El viaje de Ciego de Ávila a La Habana en ómnibus no es corto ni barato, pero Maidelys ya está acostumbrada. Esta habanera lleva diez años haciendo ese camino en transporte público cada vez que tiene vacaciones, para visitar a una hermana en la provincia central. Aunque hay poco más de 400 kilómetros, el trayecto entre ambas ciudades por carretera tarda en recorrerse casi ocho horas. Eso, si no hay imprevistos como los de este miércoles, que la hicieron llegar tres horas más tarde.
Como es habitual desde hace tiempo, otro hermano, emigrado, le había regalado el pasaje, de 28 euros, comprándolo en la web de Viazul, donde solo se admite el pago con tarjetas extranjeras. Muy pocos se pueden permitir estos precios, así que el vehículo, procedente de Santiago de Cuba, iba repleto de turistas foráneos, bastantes de ellos cubanoamericanos, y con muy pocos viajeros nacionales.
El ómnibus salió a las seis de la mañana de Ciego de Ávila, y Maidelys se quedó dormida nada más salir y hasta que llegaron a la siguiente parada, Sancti Spíritus. “Por suerte era una de las guaguas cómodas, porque en algunos Astros [Empresa de Ómnibus Nacionales] no hay quien pegue ojo”, dice la mujer, que recuerda: “Una vez viajé en una que no tenía piso frente a mi asiento, y todo el viaje la pasé pensando que si me dormía me iría por el hueco”.
Otra ventaja de ir en un vehículo “para turistas” es que en los lugares donde paran ofrecen comida caliente. “En la guagua del proletariado, solo azúcar y más azúcar”, bromea Maidelys refiriéndose a los refrescos y las galletas que venden como únicos artículos los conejitos estatales.
En el kilómetro 139 de la Autopista Nacional, después de pasar Santa Clara, el ómnibus hizo la parada para el desayuno. “Una mina de billetes hay aquí”, describía Maidelys el ambiente del restaurante Las Palmas, una “parrillada” donde las tablas de carne costaban 2.000 pesos, los sándwiches iban desde los 600 a los 1.200, y una malteada salía en 500. También vendían cajas de tabaco en 120 dólares, aunque algunos extranjeros regateaban hasta conseguirlas en 110.
Todo parecía ir en orden –ya cruzadas las provincias de Cienfuegos y Matanzas–, cuando a falta de poco menos de hora y media para llegar a la capital, en el kilómetro 72 de la Autopista, a la altura de Nueva Paz, en Mayabeque, se paró el vehículo.
“Al principio solo se oía al chofer y algún otro viajero, como montando algo en los maleteros, y nadie se preocupó”, relata Maidelys. “Pero después se apagó el aire acondicionado y la gente empezó a protestar, que si una falta de respeto, que si con lo que cuestan los pasajes”.
Al cabo de media hora, el chofer dio su diagnóstico: la correa de transmisión se rompió y, lo peor, no llevaba repuesto. No informó si tendrían que esperar a otro vehículo o le proporcionarían asistencia. “Hay un departamento de revisión que se supone que es para eso, para todas las averías”, protesta Maidelys. “No debe pasar esto porque están cobrándote hasta la sonrisa, y ninguna de estas guaguas tiene el confort que se supone que tiene que tener”.
El propio chofer, cuenta, reconocía su impotencia ante los viajeros que le reclamaban la avería: “Nos dijo que la norma decía que a los cinco años se debían renovar las guaguas, pero que a Viazul no le entran carros desde hace por lo menos 15 años”. Las risas de los presentes atestiguaban la credibilidad que mereció la razón de semejante precariedad que esgrimió el trabajador: “el bloqueo”.
Pronto, conforme pasaban los minutos y no había ninguna solución, el buen humor dio paso a la inquietud. “Había personas con vuelos para las dos de la tarde, otro con un pasaje para la una, pero este ya lo daba por perdido”, refiere Maidalys. El caso más dramático era el de una joven madre que iba con su hija, con pasaje para Nicaragua –de donde probablemente realizaría la ruta hacia EE UU– y que lloraba al ver el dineral de sus boletos desperdiciados.
Los que no tenían que llegar a ningún avión eran los más resignados, y como tal se desperdigaron por el terreno, como Maidalys. Desde un montículo vio cómo el chofer del ómnibus paraba desesperado a otros vehículos para pedir ayuda. “Un almendrón paró y le dieron una correa, pero no servía, y luego una Transgaviota, que tampoco llevaba repuestos”, relata.
Y prosigue con el desfile surrealista que pronto pobló el lugar: “Apareció un vendedor de masa real y después otro de confituras, para sacarnos el kilo, pero lo peor fue que una viejita que se subió en Santa Clara empezó a hiperventilar, no sé si de angustia o de fatiga, y decían que tampoco había ambulancia para recogerla”.
Pasaba más de una hora de estar parados cuando comenzaron a llamar a los pasajeros cuyo destino final era la terminal 3 del Aeropuerto Internacional José Martí, para montarlos en otro vehículo. “Pero les advirtieron que tenían que ir de pie”, precisa Maidelys. Con esa guagua, llegó también una polea que, a la postre, tampoco solucionó la avería.
“Casi tres horas tuvimos que esperar a que llegara otra y nos subieran a todos”, calcula Maidelys que, finalmente, llegó a su destino, la terminal de ómnibus cercana a la Plaza de la Revolución al caer la tarde. “Yo llevaba un pedazo de carne en la maleta. Iba congelada pero ya me temía que al llegar a La Habana llegara cocinada. Más que Viazul, lo deberían llamar Viacrucis”.
La única feliz durante el viaje, indica, fue una pasajera que, en pleno trayecto, se enteró de que le llegó la ciudadanía española: “Se puso a gritar como loca, y no es para menos. Ya no va a tener que aguantar las cosas de este país”.
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