Una fila de taxis y viejos autos descapotables llenaba hace unos años la explanada frente a la torre de la Plaza de la Revolución, pero la caída de turistas ha hecho caer también las visitas al que una vez fue el punto neurálgico del poder político en esta Isla.
Este miércoles, los guardias mantenían la vigilancia sobre el amplio rectángulo ubicado frente a la estatua de José Martí que el escritor Eliseo Alberto de Diego, Lichi, definió como la más triste que se había hecho nunca. Con su contorno deslavazado, pareciera como si la escultura se hubiera derretido bajo el sol del trópico, mientras observa, con gesto melancólico, la ciudad que se extiende a sus pies.
Para añadir anquilosamiento a la escena, nada se movía en el conjunto, ni siquiera los uniformados. Durante horas, solo una persona subió por la rampa en dirección al Memorial José Martí. El ascenso permite ver desde otra perspectiva el sitio que la mayoría de los cubanos solo han percibido desde abajo, cuando participaron en los actos del Primero de Mayo o cuando se mantuvieron de pie escuchando un larguísimo discurso de Fidel Castro.
El líder que agitaba su dedo índice frente a los micrófonos murió en 2016 y el enclave perdió importancia política
Pero las convocatorias a la Plaza han ido mermando con los años igual que las visitas de extranjeros. El líder que agitaba su dedo índice frente a los micrófonos murió en 2016 y el enclave perdió importancia política, que le han arrebatado otros espacios oficiales como la Tribuna Antiimperialista y, más recientemente, La Piragua, en El Vedado. Este último, con su cercanía al mar y su ubicación al pie de un farallón, permite crear operativos de seguridad más efectivos alrededor de los dirigentes partidistas.
No obstante, a pesar de su deterioro como símbolo revolucionario, la sensación de estar entrando al sancta sanctorum o de asomarse a las tripas de la cúpula cubana no abandona al visitante que emprende el ascenso al Memorial, pasando cerca de los bancos de mármol que tantas veces han albergado las posaderas de los jerarcas del Partido Comunista. Incluso, aunque se sepa que todo el lugar se construyó de la mano de Fulgencio Batista y se llamó inicialmente Plaza Cívica, el sitio es un emblema del castrismo.
El visitante completa la cuesta y se dirige decidido a una pequeña taquilla para adquirir la entrada, motivado por la curiosidad tras leer en la prensa oficial el llamado, casi desesperado, de sus cuidadores a que los visitantes recorran el lugar, el mirador y sus salas de exposiciones transitorias de lunes a sábado de 9:30 de la mañana a 4:00 de la tarde.
Una convocatoria que aprovecharon para aclarar que la entrada al museo cuesta 20 pesos para los cubanos y, tras la Tarea Ordenamiento, los extranjeros también pagan en moneda nacional, por lo que ahora necesitan 150 CUP para atravesar el umbral del museo, menos de un dólar según la tasa informal.
Tras pagar el ticket, y si el visitante lo solicita, un guía le explicará que esa elevación natural donde se construyó la torre, antes era conocida como Loma de los Catalanes, añadirá los pormenores del concurso que llevó a fundir en una construcción dos de los diseños presentados para el certamen y describirá los mármoles que se trajeron desde la actual Isla de la Juventud.
La empleada, dado que la mayoría son mujeres, desgranará detalles, nombres, cifras y fechas, pero evitará mencionar las consignas, al estilo de “¡paredón!” que se corearon en la Plaza bajo el efecto de la histeria colectiva tras la llegada al poder de Castro. Tampoco hablará de los impresentables personajes, figurones de gatillo alegre o líderes autoritarios, que han sido recibidos en el Memorial y, mucho menos, aludirá a las auras tiñosas, habitantes sempiternas de su cima.
Entonces, tras escuchar la perorata, que la guía aprovecha para denigrar la República y ensalzar a Castro, se podrá cruzar el umbral y adentrarse en el peculiar espacio. Repartido en zonas determinadas por la forma de estrella que mantiene la torre desde la base hasta su máxima altura, lo primero que salta a la vista son las paredes con frases del Apóstol. ¡Y qué frases!
“Juntarse, esa es la palabra del mundo”, “el silencio es el pudor de los grandes caracteres” o la políticamente incorrecta “el pueblo que quiera ser libre sea libre en negocios”, son de los 79 pensamientos martianos que se leen en el mural hecho por el pintor y ceramista cubano Enrique Caravia, todos ellos laminados en oro de 22 quilates sobre un fondo azul verdoso.
En los salones, reproducciones de fotos, facsímiles de cartas y objetos personales hacen un recorrido por la existencia de un hombre que solo vivió 42 años. Entre las imágenes de mayor formato que se exponen no podía faltar una de cuerpo entero de Fidel Castro. Una instantánea oscura, que apenas entienden los turistas, donde se le ve con una bandera cubana en la playita de Cajobabo, recordando el desembarco, en aquella costa, de Martí en 1895.
El gesto de Castro, vestido de uniforme verde olivo y porte rígido, desentona con el cálido civismo del hijo de Mariano y Leonor que había acompañado hasta ahí al visitante del Memorial. Con el asta, que el gobernante esgrime como una lanza, parece querer tomar posesión de cada espacio o mención que evoque a Martí. Dejar colocada “la banderilla” de que este es también su museo.
No en balde, una de las exposiciones transitorias en local se titula Las manos de Fidel, que incluye fotos de Alberto Korda y Roberto Chile, además de un cuadro que le hiciera Oswaldo Guayasamín y en el que se le ve más como un santo pintado por El Greco que como el tirano de ceño fruncido que se mantuvo por casi medio siglo en el poder en Cuba sin permitir elecciones libres.
Llega entonces el momento de ascender al mirador. La guía, siempre atenta a los curiosos, los conduce hacia una cima estrecha, con ventanas cubiertas por planchas de acrílico. Allá arriba, desde donde los vehículos que circulan por la avenida Rancho Boyeros se ven diminutos y el Consejo de Estado parece una edificio diseñado para el Tercer Reich, la mujer empieza a dar detalles sobre el tamaño de la edificación, de 142 metros.
Las leyendas urbanas, que no escasean alrededor de la conocida popularmente como la raspadura, aseguran que una normativa prohibió la construcción de cualquier estructura más alta que ella en La Habana. Pero la imponente Torre K, con sus 154 metros, que se ve nítidamente desde los ventanales, deja claro que se trata solo de un bulo, o que el negocio turístico ganó la partida de la altura a la política.
También, desde la cima, se nota más la falta de humanidad de la plaza, sin árboles y con sus imponentes edificios. Se percibe, en un escorzo, el rostro de Ernesto Guevara delineado sobre el tenebroso Ministerio del Interior y al que las fotos oficiales han hecho coincidir, en el mismo cuadro y con alevosía, junto a visitantes extranjeros como Barack Obama o el rey Felipe VI de España.
Tras una mirada, se tiene la impresión de que todo el complejo arquitectónico ha envejecido mal. Mientras el mundo va hacia los espacios públicos más amables para las personas, la aurícula izquierda del poder cubano no es un sitio al que se vaya voluntariamente, donde los amigos se encuentren y las madres paseen a sus bebés en cochecitos. El mármol gris le otorga, además, un tono funerario que se refuerza con la explanada absolutamente vacía.
Un aura tiñosa se posa al otro lado de la ventana. Son aves que se sienten atraídas por las elevaciones y los edificios altos. Carroñeras, no se puede evitar trazar un paralelismo entre la carne putrefacta que les gusta y la decadencia del modelo cubano que la Plaza de la Revolución representa. La guía ni siquiera mira al enorme pájaro, pero apura su parlamento y advierte a los visitantes que es hora de bajar.
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