Buscar, recoger y aplastar. El día de Ramón, de 57 años, se va entre esas tres acciones. Hace sus recorridos por el centro de la ciudad de Holguín, donde las latas de refrescos o cervezas pueden ser más comunes en la basura. Luego, tras varias jornadas acumulando, vende su botín a un intermediario que lo llevará a un taller donde termina convertido en espumaderas, sartenes, cazuelas y cubos.
“Hace más de tres años que aquí la Empresa de Recuperación de Materias Primas casi no tiene dinero para pagar a los recolectores, así que ahora solo le vendo a los privados”, cuenta Ramón a 14ymedio. “Mucha gente se ha quitado de este trabajo porque cada vez da menos y depende de muchas cosas, todo es muy inseguro”.
Ramón necesita que llegue mucho turismo a Holguín para que vacíen miles de latas a la semana y él poder “pescarlas” en los desbaratados contenedores de basura de la ciudad. “Ahora vienen menos extranjeros y los refrescos que se venden vienen casi todos en pomos pequeños, que no es lo que yo recojo. Lo mío es el aluminio”.
Nacido en 1968, el mismo año de la Ofensiva Revolucionaria que borró de un plumazo el sector privado en Cuba, este holguinero soñó una vez con ser ingeniero, pero un accidente de tránsito le provocó una lesión craneal que le dejó secuelas para recordar números, concentrarse e, incluso, encontrar su casa en las apretadas calles de la ciudad.
“Me ganaba la vida con lo que aparecía, pero desde 2014 me dedico a esto”, detalla. Aunque la Empresa de Recuperación de Materias Primas existe desde 1961 en la Isla, durante décadas su funcionamiento se nutría con los desechos que recogían los Comités de Defensa de la Revolución y los centros estatales en sus jornadas de trabajo voluntario o con los subproductos de la industria estatal.
Tras la apertura al turismo durante la crisis de los años 90, no solo llegaron los viajeros sino también sus desperdicios. Las cervezas de lata dejaron de ser una novedad para venderse en hoteles, tiendas y cafeterías. Los refrescos nacionales ya no se distribuían en las tradicionales botellas de cristal, sino en el más ligero y fácil de manejar envase de aluminio. Fue en ese momento cuando surgieron por todas partes los “aplastadores de laticas”.
“Tenía locos a mis vecinos”, reconoce Luisa, otra holguinera, de 81 años, que fue de las primeras en dedicarse en la ciudad a la recogida de materias primas por su cuenta. “Llegaba a mi casa con un saco o dos y me pasaba toda la tarde machucando latas, no dejaba vivir a nadie”, cuenta ahora, que ya dejó el negocio “porque se puso muy malo”.
Para los recolectores de hace 30 años los problemas eran otros. “No teníamos licencia, había que esconderse cada vez que pasaba un policía y la gente nos trataba mal, nos veían como si todos fuéramos unos dementes”, recuerda Luisa. “Ahora ya se puede pedir un permiso, vender las latas legalmente en una de esas casas de materias primas del Estado, pero ahora ya casi no da negocio”.
Para 2013 ya el país contaba con más de 5.700 personas que estaban registradas como trabajadores por cuenta propia en esa ocupación
Fueron las flexibilizaciones económicas impulsadas por Raúl Castro a partir de 2008 las que potenciaron la actividad y para 2013 ya el país contaba con más de 5.700 personas que estaban registradas como trabajadores por cuenta propia en esa ocupación, según Jorge Tamayo, entonces director de la estatal Empresa de Recuperación de Materias Primas.
“Con cuatro o cinco sacos de latas que yo vendiera al mes, ganaba más que mi hermano médico”, evoca Luisa. “A esta casa le hicimos la placa, porque antes era de tejas, y se mojaba por todos lados, a golpe de latas aplastadas. Tenía acuerdos con paladares que me las daban antes de botarlas y también hice algunos contactos en hoteles para recogerlas dos veces a la semana”.
Con el paso de los años llegaron las demoras en los pagos. “Llevabas la materia prima a los locales estatales y te decían que debías esperar para tener el dinero”. El Estado empezó a decaer en la organización de sus puntos de compra y el sector privado ocupó el lugar que dejaba la cada vez más renqueante y sin recursos monetarios empresa oficial.
Las fábricas clandestinas absorben ahora la mayor parte de las latas recuperadas de la basura. Muchos de los dueños de estas pequeñas industrias ni siquiera tienen una licencia para operar o, en caso de contar con un permiso, solo cubre un volumen menor de empleados a su mando.
En el Consejo Popular de San Rafael, Víctor, nombre cambiado para este reportaje, cuenta que en su taller particular tiene “seis obreros fijos, aunque, si el volumen de trabajo crece”, contrata nuevos brazos. “Uno maneja el horno, tres son torneros y los otros dos se dedican a darle el acabado a la piezas, botar las basuras que genera todo el proceso y acopiar las latas a su llegada”, explica a este diario.
“El Estado paga 30 pesos el kilogramo de aluminio, hay que llevar las latas sin restos de bebidas, en un saco bien amarrado, pueden ir enteras o escachadas, pero ahora está comprando dos o tres veces al mes porque no tiene presupuesto”, detalla Víctor. “Nosotros podemos pagar un poco más, a 100 pesos, en dependencia de la necesidad que tengamos, nada de retrasos para cobrar”.
No obstante, Víctor aclara que su taller compra a intermediarios, que a su vez pagan entre 50 y 60 pesos el kilogramo de latas a los recolectores que buscan la materia prima en las calles. “Todo el mundo gana porque se establece una relación, y el intermediario es el que responde ante mí, el que da la cara y tiene que garantizar que la mercancía que me vende está bien”.
La llegada de la pandemia, el cierre de las fronteras al turismo y la caída en el número de visitantes a la Isla ha influido también en la cantidad de latas de aluminio que se desechan cada día. “No es como antes, hay menos y muchos recolectores se han quitado porque ya no pueden ganar lo mismo y los precios de la comida y todo lo demás han subido mucho”.
La llegada de la pandemia, el cierre de las fronteras al turismo y la caída en el número de visitantes a la Isla ha influido también en la cantidad de latas de aluminio que se desechan cada día
La caída en desgracia de los locales estatales de compra de materias primas es evidente. En una visita al de la calle 12 del Reparto Nuevo Llano, este diario comprobó que a mediados de diciembre solo se encontraba una empleada que advertía a quienes llegaban que no estaban comprando por “falta de dinero”. En otro, enclavado en la calle 28 del Reparto Pueblo Nuevo, el panorama se repetía: dos trabajadores de brazos cruzados por ausencia de presupuesto.
En el taller de Víctor, sin embargo, el trasiego no para. “Tenemos mucha demanda de ollas, cazuelas, utensilios de cocina, cubos, jarros y muchos otros productos que hacemos”, reconoce el emprendedor. “Aquí el horno se mantiene encendido buena parte del día y lata que llega, lata que sale por el otro lado en forma de un exprimidor de limón o como un cucharón”.
“Incluso la gente que puede comprarse una olla eléctrica en MLC [moneda libremente convertible] también quiere tener su jarrito de aluminio para calentar el café”, asegura. “Son cosas duraderas que se pueden usar por muchos años y si se rompen no es una tragedia para la familia, se compra otro y ya”.
La ruina de las casas estatales de compra de materia prima son el río revuelto de la crisis nacional en el que Víctor y sus empleados pescan ganancias. “Con la apertura de las mipymes está llegando un poquito más de cervezas y refrescos enlatados. Eso nos pone contentos porque nosotros vivimos de que los clientes se los tomen, que se tomen muchos”.
Lanzada en una calle o dentro de un contenedor de basura, las manos ágiles de Ramón encontrarán esa lata vacía dejada por un turista o un nacional. Una piedra grande y oscura, sacada de un río cercano, lo ayudará a reducirla a una lámina delgada. Luego, al saco, más tarde a las manos del intermediario y después al horno. En su cocina, la experimentada Luisa sabe que esa espumadera con la que revuelve el arroz una vez contuvo una malta o una Coca-Cola. La senda del aluminio reciclado que gente como ella ayudó a iniciar sigue abierta.
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