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¡Qué poco caballero el castrismo!

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¡Qué poco caballero el castrismo!
¡Qué poco caballero el castrismo!

LA HABANA, Cuba. — Una amena crónica colgada en estas mismas páginas de CubaNet aborda el tema de La noble locura del Caballero de París. Siempre agradezco a este diario digital los materiales que publica de tiempo en tiempo, en los cuales se rememoran temas bonitos del pasado, de esos que la maquinaria propagandística del castrismo se muestra reacia a abordar.

Uno de estos es el del gallego José María López Lledín, quien se “aplatanó” en Cuba, al extremo de convertirse en uno de los personajes más conocidos y populares de nuestra capital. La figura espigada de este loco pacífico y digno, con su capa negra y su cartapacio repleto de unos papeles que sólo para él poseían alguna importancia, resultaba inconfundible.

Como vivía literalmente en la calle, no era difícil verlo en alguna de las esquinas céntricas por las que solía deambular. Recuerdo haber coincidido con él, siendo yo un niño, en 23 y 12, en el Vedado habanero. Y ahora, al cabo de los años, sólo lamento que los parientes mayores con los que iba no se hubiesen animado a cruzar unas palabras con el exótico personaje o incluso a invitarlo a consumir una merienda, cosa que él siempre aceptaba complacido.

Tenía cierta competencia. Recuerdo, por ejemplo, una señora afrodescendiente que era conocida como “La Marquesa”. Para tratarse de una enferma mental, vestía con cuidado; solía viajar en ómnibus, y solicitaba a su compañero de viaje ocasional que pagara su pasaje. Para esto alegaba, con aire aristocrático, no disponer de moneda fraccionaria. Pero en popularidad y reconocimiento no podía parangonarse con “El Caballero de París”.

Creo que, aparte de mis recuerdos infantiles de este personaje, vale la pena recordar al destacado demente habanero por sus relaciones con el castrismo. La crónica arriba mencionada plantea que “ya con avanzada edad, se le internó en el Hospital Psiquiátrico de La Habana”. Se trata de la institución que, por el barrio en que está enclavada, es más conocida como Mazorra.

Desconozco cómo la habrá pasado López Lledín durante su internamiento allí. Por suerte para él, corrían los años en que el manicomio era regenteado por el doctor Eduardo Bernabé Ordaz, quien —justo es reconocerlo—, en medio de los desequilibrios que él mismo padecía, velaba por el bienestar de los pacientes. Nada que ver con años posteriores, cuando, como resultado del abandono y la desnutrición en que se encontraban, ¡en una sola noche una docena de orates murió de frío en pleno trópico caribeño! La emblemática institución —pues— había mutado de hospital psiquiátrico a campo de exterminio.

De todos modos, es digna de señalarse la evidente arbitrariedad de la reclusión del “Caballero” en el Hospital de Mazorra. No olvidemos que se trataba de un loco pacífico, que no representaba peligro alguno para sus semejantes ni para sí mismo. Pero todo indica que su internamiento resultaba conveniente para la propaganda castrocomunista. Recuerdo haber leído reportajes en los que se destacaba la diferencia entre el “abandono” en que se encontraba en la era anterior y el “desvelo” mostrado por “la Revolución”.

Es bien conocida la maldad intrínseca de ese régimen que nos ha tocado padecer a los cubanos por más de 64 años. Pero, en el caso específico de López Lledín, esto pudimos constatarlo el día de su fallecimiento. Como nos lo recuerda la crónica arriba aludida, ese deceso tuvo lugar en la misma Habana en la que alcanzó notoriedad, el día 11 de julio de 1985, a la edad de 86 años.

Aquí conviene hacer una pequeña digresión sobre los entierros más concurridos de nuestra capital. Entre estos está, claro, el que sin dudas es el más merecido de todos: el que fuera tributado al ilustre banilejo que tanto batalló por nuestra independencia, el Mayor General Máximo Gómez. Su deceso, ocurrido ya en tiempos de la República democrática, sirvió para que los cubanos le tributaran los honores que no pudieron recibir otros muchos héroes que cayeron en plena lucha anticolonial.

Pero, por el número de dolientes, compitió con el gran dominicano, por aquellos años iniciales del Siglo XX, un vulgar proxeneta habanero. Se trataba de Alberto Yarini, apodado “el Rey de San Isidro” por la zona de tolerancia capitalina en la que desarrollaba su turbia actividad. En lo multitudinario de su sepelio no dejó de desempeñar cierto papel la patriotería, pues el “chulo” fue ultimado por un rival francés.

Muchos decenios más tarde, un tercer entierro que contó con gran asistencia fue el del político Eduardo Chibás. Como referí recientemente en otra crónica publicada en estas mismas páginas, se trataba de un dirigente político exaltado que, deseoso de conjurar el descrédito en que lo había sumido una denuncia de corrupción carente de sustento, se pegó un tiro en la barriga. Lo que pudo haber sido una simple anécdota rocambolesca terminó en tragedia debido a la intervención de un médico comunista asesino.

Pero volvamos al inolvidable “Caballero de París”. Quizás alguien tilde mi apreciación de subjetiva, pero no tengo la menor duda de una cosa: si la noticia del deceso del loco simpático y digno hubiese sido divulgada, el habanero Cementerio de Colón se habría repletado de semejantes deseosos de darle el último adiós. ¡Los del político anticorrupción, el proxeneta nacionalista y el gran patriota banilejo se habrían quedado chiquitos!

Pero el castrocomunismo entró en acción. En aquellos tiempos en que no existían redes sociales, en que toda la información nacía, pasaba y moría en los órganos de prensa bajo absoluto control del régimen, el hecho de no haber divulgado la noticia de inmediato se tradujo en la absoluta intrascendencia del luctuoso suceso. Los capitalinos fueron informados del deceso sólo cuando López Lledín estaba ya enterrado.

Se vieron —pues— privados de la posibilidad de acompañar a su última morada al gallego transformado en habanero famoso. Y de hacerlo, además, no cumpliendo consignas emanadas de un turbio comité del partido único, sino guiados por una simpatía y un afecto sinceros. Y eso era algo que los castristas no podían tolerar. ¡Qué mezquindad!

ARTÍCULO DE OPINIÓN
Las opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de quien las emite y no necesariamente representan la opinión de CubaNet.

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