Dos comunistas están en la Plaza Roja y contemplan la momia de Lenin, todavía fresca. A los pies del muerto, una procesión de campesinos mugrientos lo venera. Un hombre le dice al otro: “Supongo que amas a Lenin”. El otro asiente (ambos habían conocido de cerca a Vladímir Uliánov). “Siendo así”, continúa, “¿por qué no buscamos dos latas de gasolina y quemamos esta barraca con el tótem dentro?”. El otro se pone pálido, empieza a temblar y le recomienda a su camarada que deponga las ideas incendiaras, no hable más del asunto y si es posible abandone inmediatamente el país.
Uno de los hombres –el bromista– es Ignazio Silone, fundador del Partido Comunista italiano y entonces creyente a prueba de balas. El otro, Lazar Schatzky, líder de las juventudes comunistas rusas, fue perseguido por Stalin y acabó fusilado en 1937. Supongamos que el chiste tiene una moraleja y que la moraleja está unas páginas después, en boca del propio Silone: “Es muy importante para juzgar a un régimen saber de qué se ríe”.
Como el italiano, otros cinco grandes escritores fueron comunistas y vivieron para contarlo en El dios que fracasó, un libro de 1949 que Moscú prohibió y que ahora rescata Ladera Norte en España. Reunido por el parlamentario británico Richard Crossman, el volumen contiene los testimonios de Arthur Koestler, Stephen Spender, Louis Fischer, Richard Wright, André Gide y Silone.
Solo en un puñado de países El dios que fracasó no es un documento histórico sino un manual de instrucciones. Cuba es uno de esos países. Las historias de los seis autores, que hablan del comunismo como una religión de la que renegaron o una droga que casi los destruye, adquiere en la Isla el peso de lo familiar. Es droga porque fabrica adictos; es religión porque ofrece vida eterna, exige obediencia y no entrega nada. No importa cuánto tiempo pase.
La idea del libro partió de una conversación entre Crossman y Koestler. El tema: la incomprensión, harto conocida, entre los que escapan del comunismo y quienes lo admiran desde las democracias occidentales. “O no puedes o no quieres entender”, fue el diagnóstico de Koestler antes de desencadenar los recuerdos de juventud que lo llevaron a afiliarse al partido y, siete años después, a abandonarlo. ¿Por qué se hace comunista un intelectual, cuando el régimen siempre desconfía de escritores, artistas o filósofos? La respuesta de Koestler tiene que ver con la fe, no con la razón. Fe en que una doctrina política puede cambiar la realidad y terminar con la injusticia del mundo, y con la que era fácil entusiasmarse tras el triunfo de Lenin en 1917.
“Toda fe verdadera es intransigente, radical, purista”, advierte Koestler. “La utopía del revolucionario, que en apariencia representa una ruptura total con el pasado, siempre está modelada a partir de alguna imagen del Paraíso perdido, de una legendaria Edad de Oro”. La rebelión es la única manera de volver a creer en la mitología cuando uno vive en “una sociedad en desintegración sedienta de fe”.
Por otra parte están la intriga y la clandestinidad, las identidades falsas, el espionaje, los panfletos y las contraseñas, todo lo que conforma –y la expresión de Koestler es una joya– “el mundo mental del drogadicto”, difícil de explicar a los no iniciados. En la fase de letargo, cuando ya se abandonó todo optimismo y solo queda el acatamiento, viene la mentira necesaria, la mentira que se quiere creer y que endulza, con poco éxito, el fracaso.
“Los que han muerto, los que agonizan en las cárceles, ¿se han sacrificado por eso?”
Silone, hombre de mil relatos, recuerda un momento de epifanía en que se quedó encerrado con un grupo de comunistas perseguidos por los fascistas: un falso pintor, un falso turista, un falso dentista, un falso arquitecto y una falsa joven alemana. La “larga e incomprensible” historia que Silone cuenta esa noche acaba siendo amarga y empieza con las injusticias que presenció en su infancia. La madurez y la búsqueda de libertad lo llevaron a las ideas comunistas, y se desencantó de ellas ante los trucos de Stalin para hacer valer su voluntad. En Moscú, una noche, se hizo una pregunta: “Los que han muerto, los que agonizan en las cárceles, ¿se han sacrificado por eso? Las vidas errabundas, solitarias y peligrosas que nosotros mismos llevamos, extranjeros en nuestros propios países, ¿son para esto?”.
Richard Wright, escritor estadounidense y negro, fue invitado a conocer a los comunistas blancos de Chicago. Su primera reacción fue la sospecha, pero decidió ir. Después de la etapa de idilio, descubrió las facciones, las luchas de poder y la crispación de los miembros del partido. A pesar de ganarse la vida barriendo calles, recibió el dictamen de un “camarada”: “Llevamos un registro de los problemas que hemos tenido con los intelectuales en el pasado. Se estima que sólo el 13% de ellos permanecen en el partido”.
“Llevamos un registro de los problemas que hemos tenido con los intelectuales en el pasado. Se estima que sólo el 13% de ellos permanecen en el partido”
En el caso de Gide, quizás el escritor más conocido –junto a Koestler– del libro, su testimonio, extracto de su célebre Regreso de la URSS de 1937, fue uno de los pioneros en desmantelar la fama soviética en Occidente. Su viaje a Moscú le abrió los ojos. Mientras las recepciones oficiales y los banquetes estaban diseñados para “tentarlo” y que hablara bien de Rusia, la gente pasaba hambre y no sobrevivía al frío. El Estado, anotó en su diario, explotaba a los obreros “de una forma tan sutil y retorcida que ya no saben a quién culpar de su situación”. La conclusión no le dejó muchos amigos en Moscú: “Dudo mucho que haya otro país en el mundo, incluida la Alemania de Hitler, que haya esclavizado más la inteligencia y el espíritu y que haya aterrorizado más al pueblo que la Unión Soviética”.
Cierran el libro el estadounidense Louis Fischer, que fue biógrafo de Lenin, y Stephen Spender, que se decepcionó del comunismo tras el pacto Ribbentrop-Mólotov en 1939. El primero explora la culpa que se inculca a los militantes (“¿Cómo podías quejarte de la escasez de patatas cuando estabas construyendo el socialismo”); el segundo dejó de creer pronto en la “pureza poética” que prometía Moscú.
Hace pocos años, un grupo de estudiantes universitarios –algunos amigos, incluso– pensó que podía reclamar la herencia del comunismo jurásico que había entusiasmado a Gide y luego a Sartre y compañía. Veneraban a Trotsky y a Rosa Luxemburgo, y se daban el lujo de idolatrar a Fidel Castro –su gran talismán cuando aparecían los problemas–, lo cual decía mucho de su estado mental. Odiaban a Granma y a los comunistas oficiales, empezando por Díaz-Canel, y fueron languideciendo, entre consejos disciplinarios y llamadas al orden. Fue en ellos –a quienes recuerdo andrajosos, fumadores y espectrales– en quienes primero pensé al leer este libro, que les sirve de epitafio. Su dios, además de fracasar, come fracaso.
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