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Un caballero de París en La Habana, sabía que “sin azúcar no hay país”

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Un caballero de París en La Habana, sabía que “sin azúcar no hay país”
Un caballero de París en La Habana, sabía que “sin azúcar no hay país”

LA HABANA, Cuba.- A la 1:45 am del 11 de julio de 1985 falleció, a los 86 años, en el Hospital Psiquiátrico de La Habana, uno de los personajes más populares y queridos por el pueblo: El Caballero de París. Este hombre, cuyo verdadero nombre fue José María López Lledín, nació en la aldea de Vilaseca, Fonsagrada, España, en 1899. A la edad de 12 años, vino a Cuba en busca de mejor vida, igual que otros inmigrantes de su tierra.

Sus inquietudes lo conducen a superarse, según testimonios de otros hermanos que también llegaron a nuestro suelo. Practicó diferentes oficios, entre ellos floristería, sastre, librero, trabajó en una oficina de abogados y como gastronómico en diferentes hoteles de la época, como el Telégrafo, Sevilla, Manhattan, y el Saratoga. Incluso logró estudiar y hablar inglés.

En 1920 es encarcelado en el Castillo del Príncipe. Existen varias versiones sobre el delito, sin determinar cuál fue la causa real, pero todas coinciden en que siempre se declaró inocente. Al salir de prisión en 1934, estaba enajenado. A partir de ese momento comenzó su deambular por toda la ciudad.

Muchos años después su psiquiatra y biógrafo Luis Calzadilla Fierro realizó una amplia investigación sobre su pasado y escribió el libro Yo soy El Caballero de París, que cuenta ya con dos ediciones, desentraña misterios de su existencia, y determinó que su enfermedad psíquica fue una parafrenia, variante de la esquizofrenia.

Su comportamiento es uno de los rasgos más significativos dentro de su enajenación. Era educado, servicial, cortés, amable, y saludaba a todas las personas. No aceptaba limosnas, excepto aquello que le daban para poder vivir. Siempre que podía ofrecía algo, a veces simbólico, y daba las gracias ante cualquier gesto de ayuda que recibiese.

La vestimenta que usó durante casi todo el tiempo de su trastorno fue una capa negra a la usanza de los personajes de siglos anteriores que encarnó, y mantuvo larga melena, como si fuera un mosquetero o una especie de Don Quijote, todo ello mezclado sin ton ni son, además de creerse con títulos nobiliarios que jamás tuvo.

Los que llegamos a verlo constatamos que gran parte de su existencia vivió en la calle. Recorrió durante su tránsito por la ciudad: 23 y 12, Infanta y San Lázaro, El Paseo del Prado, Plaza de Armas, Parque Central, Muralla y San Rafael entre muchos puntos más.

Estatua de El Caballero de París, en La Habana Vieja. (Foto del autor)

Dormía a la intemperie, en algún banco de un parque o en el suelo, usaba periódicos que lo protegían y con los cuales andaba de forma permanente, que además decía eran su medio de instrucción.

El anecdotario es bien amplio. En 1949 ocurrió un hecho insólito. El doctor Simonetti fue a visitar a los enfermos ingresados en el Hospital de Dementes de Cuba (Mazorra). Le dicen que habían traído a El Caballero de París. Lo llaman desde el Palacio Presidencial. En principio pensó que era una broma de alguien, pero al reiterar la llamada, una voz le comunicó que el presidente de la República, Carlos Prío Socarrás, ordenaba su alta, que no le cortaran su pelo, y no lo afeitaran. Antes de las 24 horas una limusina de la alta magistratura pasó a recogerlo y se lo llevó de allí.

Dentro de su grado de locura expresó una frase muy repetida que demuestra una cordura pasmosa: “Sin azúcar no hay país”. Es increíble que un demente tuviera más juicio que el disparate que más adelante cometió el Comandante en Jefe de eliminar nuestra principal fuente de ingresos: la industria azucarera. 

Uno de sus tantos amigos y protegidos fue otra figura famosa: Bigote Gato, quien una vez a la semana lo invitaba a comer en su restaurante, junto a otras personalidades. Allí también comparecía el pianista Antonio María Romeu.

Debido a su larga vida como vagabundo, su estado físico se deterioró bastante, y el 7 de diciembre de 1977 se determina internarlo en el Hospital Psiquiátrico de La Habana para recibir tratamiento y cuidados adecuados. Allí permaneció hasta su muerte.

Un homenaje póstumo hecho por el artista plástico José Villa Soberón fue la estatua que esculpió en bronce a tamaño natural y que hoy se encuentra en una esquina de la Plaza de San Francisco, frente a la puerta de su Basílica Menor, donde además se guardan sus restos en una cripta del lugar. En los momentos actuales el lugar se encuentra aislado por posible derrumbe de la Basílica por su parte exterior. Si no se priorizan obras de restauración, la estatua peligra y pudiera desaparecer.

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