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“En Cuba lo menos que podía pasarme era un ingreso en las mazmorras del régimen”

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“En Cuba lo menos que podía pasarme era un ingreso en las mazmorras del régimen”

MIAMI, Estados Unidos. – Conocí a Mercedes Cros Sandoval a finales del siglo pasado cuando el pintor Ramón Alejandro, de larga vida en París e instalado en Miami en aquel entonces, me la presentó. Ambos se interesaban en temas relacionados con los estudios afrocubanos, razón por la cual cuando coordiné y publiqué el libro 1902-2002 Centenario de la República Cubana (ediciones Universal, 2002) le propuse que fuera la autora del ensayo que, sobre este tema, era parte del volumen. 

Poco después, Mercedes comenzó a coordinar, en el marco del Miami-Dade Community College, el programa “Las dos orillas”, como profesora del Departamento de Ciencias Sociales de esta institución. Los encuentros tenían lugar en el Teatro Tower y en más de una ocasión me invitó a participar en diferentes paneles. Finalmente, en 2014, me propuso entrevistarme para uno de sus programas (episodio 28) de Historia Cultural Cubana que filmaba, en forma de episodios, Tony Leal para el canal de Miami-Dade Community College, en el Campus Norte. Los temas históricos que abordaba en esas emisiones eran variados y, en mi caso, hablamos por más de una hora acerca de la provincia de Oriente, un tema sobre el que Mercedes suele decir: “sin Oriente no hay Cuba”. Tanto ella como yo nacimos en esa parte de la Isla.

Como siempre, antes de cada entrevista de esta serie, creo que conozco bien al entrevistado, pero solo después del encuentro me doy cuenta de que no sé ni la mitad de su vida y obra. Con Mercedes y la llaneza con que suele hablar, sus expresiones tan criollas, su sentido del humor, agudeza y experiencia, el exilio cubano ha tenido a una muy digna representante. Y sus amigos, como yo, a alguien que nos ha abierto siempre las puertas de su casa en Miami Shores, en donde ha vivido ininterrumpidamente desde 1968. Una casa que es la viva estampa de su propia cubanía, que recuerda a aquellas de La Habana o cualquier reparto de Cuba en la década de 1950 y cuya hilera de palmas reales quise fotografiar porque fue la razón fundamental por la que Mercedes se enamoró de esta calle, en la que ha vivido por más de 50 años. Palmas reales que bordean toda su calle desde la avenida 10 del nordeste hasta la bahía y el mar.

La calle donde ha vivido Mercedes por cinco décadas en Miami Shores
La calle donde ha vivido Mercedes por cinco décadas en Miami Shores (Foto del autor)

―Cuéntanos de tus orígenes y lugar de nacimiento.

―Ya pertenezco al selecto grupo de los nonagenarios. Nací en Santiago de Cuba el 12 de 1933, en la calle San Basilio, entre Reloj y Clarín. Mi padre, Juan Cros Capote, era médico y, cosa rara para la época, feminista. Un día le dijo a mi madre que de sus tres hijos (dos hembras y un varón) había que priorizar la educación de las hembras porque el varón siempre podría arreglárselas solo. Mi abuelo paterno era de Sitges, en Cataluña, y mi abuela paterna, Mercedes Capote, venía de una estirpe de patriotas santiagueros. 

Mi madre, Mercedes Cros Arrué, era originaria de Baracoa. Descendía por parte de su madre, Elena Arrué Demar, de un corsario que operó siglos antes en esa región oriental. Los recuerdos que tengo de ella son que era una ferviente católica y un ángel de bondad.

¿Conociste Baracoa?

―No solo la conocí, sino que, aunque nací en Santiago de Cuba, viví en Baracoa hasta los 10 años de edad. Mi padre fue médico en esa ciudad. Como sabes fue la primera villa y capital de Cuba. Era muy amigo de Anselmo Alliegro, ministro de Fulgencio Batista, hasta que se disgustaron y fue una de las razones por las que nos fuimos de allí.

Para mí Baracoa es el lugar más lindo del mundo. Su naturaleza, extremadamente generosa, no deja indiferente a nadie. Tenía un olor a monte muy especial, y había campos repletos de mariposas. A mi padre le regalaron un almiquí, una especie endémica de esa región y muy rara, y me dio la misión de alimentarlo. Como la comida predilecta de este animal es el cangrejo yo tenía que capturarlos para alimentar al animalito.

Las comidas de Baracoa eran muy diferentes de las del resto de la Isla. Por ejemplo, se comía mucho cobo, tanto crudo como cocinado. También el bacán, que es la manera baracoense de elaborar el tamal, envolviéndolo en hojas de plátano o maíz. También el tetí, pequeño pez de la región, los enchilados de cangrejo con leche de coco, el pudín de boniato y los cucuruchos de coco rallado y papaya. Sin olvidar todo lo derivado del cacao, uno de los frutos propios de la zona, con el que se hacía el chorote, una bebida con cacao, leche de coco y espesada con maicena, que se tomaba en jícaras. Y un turrón de semillas de marañón que nunca más volví a comer.

Publicidad en la prensa de la época de la consulta de Juan Cros Capote en Baracoa (Imagen: Cortesía)

―¿Dónde cursaste tus primeros estudios y qué influencias recibiste?

―Estudié hasta quinto grado en Baracoa, en una escuela fundada por dos bautistas, Herminia Columbié y su esposo, Gelasio Ortiz Columbié, que se llamaba Martí. Ellos eran librepensadores y eso influyó mucho en mi educación. Gelasio había sido incluso director de la Logia Masónica de Baracoa. 

De la misma manera la instrucción que recibí de mi padre fue vital. Era un gran admirador de Oscar Wilde, y un día me dio su libro De profundis y me dijo que tenía que leerlo. Fue alguien muy especial, que defendía a los homosexuales y, entre sus pasiones, estaba el coleccionismo de polymitas picta. Al punto que dos de ellas se llaman crosianas porque Cros era su apellido y fue él quien las descubrió. También tuvo una importante colección de piezas arqueológicas taínas de la cual dan cuenta los catálogos especializados en estas cuestiones, pues era miembro del grupo Guamá y parte la Comisión Nacional de Arqueología. Parte de las 500 piezas de su colección fue vendida a la Universidad de Oriente en la década de 1950 y forman parte de los fondos del Museo Universitario.

Allí vivimos hasta 1943 cuando por un pleito con Anselmo Allegro mi padre se fue de Baracoa.

―¿Y qué pasó después?

―Nos instalamos por dos años en Santiago de Cuba, en la misma casa en donde nací, y me matricularon en el colegio Herbert, dirigido por dos hermanos masones. Por supuesto, soy un producto de todas estas influencias, y siempre digo que sin los masones Cuba nunca se hubiera independizado. 

Santiago estaba compuesto por una sociedad variopinta maravillosa. Para que tengas una idea en mi cuadra de San Basilio había una bodega china en la esquina con calle Clarín, en donde comprábamos los camarones secos para hacer caldos. Luego había una carnicería a donde me enviaban a comprar bofe (los pulmones de las reses) para darle de comer a mi perro Tarzán. Luego venía la casa de una mulata partera y le seguía la de una familia que descendía de ingleses. Después estaba mi casa propiamente dicha, con zaguán, saleta, sala, comedor y patio interior que daba a un precipicio por el que bajaba, por una escalera, mi abuelo en calzoncillos todas las tardes para tomar su siesta en la pajarera que había construido allá abajo. Después venía la residencia de los Descamps, que eran muy ricos, y luego la de una familia Villalón, que, aunque blancos, practicaban muy fuerte la santería. Después la casa de los Chepín-Choven, famosos músicos, que tenían muy malas pulgas ya que cada vez que la pelota se nos iba del otro lado de su cerca formaban toda una tragedia. Después estaba la casa de los Nuri y, enfrente, la de unos villaclareños cuya mujer cantaba óperas a voz en cuello. Y al lado de ellos vivía la novia del lechero, pareja conocida por los mates eternos que se daban en el portal. Al final estaba la casa de unos espiritistas.

―Pero tengo entendido que también viviste en Guantánamo…

―En efecto, en 1945 nos mudamos a Guantánamo, otra ciudad oriental de la que guardo recuerdos maravillosos. Un sitio que siempre me dio una sensación de alegría y libertad, además de que se respiraba prosperidad gracias a la base estadounidense. Allí vivimos en la calle Máximo Gómez Sur, a dos cuadras del parque. Guantánamo era el pueblo más limpio que he visto en mi vida y siempre digo que ojalá el día en que muera lo haga pensando en las imágenes que conservo de esa ciudad. A mi madre, en cambio, no le gustaba mucho, y mi padre le decía para hacerle ver la excepcionalidad de aquel sitio: “Elena, por favor, ¿no ves que las guantanameras toman whisky?”.

Allí estudié en un colegio de la misión episcopal llamado Sarah Ashurst, en el que cursé toda la secundaria hasta 1950.

―¿Fuiste a la universidad?

―En 1950, dejé Guantánamo y me fui a La Habana, en donde estudié y me gradué en Ciencias Sociales en su universidad. Yo vivía en calle 13 N° 1015, en casa de familiares en El Vedado. Aquellos cinco años para lo que sirvieron, como digo yo, fue para hablar mucha cáscara de piña. Eso sí, aprendí muy bien el alemán y el inglés, pues pretendía hacer carrera diplomática. El ambiente se caldeó a partir del golpe de Batista de 1952. 

Título de licenciada en Derecho Diplomático y Consular, Universidad de La Habana, 1954 (Foto: Cortesía)

Al terminar mi carrera un amigo de mi padre, el Dr. Morales Patiño, a quien yo visitaba y que era el médico de la tienda El Encanto, en donde tenía su consulta en el segundo piso, formaba parte del grupo de personas apasionadas de la antropología. El Dr. Morales había traído a Cuba a unos antropólogos de universidades norteamericanas y como agradecimiento muchos de estos crearon becas para formar a jóvenes cubanos en los campus universitarios de Estados Unidos. Entonces el doctor me preguntó si quería irme a estudiar dos años a Tallahassee y mi respuesta, antes de aceptar, fue: “¿Y eso dónde queda?”.

―¿Así llegaste a Norteamérica?

―Exactamente. Estuve entre 1956 y 1957 estudiando Antropología en Tallahassee, y allí me enamoré de Léster Sandoval, un puertorriqueño que estudiaba Meteorología. Fuimos a La Habana a casarnos en 1957, y como él ya había terminado sus estudios nos mudamos a Puerto Rico a fines de ese año pues él consiguió una plaza en la base aérea de Ramey Field. Esa fue la razón por la que mis dos primeros hijos, Carlos Juan y Lydia, nacieron en Puerto Rico.

Allí di clases por las noches como profesora durante tres años hasta 1960.

Boda entre Léster Sandoval y Mercedes Cros, La Habana, 1957 (Foto: Cortesía)

―¿O sea que no viviste en Cuba durante el tiempo que precedió y siguió al triunfo de la Revolución de 1959?

―Y me alegro de no haber estado porque en el verano de 1960 nos pasamos dos meses en La Habana y aquello fue más que suficiente para que me diera cuenta de que era comunismo lo que venía. Fui a Santiago de Cuba a despedirme de mi abuela, a sabiendas de que no la volvería a ver, porque ella de ninguna manera iba a dejar Cuba. Y un 8 de septiembre de 1960 salí definitivamente de Cuba, esta vez hacia Nueva York, en donde mi esposo había matriculado en un máster y en donde nació también Ricardo, mi tercer hijo.

―¿Y luego?

―En 1962 le dieron a Léster un puesto en la base aérea de Torrejón de Ardoz, cerca de Madrid, aunque siempre vivimos en la capital española, en la avenida de Baviera. Mi cuarta hija, Mercedes, nació allí y cuando mis padres pudieron salir de Cuba en 1966 fue en Madrid en donde los recibí.

Por supuesto, como estudiante y estudiosa eterna, me matriculé en la Universidad Complutense donde hice un doctorado en Historia de América. Cuando terminaron los cuatro años de contrato de mi esposo en la base, regresamos a Estado Unidos. Fue entonces que, buscando acercarme geográficamente a Cuba, le dije que postulara para un puesto en Charleston, Carolina del Sur, pues en aquella época creíamos que la caída del castrismo era cuestión de meses.

Titulo de Dra. en Historia de América, Universidad de Madrid, 1966 (Imagen: Cortesía)

―¿En qué momento decides instalarte en Miami?

―En 1967 me separé de mi esposo y vine para Miami con mis padres y mis cuatro hijos menores. Un poco con el rabo entre las piernas, como se dice.

Entonces fui a ver a Rosita Abella, la fundadora de la Biblioteca Cubana en la Universidad de Miami, y ella me recomendó para que me aceptaran como profesora. Al parecer como yo siempre he sido un poco “echada para alante” no le caí muy bien a mi entrevistador, el cual me propuso impartir cursos de Historia del Cono Sur Americano, la única región que no formaba parte de mis estudios y de la que tenía menos conocimientos.

Entonces una amiga me dijo que fuera a ver a un espiritista cubano muy famoso que vivía aquí en Miami y le hice caso. Apenas entré a su casa el espiritista me dijo: “Tú eres alemana”. Lo cual no estaba muy lejos de la realidad porque antes de visitarlo había estado hablando alemán en otro sitio. Entonces me dijo: “Te van a proponer dos trabajos, acepta el del martes”.

Carta de Rosa Abella a Mercedes Cros Sandoval invitandola desde el Museo Cubano a participar en un seminario sobre santería en 1978 (Imagen: Cortesía)

―¿Y sucedió así?

―Así fue. Poco después iba yo con mi prima Rosa María camino de Hialeah y en una gasolinera vi una señal que indicaba el Miami Dade College North. Le dije que quería llegarme hasta allí y preguntar si tenían cursos de Antropología en sus programas. Eso hice e inmediatamente llamaron a la decana de entonces que me dio trabajo. Entré en esa institución educativa en 1968 y allí estuve hasta 1978 que pasé al Interamerican Center hasta que me retiré hace unos años. Consagré prácticamente la mitad de mi vida a la docencia, formando a alumnos e implicándome en temas comunitarios.

Fuiste parte muy activa de la acogida a los cubanos que llegaron por el Mariel, algo que sé porque leí el libro que escribiste sobre el tema.

―Imagínate que por el Mariel llegó mi hermana que no veía desde hacía 20 años y que se había quedado trabada en Cuba. La Universidad me dio la misión de ser una intermediaria de los cubanos que llegaban y creé entonces un programa de Mediclinica, del que fui directora de Salud Mental y daba clases a la vez en el College. Escribí Mariel and Cuban National Identity (1986) que publiqué en la editorial SIBI, que dirigían Nancy y Juan Manuel Pérez-Crespo en Miami.

Medalla de reconocimiento del Club San Carlos de Cayo Hueso (Foto del autor)

―¿A ti siempre te interesaron los temas relativos a las religiones afrocubanas?

―Mi tesis universitaria en la Complutense de Madrid, dirigida por el Dr. Ballesteros, había sido sobre estudios afrocubanos. He escrito y publicado varios libros sobre este tema. A Lydia Cabrera, la eminencia cubana en la materia, la había conocido de jovencita en La Habana, pero fue en el exilio donde nuestra amistad cobró arraigo. Lydia era muy ocurrente, nos hicimos amigas y me apodó “Cantaclaro”. Ella era una aristócrata de la cultura, muy brillante y su casa, en la calle Anastasia, estando aún viva su pareja María Teresa de Rojas “Titina”, era un centro importante de la cultura cubana en el exilio. Fue además un firme baluarte de dignidad y decencia. Los “ñángaras” de Cuba le mandaban mensajitos para invitarla, pero ellas los echaba a la papelera sin responderles. Nunca quiso regresar a Cuba porque no deseaba hacerle el juego a la dictadura castrista.

Como tú, ¿no? 

―Sí, como yo. A pesar de que, como a Lydia, no me faltaron los mensajitos, comenzando por el de monseñor Walch, el primero que me dijo en épocas del Mariel que yo le hacía mucha falta a Cuba y que debía pensar en hacer un viajecito a la Isla. Y le respondí que en Cuba con la lengua que tenía lo menos que podía pasarme era un ingreso sin salida en las mazmorras del régimen.

Lo único que lamento a estas alturas es que sé que moriré sin volver a ver los campos repletos de mariposas de la Baracoa de mi infancia. Pero también sé que me iré recordando la alegría de las calles guantanameras y la belleza de los paisajes de mi tierra oriental. ¡Y eso sí que nadie me lo podrá quitar!

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