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“Siempre quedan restos”: un infierno en el Salón de Legrados de Santiago de Cuba

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“Siempre quedan restos”: un infierno en el Salón de Legrados de Santiago de Cuba
“Siempre quedan restos”: un infierno en el Salón de Legrados de Santiago de Cuba

LA HABANA, Cuba. – Todo empezó a las ocho semanas de embarazo cuando me hicieron un ultrasonido. La prueba mostró que el feto no evolucionaba y que iba a abortar espontáneamente. Ya había empezado a sangrar y pregunté si podía esperar a que mi cuerpo lo expulsara naturalmente, pero me dijeron que debían ingresarme. Nadie es capaz de imaginar lo que yo sufrí en el hospital. Ahí dentro te tratan como un pedazo de carne sin alma, porque los primeros desalmados son los propios médicos y enfermeras que, supuestamente, deben cuidarte y atenderte en esa circunstancia de extrema vulnerabilidad en que nos encontrábamos todas.

Las violencias de todo tipo que sufrí y que vi sufrir a mis compañeras realmente merecen un espacio en el debate público. Es necesario que se conozca, que se ponga la mirada sobre la realidad de lo que está sucediendo con el aborto en Cuba, en particular en la provincia de Santiago de Cuba. Aquí, el Salón de Legrados [del Hospital Clínico Quirúrgico Docente “Dr. Juan Bruno Zayas”] es una mafia y una carnicería.

No hay nada que pueda salvar de esa experiencia: el derecho básico a la información se te niega totalmente, porque no te contestan. El derecho a condiciones dignas tampoco lo respetan, lo que no tiene nada que ver con la falta de recursos. El derecho a sentir emociones, como cualquier ser humano ―alivio o, como en mi caso, tristeza― allá dentro no lo puedes expresar. Si te ríes, te dicen: “Niña, ¿tú te piensas que estás en un campismo?”. Si estás recogida o en soledad: “No hay que estar tan pensativa. Había que pensarlo antes”. Si estás triste: “Ay, niña, eso no es nada”. En ningún momento respetan el espacio privado. Y no hay una estrategia para evadir ese abuso psicológico: lo que hagas, lo que digas, lo que pienses, está mal.

Tal vez los cubanos están acostumbrados a esa forma, porque los servicios públicos, en general, no funcionan bien. Pero creo que eso no tiene nada que ver con el hecho de que sea gratuito. En Francia la salud es gratuita también y el personal sanitario no te trata así. La violencia psicológica que sufres ahí dentro no tiene nada que ver con la pobreza.

Nunca dije que era francesa

Yo me llamo Vania*. Soy francesa, nacida y criada en Francia. Llegué a Cuba en 2018 para vivir con mi pareja en El Salao, un barrio periférico de la ciudad de Santiago de Cuba. Tengo sangre cubana porque mi mamá es cubana. Tengo la piel oscura por la mezcla de mi madre mulata y mi padre europeo. Tengo mis papeles en regla también: libreta de abastecimiento y carnet de identidad.

En el hospital nunca dije que era francesa, porque si lo decía me iban a tratar de otra manera o me iban a mandar para la clínica internacional [Clínica Internacional Santiago de Cuba]. A mí me parecía completamente normal atenderme en el hospital como todo el mundo, porque soy residente permanente en Cuba. El haber nacido en Francia, no obstante, me permite tener puntos de comparación reales, y la conclusión que saqué de ahí es que en Cuba el aborto no es para nada un derecho. Es un permiso, pero no un derecho.

El ultrasonido te lo hacen con cinco, seis, diez estudiantes presentes, más el que pase por ahí. La sala se llena y todo el mundo ve lo que está en la pantalla, menos tú, porque una misma no puede ver lo que tiene dentro. No te dicen nada, ni por qué te están dando este medicamento en vez de otro, ni te explican los posibles procedimientos médicos a los que te vas a someter.

Después de un día entero de espera en el cuerpo de guardia de Ginecología y de una noche en la sala de COVID-19, gracias a una cama resuelta por la mamá de un amigo, que es doctora, fue que me ingresaron en el Salón de Legrados. No se podía tener acompañantes por el COVID. Como es un salón de operaciones no hay luz natural, ni siquiera ventanas. El espacio es amplio, pero sucio. No lo aparenta, pero una sabe que no está del todo limpio. Hay marcas discretas en el piso y en las paredes que recuerdan excrementos y sangre seca. Deben serlo. Parece una cápsula maldita de la que no sabes si vas a hallar la salida. Tanta artificialidad sin asepsia te hace sentir literalmente encarcelada. Tampoco nos dejaban usar el teléfono.

A tu cama llegan los terribles alaridos de las otras mujeres a las que les están practicando regulaciones menstruales o legrados sin anestesia, a sangre fría, cosa que no puede hacerse de esa manera, porque la regulación lleva una preparación previa con analgésicos y lidocaína local, y el legrado se realiza con anestesia general. El salón está dividido en tres cuartos, un pasillo y un baño asqueroso en el que nunca hay agua. Dos cuartos tienen camas y el otro es donde se realizan los procedimientos. Desde uno de los dos cuartos, frente al de las intervenciones, puedes observar la escena: una de tus compañeras de piernas abiertas, desnuda en la cama, porque dejan la puerta de par en par. Eres un pedazo de carne lista para ser cortada.

Como llegué después del mediodía al salón, ya estaban en horario de guardia médica. Tuve que pasarme otra tarde con su noche ahí, por gusto. Yo estaba en el cuarto más chiquito, de cuatro camas. Conmigo había una niña de 12 años con discapacidad intelectual, que había sido violada y estaba embarazada de seis semanas. Su mamá estaba con ella. Había logrado venir desde un monte en Contramaestre (un municipio de Santiago de Cuba), pasando mil trabajos con el transporte. Me acuerdo de las fechas gracias a ella, porque había llegado el 23 de julio y nadie la atendió ―debido a que era el fin de semana― antes del lunes 26 aun cuando su hija “era un caso muy complicado”. Ella, sin familia en Santiago, se pasó cuatro días luchando para que aceptaran ingresar a la niña. La enfermera jefa del Salón de Legrados la había dejado afuera todo el martes porque no se aceptaban acompañantes por la COVID-19. No fue sino hasta el miércoles que la pobre mujer pudo entrar y estar con su hija. Algunas enfermeras le daban comida, no todas. No la dejaban tampoco usar el teléfono. Recuerdo la angustia en la mirada de aquella mujer, fija en el piso, como rajándole una grieta con los ojos.

También estaba otra muchacha con la que no hablé casi, y una adolescente de 17 años que había empezado a sangrar por aborto espontáneo, como yo. Había pedido que le cambiaran la sábana y le habían dicho que para qué, si de todas formas la hemorragia continuaría. Durmió empapada en su propia sangre.

El legrado

Tenían que hacerme el legrado el jueves, pero como tengo una condición hematológica de coagulación, hubo que llamar primero al hematólogo. Me dejaron para el viernes. No me acuerdo mucho del jueves, solo que a la niña de 12 años le hicieron el legrado y no se quejó ni “se portó mal”. Todas las enfermeras se pasaron el día diciendo “Quién hubiera dicho que una niña como ella iba a portarse mejor que todas las mujeres que están aquí”, humillando a las que habían tenido intervención el mismo día. El silencio de esa niña violada profundizó un poco más el abismo en que se había tornado la realidad.

El viernes por la mañana me instalaron en el cuarto de operaciones. El ginecólogo jefe, Dr. Horacio*, era el que estaba y el que supuestamente tenía que hacerme la intervención. Pero había otro del Hospital Materno Norte y Horacio le dijo que lo hiciera él. Me subí la bata sucia que te obligan a ponerte lo suficiente como para que el médico pudiera hacer su trabajo, y la última visión que tuve antes de que me pusieran la anestesia fue alguien pasando cerca de mí, levantándome con violencia aún más la bata, hasta las tetas. Por supuesto, la puerta estaba abierta.

La anestesia fue horrible, nadie te prepara ni te aconseja sobre los efectos que deja. Me desperté en un estado espantoso, boca abajo, con el culo al aire. El camillero te tira como le da la gana. Yo lo había visto hacer con otras chicas y me había quedado horrorizada. Cuando desperté ya era la 1:00 de la tarde y nadie estaba para trabajar. La enfermera jefa me puso la bandeja de comida al lado y me dijo: “No puedes comer hasta dentro de dos horas que se te quite el efecto de la anestesia”. Le pregunté que por qué entonces me ponía la comida delante. No le hice caso. Puede parecer insignificante, pero para mí era como estar en una cárcel donde gozan torturándote con cualquier cosa.

(Ilustración: Mary Esther Lemus)

A la hora, cuando ya me había recuperado un poco, la enfermera volvió y me indicó que ya podía irme. “Y procura resolver un anticonceptivo, que no quiero volver a verte la semana que viene”, me dijo. Yo llevaba cuatro días allí. Ella, la enfermera, había leído varias veces mi historia clínica y debía saber que yo no estaba ahí por voluntad propia. Pero luego me di cuenta de que ella despedía a todas de esa manera. Me soltaron sin que viniera a verme ningún ginecólogo para explicarme nada, ni siquiera me dieron un papel de alta médica. Leo*, mi novio, que estaba allí para recogerme, me dijo que no cogiera lucha y nos fuimos de ahí lo más rápido posible.

Salí de ese hospital como quien sale del infierno. Porque lo más terrible son los gritos: te despiertan a gritos a las 5:00 a.m. para hacer el cambio de turno, para cambiarte de cama, así por gusto. Toda la mañana escuchas los gritos de las que pasan por los procedimientos. Y el maltrato y la humillación constantes. Yo estaba traumatizada.

Al tercer día en la casa empecé a oler muy mal. Era lunes. Olía a cadáver. Llamé a la madre de mi amigo, quien me había ayudado desde el inicio, y me dijo que eso era una infección, que tenía que virar para el hospital. Una vez en allí, me atendió ella, que es radióloga, y me llevó para Radiología a hacerme un ultrasonido. Este fue el último que pude ver.

Me dijeron que había que repetir el legrado, que tenía muchos restos. Se me derrumbó el mundo. Fuimos para el cuerpo de guardia de Ginecología a enseñar el ultrasonido y, efectivamente, me mandaron a ingresar. Salió Horacio y vio el ultrasonido. Ahí me enfadé, porque me dijo que si él lo hubiera hecho no hubiera habido problemas, cuando fue él mismo quien decidió no hacérmelo. Le dije que yo estaba pasando por algo muy difícil porque en mi caso había perdido la barriga. No me tomó en serio, me dijo que eso de repetir el legrado era muy común, y en ese momento rompí a llorar. Me despreció más todavía, en ningún momento se sentó a explicarme para hacerme sentir más segura, lo cual es el deber ético de un médico. Se fue y ya.

De nuevo el día entero esperando, sin comer, hasta que por la noche me ingresaron. Leo me acompañó para decirle a la enfermera jefa que tenía que tratarme mejor que la primera vez, y ella delante de él se hizo la simpática. En cuanto tuvo que irse Leo y ella cerró la puerta, me dijo: “Yo tú le dejaría el teléfono al novio, que aquí se pierden”. Era una amenaza disfrazada para que me diera miedo y no lo usara.

El segundo ingreso

Las batas que dan son para amamantar, con un hueco en el pecho. Tienes que pasarte el día entero con la mano ahí para que no se te vean las tetas, porque no nos autorizaban a quedarnos con ajustadores. No nos explicaron por qué. Una está desnuda, con esa bata abierta y a mí, encima, me dieron una inmensa que no había forma de cerrar. Le pedí a la enfermera que me la cambiara y me dijo que más tarde. Fue al día siguiente que me dieron otra bata.

Me tocó de nuevo estar en el cuarto de las cuatro camas. Me tapé con la sábana y no hablé con nadie. Yo sabía que la enfermera me iba a seguir maltratando porque, además, como yo no me quedaba callada ni seguía sus órdenes absurdas, ella me tenía como la rebelde. Nunca en mi vida me había sentido tan insignificante, tan desposeída de todo. Me pasé toda esa primera noche debajo de la sábana mirando en mi teléfono las fotos de las personas que me importan, para reunir fuerzas. Toda la madrugada estuve escuchando meditaciones. Me adentré en una burbuja de desconexión y protección.

Por la mañana me tocaba el segundo legrado. Esta vez no me dejaron para el final, fui como la tercera en pasar por el salón. Estaba Horacio solo. Me acosté en la cama, él se instaló frente a mí y comenzó a introducirme el espéculo. Le pregunté dónde estaba la anestesióloga y me dijo “Tranquila, llega en cinco minutos”, sin levantar los ojos. Por supuesto entendí que era mentira y le dije que no me hiciera nada antes de que llegara. Me miró amenazante, y me dijo: “Tú no eres la única aquí, me estás haciendo perder el tiempo”. Yo le contesté que tenía derecho a la anestesia y cerré las piernas. Él, enfadado, me mandó a salir del salón.

A pesar de lo violento de este ingreso, mucho más que el primero, al cabo de un tiempo le agradecí al destino, a la vida, haberme hecho pasar por eso. Porque gracias a este segundo ingreso me enteré de cómo funciona verdaderamente el Salón de Legrado en Santiago de Cuba. Además, como yo tenía infección me dejaron ingresada cinco días más, porque me tocaba un ciclo de antibióticos intravenoso. En total fueron como 10 días entre el primer y el segundo ingreso.

Salí del salón con la convicción de que no sufriría una segunda vez sin anestesia. Regresé al pasillito donde estaban las demás muchachas esperando por una regulación, las pastillas de misoprostol o el legrado. Ellas me miraron asombradas, sin entender lo que estaba pasando. Horacio llamó en ese momento a cuatro o cinco chicas. En silencio todas escuchamos los gritos desgarradores de la primera. Impotentes, paralizadas, mirando fijo a la nada esperábamos el turno, con el terror ahogado de quien sabe que le espera la tortura. La segunda, más gritos de dolor. La tercera, la cuarta, pensábamos que se morían. Y todas escuchando cómo las demás atravesaban aquel matadero despiadado.

Luego de que ya pasara todo, pude relajarme un poco física y mentalmente. Me sentí mejor de los efectos de la anestesia en esta ocasión, porque ya estaba preparada. Y, sobre todo, no me apuré en despertarme, al contrario, hice lo posible por quedarme dormida para no tener que reconectar con la realidad. Escuchaba a la jefa de las enfermeras gritando “Vania, Vania. No se despierta”, pero no le hice caso. Salí de ese estado como a las 3:00 de la tarde.

Me dolía todo y estaba muy cansada. Ahí comencé el ciclo de antibióticos. Sentí vértigos y dolor de cabeza, y fui a decírselo a la enfermera. Me dijo: “¿De qué te duele la cabeza? ¿De estar acostada?”. Entonces la increpé: “¿Para qué tengo que quedarme ingresada si no me van a atender?”. Ni siquiera me miró.

Esta vez, como me iba a quedar más tiempo decidí socializar mejor con mis compañeras. Ahí fue que entendí por qué solo había adolescentes. Es porque, debido a la COVID-19 y la falta de medicamentos, solo se les está dando consulta a las que tienen menos de 20 años [1] . Además de que, en este momento, es casi imposible resolver los análisis previos que pide la consulta de aborto, y muchas no logran abortar porque se les pasa el tiempo por estas demoras. Fue una muchacha de 22 años quien me explicó todo esto. A ella le habían negado la consulta de aborto, pero como había sido “Camilito”, es decir, egresada de la Escuela Militar “Camilo Cienfuegos” y trabajaba para los militares del puerto de Santiago, la colaron. Había también mujeres mayores que estaban por fibromas. Como supuestamente no hay medicamentos para operarlas, les van picando pedazos de fibroma a sangre fría.

Cuando esté expulsado me llaman

El mismo día de mi segundo legrado, como a las 6:00 de la tarde, una de las adolescentes llamada Karla, de 15 años y que estaba embarazada de cinco meses empezó a tener contracciones. [El especialista de] Genética había mandado a frenar el embarazo por malformaciones. En vez de organizar un parto asistido (en Francia, por ejemplo, a los cinco meses es eso lo que se hace), le pusieron las pastillas para abortar por la mañana y, a esa hora de la tarde, fue que empezó con las contracciones. Ella estaba en el cuarto grande de seis camas. Sobre esa hora se escuchó agitación y fuimos para allá las cuatro de mi cuarto. Vimos que todas las demás estaban alrededor de Karla, adolorida, aguantándose la barriga. Algunas estaban filmando con los celulares. En ese momento llamé a la enfermera de guardia, y me dijo: “Cuando esté expulsado, me llaman”. Entendí que aquella mujer no iba a hacer nada, ella estaba en su buró, llenando papeles, entretenida en cualquier cosa.

La muchacha de 22 años y yo asistimos a Karla. Le pedí a las demás que salieran, porque la escena era insoportable. Le dije a Karla que no estaba sola, que yo la iba a ayudar. Me senté en una cama y ella de espaldas pegada a mi cuerpo, mientras yo la sostenía y la abrazaba abrió las piernas, con la cuña en el piso.

El feto salió muy rápido, en 10 minutos. Cayó en la cuña, entero, grande. Traía los órganos internos fuera del abdomen. Cuando cayó se empezó a mover. Ella me gritaba, llorando: “¡Se está moviendo! ¡Se está moviendo!”.

Nadie le había dicho que quizá iba a salir vivo. Fue muy duro. Karla en ese momento se dejó caer al piso. Yo estuve con ella todo el tiempo, consolándola, diciéndole que ya lo más difícil lo había hecho, que no estaba sola. Como a los cinco minutos el feto dejó de moverse. La muchacha “Camilito” entonces llamó a la enfermera. Ni siquiera nos miró, vio la cuña y dijo “Falta la placenta”, y se fue.

Yo me sentía en un estado de asistencia a persona en peligro. Esa niña estaba fría, amarilla, violeta. Temblaba. Yo pensaba que se me iba a morir entre los brazos. El instinto de supervivencia animal era el que hablaba en ese momento. Ya me había olvidado que estábamos en un hospital, y que había una enfermera cuyo trabajo era precisamente encargarse de todo esto. En mi mente estábamos en la selva. La placenta se demoró una eternidad en salir. Karla, desmayándose. Yo, dándole agua. Fue infinita la espera.

En algún momento ella recuperó un poco de fuerzas y se incorporó. Ahí salió la placenta. Fue impresionante, porque no sabíamos que era tan grande. Y además se quedó colgando de ella, no cayó en la cuña. Llamamos a la enfermera de nuevo. Esta simplemente le pasó el dedo y cayó la placenta. Cuando yo vi con qué precisión la enfermera pasó el dedo, entendí que no es que sean incapaces o no tengan formación, es que deciden no hacer nada. Me di cuenta de que, si esa mujer se hubiera tomado la molestia de hacer su trabajo, Karla no hubiera tenido que pasar por tanto sufrimiento.

Lo estoy contando como una película, porque se me quedó grabado profundamente la profesionalidad en el gesto de la enfermera, la exactitud al pasar el dedo. No nos miró. Se llevó la cuña y ni siquiera le preguntó a la chica cómo se sentía. Luego la acosté, le di agua y un poco de comida. Llamé a su mamá y le conté.

Al salir del cuarto de Karla sentí mi mente vacía. Tenía mucha adrenalina también. Ya no me dolía el cuerpo. Estaba anestesiada. Me recogí en mi cama y di gracias por ese segundo ingreso, porque me permitió estar ahí para ayudar. Esa noche no dormí, no podía dejar de pensar en lo ocurrido. Pero ya no sentía enfado, ni siquiera indignación. Era algo más profundo, más intenso, más vital. También resignación: esta es la realidad, así es como se nos trata en este país. Y en medio de toda esa angustia, al menos pude acompañar a una hermana.

Al día siguiente, por la mañana, Karla me tocó el brazo. Era su forma de decirme “gracias”. Me di cuenta que ella misma estaba sorprendida de mi actitud, y que para ella la sororidad no era algo común. Esa falta de contención la noté en todas. Empecé a hablar más con ellas. Todos los días había muchachas nuevas y Karla les contaba lo sucedido. Eso fomentó el diálogo acerca de lo que estábamos viviendo.

Muchas se han hecho el “chupachupa”, como le dicen a la regulación menstrual, varias veces, y salen con una máscara de insensibilidad, de que nada les afecta. Pero la noche que duermen ahí están vulnerables, llorando, adoloridas. Los “chupachupas” siempre son a sangre fría. Cuando salen del hospital, la mayoría no habla con nadie sobre este tipo de experiencias. Tratan de olvidar lo sucedido, por eso el que no lo ha visto con sus propios ojos piensa que se lo toman como un método anticonceptivo. Es mentira. Todas estaban suplicándole a las enfermeras un DIU o unas pastillas. Ninguna quería salir sin anticonceptivo del hospital. Y las enfermeras les contestaban: “Ay, mija, ¿pero tú no sabes que aquí no hay medicamentos? Resuélvetelo tú”.

Esta experiencia fortaleció mi feminismo, lo profundizó. Porque desde que una nace vive las discriminaciones, las desigualdades, el acoso constante, las intimidaciones. La violencia ginecobstétrica es muy fuerte y muy dura, sistematizada, igual para todas, y tan normalizada. En Francia, por ejemplo, claro que también hay médicos falta de respeto y descarados, pero son algunos, no es todo el personal médico. En este caso la violencia es estructural. Hay que refundar desde los cimientos el sistema de salud cubano: formación ética con perspectiva de género para los estudiantes de Medicina, Enfermería, para el personal de salud en general.

Siempre quedan restos

La noche siguiente, una muchacha de 17 años que estaba en la cama junto a la mía, y a la cual le habían puesto pastillas por la mañana, empezó a sangrar. Al cabo de cierto tiempo soltó algo en la cuña. Me dijo: “Mira a ver, ¿tú crees que ya es eso?”. Un pequeño bulto sanguinolento había caído en la cuña. Y sí, lo parecía, pero yo no sabía con seguridad. Y ella supercontenta, aliviada, me dijo: “Ya salí de eso, no voy a tener que pasar por el legrado”.

Por otro lado, yo escuchaba a las muchachitas hablando entre ellas, y todas decían: “¿Cómo puede ser que las pastillas no funcionen? ¿Tú estás segura de que te pusieron la cantidad que tenían que ponerte? Porque normalmente son dos comprimidos vaginales o pastillas orales al mismo tiempo cada cuatro o seis horas el primer y el segundo día”. Entendí que lo que estaban haciendo era ponerles una sola pastilla y, si por la noche no habían expulsado el embrión las pasaban por regulación o por legrado. Todas lo hablaban: “Yo sentí que no me puso dos, me puso una sola”.

No hay necesidad de repetir los procedimientos dos veces. Eso sucede por el mal trabajo, el maltrato y el descuido por parte del personal de salud. Había otra muchacha que se había hecho una regulación hacía una semana, y tuvo que volver porque tenía restos. Eso le pasó porque le pusieron la mitad de las pastillas. Al final tuvo que pasar por el legrado.

Otra se había hecho una regulación hacía un montón de días. Esa logró colarse porque conocía a alguien en el hospital. Ya no era adolescente y tenía tres hijos. Exigió que le hicieran un legrado y no que le pusieran las pastillas, pero como tenía un carácter fuerte la trataron muy mal. Te tratan peor cuando ejerces tus derechos. Esa muchacha llegó como a las 12:00 del mediodía; fue al final de mi ingreso. A lo largo de ese día le dijeron varias veces que le iban a realizar el legrado, y que no podía comer porque el procedimiento había que hacerlo en ayunas. Se lo hicieron finalmente a la 1:00 de la mañana. Se había pasado todo el día sin comer y sin tomar agua. Y, para colmo, se lo hicieron mal. En el ultrasonido vieron que aún tenía restos, y tuvo que hacerse otro legrado. O sea, pasó por una regulación y dos legrados.

Otra jovencita estaba ahí porque su mamá trabajaba en el hospital. La madre pagó 1.600 pesos por pastilla y otros 3.000 [2] por el legrado, porque no había funcionado la primera vez, según nos contó. Ella, en confianza conmigo y las demás muchachas en el cuarto nos confesó que en realidad tenía 21 años. Esa era la forma en que su mamá había podido “resolver”: pagando.

Al día siguiente nos subieron a todas al piso donde se realizan los ultrasonidos. Una vez más no me lo quisieron enseñar. Me molesté y les dije que yo no iba a venir una tercera vez, ¡era mi derecho ver mi propio ultrasonido para estar segura de que todo había salido bien! La doctora que hizo la ecografía, una mujer de más de 50 años, profesional, profesora titular incluso, y que ya me conocía porque me había visto miles de veces, me dijo: “Mira, no es en contra tuya, pero yo no quiero buscarme problemas, y Horacio nos tiene advertido que ustedes no pueden ver los ultrasonidos. Después yo le mando el reporte y él es quien decide si les da el alta o no. Ya yo he tenido problemas con él y no quiero meterme más en esto”. Le estaba encubriendo su mala praxis.

De esta manera yo entendí que todo el mundo en ese hospital conoce de los malos procederes. Los legrados los hacen mal. En vez de 10 minutos los terminan en cinco. Siempre quedan restos. No es una excepción lo que me pasó. Y eso no es normal, porque tanto el legrado como la regulación menstrual o las pastillas, son métodos comprobados que funcionan, y no tienen que repetirse. Con una sola vez ya es suficiente.

Ya sabes lo que es ser cubana de verdad

Cuando regresé a Francia me atendí con un ginecólogo para hacer seguimiento. Al contar a los médicos lo que viví, pensaron que yo había tenido dos embarazos. Se quedaron fríos cuando expliqué que entre un legrado y otro habían pasado tres días de diferencia. Los especialistas me confirmaron que la única explicación es que no lo hacen bien.

Cuando salí de todo, pude empezar a reaccionar a lo que había vivido y relatar a algunas personas mi experiencia. Los cubanos, sobre todo las mujeres, me decían: “Ay, pero eso es lo habitual. Ya sabes lo que es ser cubana de verdad, porque ya pasaste por un hospital en Cuba”. Esa insensibilidad de la gente, que ni siquiera es capaz de reconocer las violencias que vive a diario no me brindó ninguna contención. Me decían: “Ay, Vania, no hables más de lo mismo, ya saliste de eso y dale gracias a Dios que saliste con salud”. Nadie me dijo: “Cojones, qué duro lo que viviste”. Al menos un “cojones”. Me di cuenta de cuán arraigado y sistematizado está el problema. Y que no es solamente en la consulta de legrado, sino en todas las especialidades médicas y a nivel nacional, en toda la Isla.

Me duele el pueblo cubano, que vive tan enajenado de su propia realidad. No tiene las herramientas psicológicas o emocionales para poder luchar contra estas cosas, sumado a la falta de conocimientos y la desinformación. Cuando uno dice “Ya pasó” no está luchando; está tapando, ocultando, olvidando. Y los médicos, las enfermeras, los camilleros lo saben. Todo el mundo lo sabe perfectamente.

*Los nombres reales de las personas involucradas en estos hechos han sido cambiados para proteger su derecho a la privacidad.

**El jueves 11 de julio CubaNet solicitó comentarios vía correo electrónico al Hospital Clínico Quirúrgico Docente “Dr. Juan Bruno Zayas”; a las direcciones municipal y provincial de Salud Pública de Santiago de Cuba; al Dr. Fernando Rodríguez Torres, director de Salud Pública Municipal de Santiago de Cuba; y a la Oficina de Atención a la Población de la Dirección Municipal de Salud de Santiago de Cuba. Siete días después, al momento de publicar este testimonio, ninguno de los correos electrónicos había sido respondido.


[1] Según fuentes legales consultadas por la periodista, en las instituciones de Salud Pública de la provincia de Santiago de Cuba no hay una resolución o normativa concreta que regule el acceso a la consulta de aborto exclusivamente para personas menores de 20 años. Lo que sí existe, según dichas fuentes, es una indicación verbal explícita que sustenta lo anterior bajo el argumento de la baja natalidad y el interés por parte de las autoridades del Estado de fomentar la procreación.

[2] Al momento de publicar este testimonio, la periodista pudo comprobar mediante fuentes confidenciales que los precios a los que hace referencia la testimoniante han aumentado exponencialmente hasta los 10.000 pesos cubanos (50 USD, aproximadamente) y que continúan ascendiendo casi a diario.

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