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Sesenta años sin Lecuona, el más grande compositor cubano

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Sesenta años sin Lecuona, el más grande compositor cubano
Sesenta años sin Lecuona, el más grande compositor cubano

LA HABANA, Cuba. — Acaban de cumplirse sesenta años de la muerte, el 29 de noviembre de 1963, de Ernesto Lecuona, el más grande de los pianistas que ha dado Cuba.

La circunstancia de que Lecuona, en 1960, a  menos de un año del triunfo de la revolución de Fidel Castro, espantado por el rumbo dictatorial y sovietizante que tomaba su gobierno, se fuera al exilio en los Estados Unidos, y su petición expresa de que sus restos mortales no regresaran a Cuba mientras imperara el régimen castrista, es la explicación de por qué los mezquinos  decisores de la cultura oficial, esos que administran roñosamente el arte y la cultura como si fuera el garito-cantina de un campamento militar, no le han dado al más universal de los compositores cubanos la relevancia que merecería.

No lo proscribieron, no lo denigran y no han podido soslayarlo, como a Celia Cruz, Olga Guillot y otros artistas exiliados, pero poco faltó. Tal es así que en el Diccionario de la Música Cubana, de Helio Orovio, publicado en 1980 por la Editorial Letras Cubanas, a  Lecuona le dedicaban muchísimo menos espacio que a Silvio Rodríguez, a quien consagraron una página entera y otra con su foto.

Ernesto Lecuona, nacido en 1895, un virtuoso del piano, fue de los primeros en cruzar el muro entre la llamada música culta y la popular: lo mismo tocaba acompañado por una orquesta sinfónica que por los Lecuona Cuban Boys.

Sumamente prolífico y versátil, compuso 406 canciones, 53 obras para el teatro lírico, más de 100 piezas para piano y 35 para orquesta, y la música para cinco ballets y doce películas.

Para los castristas, Lecuona y su música encarnaban el arte burgués de la República. Hizo bien Lecuona al escapar a tiempo del manicomio-campamento en que el castrismo convirtió a Cuba. Seguramente sentiría mucha nostalgia por la patria, pero en Tampa primero, y luego en Tenerife, Canarias, donde lo sorprendió la muerte, pudo vivir sus últimos años libre, sin que lo molestasen y sin saber lo que es la rabia impotente por tener que simular.

Imagínense cómo las hubiese pasado un artista de su talento y sensibilidad lidiando con los cafres comisarios de la cultura oficial. Cuantos encontronazos habría tenido cuando los mediocres burócratas de una empresa artística lo sometieran a evaluaciones a él, que se enorgullecía de haber estudiado con Maurice Ravel y Joaquín Nin, de quienes los susodichos burócratas no tendrían ni la más puñetera idea de quiénes fueron; o cuando se negara rotundamente a componer, por encargo de algún jefazo comunista, o incluso del mismísimo Máximo Líder, himnos, marchas y cancioncillas laudatorias para las conmemoraciones del calendario castrista.

¿Se imaginan la cara de Lecuona cuando le reprocharan su pasado burgués y le pidieran, para que se reivindicara, que compusiera una zarzuela con romanzas que tuviesen la construcción de la sociedad socialista como tema?

Siendo homosexual, si hubiese estado todavía en el mundo de los vivos en los años sesenta y setenta, ¿habría podido arreglárselas Lecuona frente a la homofobia de estado de los mandamases? Durante el Quinquenio Gris, lo habrían parametrado, conforme a la Resolución 3, para que no contaminara con su “patología social” a las nuevas generaciones. ¿Pueden imaginarlo implorando, como hicieron otros, la protección de Celia Sánchez, de Haydée Santamaría en Casa de las Américas o de Alfredo Guevara en el ICAIC?

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