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Veladora del mausoleo del Che, un oficio bajo extrema vigilancia

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Veladora del mausoleo del Che, un oficio bajo extrema vigilancia

Fidel Castro detestaba ir a Santa Clara. La pequeña ciudad, en el centro de Cuba, le dio una estocada casi mortal al dictador el 20 de octubre de 2004. Las imágenes todavía impresionan. Castro termina un discurso en el mausoleo de Ernesto Guevara, da un paso en falso al abandonar la tribuna y se estrella contra el pavimento. Mientras un hervidero de guardaespaldas y dirigentes se le arroja encima para levantarlo, una de las muchachas de confianza encargadas de cuidar la tumba del argentino, no puede evitar de pensar al observar la escena: “El fantasma del Che lo tumbó”.  

Era una vieja superstición, que el propio Castro había alimentado al esquivar una y otra vez Santa Clara. Siete años antes, en 1997, el caudillo había transformado esa inmensa explanada en las afueras de la ciudad en una colmena mortuoria. Allí, tras el hallazgo sospechosamente puntual de los “guerrilleros huesos” de Guevara en Bolivia –se cumplía el 30 aniversario de su muerte–, fue enterrado junto a sus compañeros de expedición.

Hablo con la muchacha, que usa las iniciales de SL, y se interpone una pantalla. Ella se demora en responder, calibra bien las palabras y no comete ningún desliz. En persona solo la vi un par de veces. Intento provocarla para que me confirme que los huesos que guarda el mausoleo no son los de Che Guevara, que los forenses cubanos fabricaron su descubrimiento y que el montaje fue una maniobra genial de Castro, cuyo poder menguaba tras el derrumbe de la Unión Soviética y siete años críticos y cuaresmales, el Período Especial. Adrenalina, propaganda, un solemne rito de enterramiento. El flujo de los nostálgicos del comunismo por Santa Clara demuestra la brillantez del plan.

Sin embargo, SL se resiste a hablar. “¿Alguien dudó de que en esas cajas funerarias venían el Che y los demás?”, le pregunto a bocajarro. La pantalla brilla durante algunos segundos: “No, nadie”, responde, “había fe ciega en Fidel”. “¿Tú estabas allí?”. “Sí. Pero mejor hablemos de cómo llegué al mausoleo y dejemos tranquilos a los muertos”.

“¿Alguien dudó de que en esas cajas funerarias venían el Che y los demás?”, le pregunto a bocajarro. “No, nadie”

Hablar con SL se parece a jugar ajedrez con un rival que está a cientos de kilómetros. La comunicación es torpe y resulta fácil escapar o disimular. Cada jugada lleva cálculo. A esa tensión se habituó SL desde muy joven, cuando se sometió al proceso de selección de las veladoras del mausoleo. “Éramos las mejores y no nos podíamos equivocar”, cuenta. “Por eso fuimos escogidas. Si cometes alguna indiscreción y metes la pata, ellos te buscan otra ‘opción de trabajo’ y te sacan de allí”.

A medida que SL habla, me viene a la cabeza la escena del reclutamiento de la rubia Tatiana Romanova en From Russia With Love. “Su expediente de trabajo es excelente: el Estado está orgulloso de usted”, le dice la implacable coronel Rosa Klebb, antes de pedirle que se desabroche la chaqueta para constatar que es una fine-looking girl. Apta para matar. Como James Bond.

Las candidatas pasan un examen de historia sobre la vida de Guevara. Antes de responder el cuestionario, ya varios oficiales de la contrainteligencia han estudiado al detalle sus vidas. Además, tienen que ir recomendadas por un militar con quien tengan algún vínculo, por lo general de sangre. Cómoda con el tema, SL explica –sin entrar en detalles– el mecanismo de relojería del mausoleo, que también es una plaza y cuenta con instalaciones militares, parqueo, fuentes y un plantel de 30 trabajadores.

Le pregunto si las elegidas eran buenas amigas, si podía darse en ese clima tan competitivo algo parecido a un buen ambiente de trabajo. “Aprendimos a pensar mucho y a decir poco. Todo el mundo sabía que algo pasaba con nosotras, un secreto, pero jamás lo comentamos en el grupo”. Le pregunto si me lo contará a mí. Su respuesta es obvia: “Otro día”.

El complejo, además de los militares que lo custodian, tiene un potente circuito de cámaras del que no escapa nadie. (Vanguardia)
El complejo, además de los militares que lo custodian, tiene un potente circuito de cámaras del que no escapa nadie. (Vanguardia)

El 6 de mayo de 2023 murió Gary Prado, el militar que capturó a Guevara en 1967. Además de por ese episodio, a Prado se le recuerda por sostener un diálogo con el guerrillero que parece sacado de un cuento de Borges. El argentino llevaba en su muñeca dos valiosos Rolex, uno propio y otro que pertenecía a un compañero caído en combate. Uno de sus últimos deseos fue que Prado conservara aquellos relojes –el escritor Norberto Fuentes decía que un Rolex era el “atributo de investidura” de los altos cargos del régimen– y se los devolviera tras su imposible liberación. El militar accedió, pero sólo pudo conservar el de Guevara, con unas pequeñas marcas en la parte inferior de la caja. En 1983, Prado devolvió el reloj a La Habana. Poco después, en un paquete sin remitente, recibió un nuevo Rolex.

Le hago la anécdota a SL, para recuperar el contacto tras meses sin hablarnos. “Parece que, como el muerto, vivimos según relojes distintos”, bromeo. Ella se disculpa y prosigue su relato. “El secreto”, le digo. Esta vez vengo preparado para el juego. “Si nadie habla de lo que pasa después de que te escogen es porque no se puede. Una entra a trabajar y, escondidos, ya hay muchas más personas en función de lo que una hace. El secreto es que cada cual tiene un agente o varios que la vigilan. En el barrio, en la casa, donde sea. Y no solo a nosotras, también a toda la familia”.

Dar seguimiento es la frase clave. Investigar y comprobar que no haya la menor desviación, el menor traspié. A una de las veladoras la expulsaron, ejemplifica SL, solo porque sus hijas se marcharon a Estados Unidos. “En cada cuadra hay una persona cuya única función es dar cuentas de todo lo que una hace, y quién sale y entra a la casa”. “¿Cómo lo supiste tú?”, pregunto. “Porque la persona que me vigilaba, amiga de la familia, me mandó a buscar antes de morir. Me lo confesó todo en su lecho de muerte”. A pesar de su amor por el trabajo en el mausoleo, de su lealtad a la memoria que le pedían guardar, SL no le perdona al régimen esos veinte años de vigilancia. “¿Cuál era la explicación? Que alguien, con contactos en el mausoleo, había intentado dinamitar la plaza del Che en dos ocasiones. Nunca se supo quién, pero Fidel no quería correr riesgos”.

La banda de las Fuerzas Armadas acompaña la llegada de varios carros militares. Fidel, viejo alumno jesuita, baja la cabeza y murmura frases que nadie debe confundir con una plegaria

Vuelvo a mirar las grabaciones del entierro de Guevara, el 17 de octubre de 1997. Según SL, Castro había visitado las obras del mausoleo un año antes. Fue una visita sorpresiva, pero ya se sabía que los restos tenían que aparecer. El día del entierro, a plaza llena, la cámara enfoca una y otra vez los perfiles de tres altos cargos: el máximo líder, su hermano Raúl y el comandante Ramiro Valdés, el tercer hombre del régimen. La prensa oficial presenta la grabación anunciando que Castro eligió Santa Clara, eje simbólico de la Isla, para convertirse en un “centro de peregrinación de los incondicionales del famoso guerrillero y revolucionario”.

La banda de las Fuerzas Armadas acompaña la llegada de varios carros militares. Fidel, viejo alumno jesuita, baja la cabeza y murmura frases que nadie debe confundir con una plegaria. Raúl, extrañamente, sonríe. Sobre las urnas hay banderas cubanas, peruanas y bolivianas, que remiten a las nacionalidades de los 38 hombres que iban junto al Che. Cantos, poemas y un discurso desganado de Castro. Un trovador remacha con su guitarra, para que no quepa duda, que en el mausoleo se queda la presencia del muerto.

Escoltado por su hermano y por Valdés, Castro entra al sepulcro de Guevara. Pocos militares –los enterradores– van con ellos. El dictador empuña una antorcha, enciende la “llama eterna” y se apagan las cámaras.

“A partir de ese momento, Fidel rara vez fue a Santa Clara”, dice SL. Ninguna de las veladoras dudó de que aquellos fueran los huesos de Guevara. “O si dudaron, nadie iba a atreverse a decir nada. Nadie supo realmente qué había en las cajas y ninguna de nosotras entró al memorial. Desde que abrió al público, la única persona autorizada para limpiar las urnas, por fuera y con un plumero, es la directora del mausoleo. Para los demás, la tumba del Che no se toca”.

El complejo, además de los militares que lo custodian, tiene un potente circuito de cámaras del que no escapa nadie. No se sabe dónde están las pantallas de quienes vigilan, asegura SL, pero funcionan con tanta precisión como los dos Rolex de Guevara. “El único dirigente que iba a menudo al mausoleo era Ramiro Valdés”, añade, “pero no por respeto al difunto, sino para atender sus negocios en Santa Clara”. Una importante oficina de Copextel, la empresa de tecnología electrónica que supervisa Valdés, está junto a la plaza.

A punto de partir Guevara a Bolivia, el dictador contempla satisfecho los documentos que ofrecen al guerrillero su identidad falsa. (Cubadebate)

En su conocido ensayo sobre Guevara, Ricardo Piglia afirma que la vida del guerrillero siempre estuvo distorsionada por la ficción. La interferencia de otros “ritmos” –el asma, la lectura, el viaje– hizo del Che un sujeto neurótico y errante. El gran hacedor de sus ficciones, desde su encuentro en México en 1955, fue Castro. Y lo hizo hasta el final. Lo demuestra una foto: a punto de partir Guevara a Bolivia, con un disfraz que lo hace parecerse a Bogart o a James Mason, el dictador contempla satisfecho los documentos que ofrecen al guerrillero su identidad falsa.

Esa mirada inquietante es la misma de Castro en las grabaciones de la plaza, tras haber convencido al mundo –con muy pocas voces en contra– de que los “guerrilleros huesos” están en Santa Clara. Abandoné esa ciudad en 2021; SL lo hizo poco antes. Muy pocos turistas visitaban entonces el mausoleo, y la explanada –tras la cual bulle uno de los barrios más pobres de Cuba– solía permanecer desierta. Antes de morir, Castro dejó previsto que lo llevaran por última vez a Santa Clara. Llegó en un pequeño sarcófago, el 30 de noviembre de 2016, doce años después de que Guevara lo “tumbara” en aquel mismo lugar.

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