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Apagón nacional. ¿La Habana, qué? La Habana, nada

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Apagón nacional. ¿La Habana, qué? La Habana, nada
Apagón nacional. ¿La Habana, qué? La Habana, nada

LA HABANA, Cuba. – Hasta 100 horas consecutivas de corte eléctrico se reportaron en Cuba luego de que el pasado jueves el primer ministro, Manuel Marrero Cruz, compareciera en televisión para anunciar una nueva “contingencia energética”. Por alarmantes que fueran las medidas divulgadas, nadie se preparó para el desastre que sobrevino la mañana siguiente y que superó, ampliamente, los más oscuros relatos del llamado Período Especial.

Jornadas dantescas vivió el país completo, pero voy a referirme específicamente a La Habana, en torno a la cual se tejió un mito de intocabilidad desde que los apagones empezaron a multiplicarse en el resto de las provincias, mientras los municipios del centro de la capital no sufrían afectaciones, y en barrios periféricos las interrupciones eran más moderadas.

El descontento ciudadano en las provincias que sufrían apagones de ocho horas diarias y que ya van por 20, dio origen a comentarios sobre los “privilegios” de La Habana. Muchos cibernautas pedían cortes eléctricos en la capital para que las provincias tuvieran más horas de corriente. Otros decían que en la capital no quitaban la luz para evitar poner “la cosa mala”, argumento que adjudicó a los habaneros un coraje que solo se manifestó de forma aislada cuando, en medio del reciente apagón nacional, desinformados y desconectados debido a la caída de internet y la descarga de los móviles, se vieron con la comida podrida en el congelador y las reservas de agua potable casi o totalmente agotadas. Era lo normal en tales circunstancias. Pero esa manifestación nutrida y poderosa que cabía esperar de la ciudad más poblada de Cuba, jamás ocurrió, porque en La Habana, como en el resto de la Isla, hay miedo.

Durante las primeras 36 horas tras la debacle del Sistema Electroenergético Nacional (SEN), esta servidora vio a los machazos del barrio arrasar con las cervezas del bar de la esquina antes de que perdieran el frío. Muchísimos pasaron el apagón alcoholizados, vociferando canciones de El Taiger ―para variar ― y tocando cazuelas a ritmo de conga, de modo que no podía decirse si era protesta o gozadera.

La expresión más evidente de la rabia ciudadana fue el silencio, mayormente el de las mujeres que, angustiadas, vigilaban el proceso de descongelación de los alimentos que costaron miles de pesos. Después de envolver los cárnicos con papel periódico, meterlos en jabas de nailon y cubrirlos con los trozos de hielo que se desprendían de las paredes del congelador, los cubanos y cubanas tuvieron que cocinar como para un batallón por tal de que el pollo, las salchichas y el picadillo no fueran a parar al tanque de basura. Se veía a todos entrar y salir de sus casas, impotentes, revisando los depósitos de agua que tocaban fondo y pendientes de los partes informativos que llegaban con la misma desalentadora noticia: otra vez se desconectó el Sistema Electroenergético Nacional.

Según residentes de diversos municipios, en la noche del viernes algunas personas rompieron los cristales de la tienda La Francia, ubicada en Obispo y Aguacate, Habana Vieja, y vandalizaron dos bodegas en ese municipio. La noche del sábado un grupo de personas salió a protestar cerca del Malecón, la Policía cargó con algunos manifestantes y les impuso multas de hasta 40.000 pesos, una monstruosidad cuyo único objetivo es dar escarmiento y amedrentar a una población que ni siquiera tiene el derecho de exigirle al Gobierno la solución de los problemas que él mismo ha creado. Esa misma noche, en el barrio Los Sitios, de Centro Habana, un vecino salió solo a la calle, a protestar y preguntar dónde estaban “los hombres de este país”. Silencio por respuesta. El domingo, un grupo de mujeres de los municipios de La Lisa y Marianao se propuso llegar hasta la vivienda del gobernante Miguel Díaz-Canel para ponerle delante los alimentos podridos que ninguna estaba en condiciones de reponer. Un cordón policial les cerró el paso, sin maltratarlas, para impedir no solo su avance, sino que más personas se les unieran.

Estos focos de rebelión fueron, en su mayoría, protagonizados por mujeres y madres a las que el régimen no ha protegido, como tampoco protegió a los cientos de miles de vulnerables (discapacitados, pacientes encamados, ancianos solos) que malviven en la retorcida normalidad cubana, y que deben haberse visto al borde de la muerte durante los días de oscuridad y lluvia pertinaz, sin poder valerse por sí mismos en muchos casos, ni poder solicitar ayuda. No es de extrañar que, de los siete muertos en Guantánamo tras el paso del huracán Oscar, tres fueran ancianos. Duele imaginar en qué circunstancias murieron esas personas que, en medio del apagón, ni siquiera estaban avisadas de la llegada del meteoro.

Díaz-Canel, vestido de militar, apareció en televisión no para hablar de soluciones, sino para dejar claro que las protestas eran una “alteración de la tranquilidad ciudadana”, por tanto, no serán permitidas. La Habana, por sí sola, no hará la diferencia, como no la hizo Santiago de Cuba el 17 de marzo pasado, aunque sentó un precedente inolvidable.

La situación irá a peor, no solo por las aviesas intenciones de los que dirigen el país, sino por la drástica reducción de nuestras propias expectativas. Al cabo de dos días de apagón escuché a los habaneros clamar por las tres horas de corriente que son habituales en provincias y que, hasta el pasado jueves, nos parecían inaceptables. Si continuamos así, terminaremos rogando, de rodillas, por el hacha del verdugo.

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