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Un taller mecánico, única señal de vida después del desalojo de decenas de familias

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Un taller mecánico, única señal de vida después del desalojo de decenas de familias

Hace días que ha cesado el bullicio que salía del número 70 de la calle Factoría entre Corrales y Apodaca, en La Habana Vieja. El pasado miércoles, el casi centenar de personas que vivían en el inmueble fueron desalojadas ante el peligro de derrumbe, una amenaza con la que llevaban años conviviendo tras ocupar de manera ilegal la edificación.

Con la fachada ennegrecida por la humedad y algunas zonas de color amarillo ocre que recuerdan su antiguo esplendor, el edificio de tres plantas y puntal señorial apenas conserva parte de los techos originales. “Esto llevaba tiempo declarado inhabitable pero la necesidad es mucha”, reconoce Carmita, una vecina que desde la acera de enfrente teme todos los días “que está ruina caiga hacia adelante y cause una desgracia”.

Según la mujer, “todos estos ladrillos que se ven acá abajo en puertas y ventanas eran para tapiar la entrada”. De esa manera las autoridades de la Dirección de Viviendas querían impedir que el edificio volviera a llenarse de habitantes tras ser evacuados los vecinos que vivían en el lugar cuando la estructura se volvió muy inestable. “Pero no lo hicieron bien, la gente encontró por dónde meterse”.

La mayoría de los que se instalaron llegaban de provincia, gente sin techo y sin un carné de identidad con una dirección de La Habana

A pesar de los balcones sin barandas, de los umbrales huérfanos de puertas y de las ventanas carentes de persianas, la necesidad hizo que en poco tiempo el barullo de las familias, los llantos de los niños y los ladridos de algún que otro perro volvieran a poblar el lugar. La mayoría de los que se instalaron llegaban de provincia, gente sin techo y sin un carné de identidad con una dirección de La Habana.

Huyendo de la miseria del oriente cubano, en los pasillos del viejo palacete se les escuchó hablar de fongos, martillear una tabla para evitar que la lluvia se colara hasta la cuna de los bebés, jugar al dominó cuando el apagón diurno paralizaba la vida y pelearse cuando el vecino del costado aprovechaba una distracción y corría el tabique divisorio unos centímetros hacia la casa ajena.

Ahora ya no están. Según Armando, un viejo jubilado, que este lunes llevaba los pantalones remangados para evitar los charcos que salpicaban toda la calle, “se los llevaron para varios albergues en San Agustín, Altahabana y Santiago de las Vegas”. A otros “los regresaron a sus provincias de origen”, añade, aunque no se extrañaría de que “estén haciendo un tiempo para que se calme la cosa y regresar”.

El olor de los residuos mojados con las lluvias de los últimos días refuerza la sensación de abandono y decrepitud del inmueble. (14ymedio)
El olor de los residuos mojados con las lluvias de los últimos días refuerza la sensación de abandono y decrepitud del inmueble. (14ymedio)

Al principio, cuando tomaron la derruida construcción, primó la solidaridad, pero con el paso de los meses, el hacinamiento y los problemas vecinales hicieron subir la temperatura dentro de la cuartería. Las broncas y los continuos escándalos llevaron a que Factoría 70 se ganara la reputación de un sitio conflictivo, un lugar al que evitar y cruzar la acera cuando se caminaba por la cuadra. Al estar ubicada en el barrio de Jesús María, una fama así vale por dos.

Los vecinos alternan sentimientos. “Si no es por necesidad de la más dura nadie se mete en un lugar así que no puedes ni pegar ojo por si te cae el techo encima”, sentencia una mujer que vive al doblar, en la calle Corrales. “Los pobres, vaya usted a saber por lo que habían pasado, pero es verdad que esto se puso feo aquí y las broncas eran constantes”.

En la planta baja del edificio se mantiene abierto un taller de mecánica que parece desafiar los riesgos. “No, esta zona no tiene peligro de derrumbe”, resume uno de los empleados del local antes de adentrarse de regreso a un área donde alterna un vehículo antiguo impecablemente restaurado y de un color rosa intenso con las maderas que apuntalan el piso superior y una inmensa montaña de desechos y escombros provenientes de las plantas de arriba.

El olor de los residuos mojados con las lluvias de los últimos días refuerza la sensación de abandono y decrepitud del inmueble. En el exterior las viejas puertas de metal plegables que alguna vez dieron entrada a un próspero comercio soportan con cierta dignidad la destrucción circundante. Ya no suben ni bajan y tampoco salvaguardan sacos de frijoles, conservas variadas ni chocolate. Han quedado paralizadas por la improvisada barrera de ladrillos que debió impedir que la gente se colara en el interior del edificio.

Sobre el tosco muro hay un nombre: Pedrito. ¿Será uno de los vecinos desalojados la pasada semana? ¿Dónde estará ahora?

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