acosada por el mismo caos que a mí me acosa.

La enajenación, la locura, nos asiste a todos los que estamos lejos del poder. La cabeza de mi psiquiatra es también, al menos en algo, insana, quizá un poco menos que la mía, pero alterada al fin. Su cabeza docta también ha sido tocada por el caos que terminará trastornándolo todo.

Y no dudo que el país se convierta, en muy breve tiempo, en un manicomio enorme en el que se confundan doctos y neófitos, donde solo los burdos jefes tendrán la cabeza clara, ¿la tendrán? Y ojalá que la Isla no cambie su nombre, que en lugar de Cuba no la llamemos Mazorra, y que eso que es solo un breve espacio del municipio de Boyeros, entonces sea el nombre de una isla con sus cayos adyacentes. Ojalá que no seamos un país manicomio.

ARTÍCULO DE OPINIÓN Las opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de quien las emite y no necesariamente representan la opinión de CubaNet.

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