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“No puedo regresar a un sitio donde le están haciendo daño a mi gente”

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“No puedo regresar a un sitio donde le están haciendo daño a mi gente”

MIAMI, Estados Unidos. – Conocí a Teresa Fernández Soneira hace algunos años durante una de las ferias del libro de Miami en la cual ambos estábamos invitados con algunos de nuestros títulos. Desde entonces siempre hemos colaborado sobre los temas de la historia de Cuba que a ambos nos han interesado desde siempre. Reseñé algunas de sus obras y durante todos estos años estuve siempre al tanto del devenir de la comunidad católica de Miami gracias a los correos que me enviaba con frecuencia.

Nos dimos cita en esta época navideña en la Ermita de la Caridad de Miami, de la que Teresa es asidua feligresa. En el Salón Félix Varela, con vista hacia la bahía de Biscayne, tuvo lugar esta entrevista. Y como ha sucedido con muchos de mis entrevistados descubrí facetas de ellos completamente desconocidas para mí.

―Cuéntanos sobre tus orígenes familiares.

―Tengo sangre gallega por los cuatro costados. Mi padre, Antonio Fernández Fernández, nació en Cuba, pero mis abuelos paternos eran de Monforte de Lemos y Orense, respectivamente. Mi abuelo Manuel Fernández se había ido a Cuba a los 12 años de edad para trabajar en un cafetal de Oriente, con una identidad falsa, huyendo de la guerra de Marruecos para que no lo llamaran a combatir. Mis dos abuelos paternos, Manuel Fernández Losada y Rogelia Fernández Santalices, eran fotógrafos y tenían el estudio en la calle Cuba y luego en la Inquisidor. Mi abuela era una mujer emancipada, siempre trabajó, sobre todo después de enviudar joven de mi abuelo, y se hizo cargo del estudio fotográfico. 

Por parte de mi madre, Teresa Soneira González, mis abuelos eran de Santiago de Compostela. Mi madre había estudiado Farmacia. Mi abuelo Soneira había emigrado a Cuba de 13 años en 1903, así que estrenó la República. Trabajaba para un tío que ya se había establecido en La Habana años antes y tenía varios negocios, entre ellos una carnicería. Allí fue mi abuelo a trabajar junto con su hermano José. Después de varios años regresó a España, conoció a mi abuela en una romería, y regresó a Cuba casado y con mi abuela embarazada de mi mamá. Mi madre estudió Farmacia, pero al casarse con mi padre, se dedicó a las labores del hogar. 

Mis padres se conocieron en las filas de la Acción Católica Cubana en La Habana. Esperaron seis años para casarse porque, aunque mi padre era técnico de radio y televisión esperó a estabilizarse en el negocio para poder contraer matrimonio. Además, estaba la Segunda Guerra Mundial en su apogeo, y no era el momento adecuado ya que, en Cuba, según me dijo mi madre, escaseaban mucho las cosas y otros artículos permanecían congelados en la aduana. Había estudiado en Estados Unidos y abierto su propio negocio en la calle San Rafael, en Centro Habana, y luego en la Inquisidor. Incluso, era el representante de la firma Majestic en la capital y tenía el contrato para todas las antenas del edificio Focsa, para donde nos mudamos en 1956.

Los padres de la entrevistada la cargan justo el día que nació, el 22 julio 1947
Los padres de la entrevistada la cargan justo el día que nació, el 22 julio 1947 (Foto: Cortesía)
La entrevistada y sus padres en La Habana c. 1953 (Foto: Cortesía)

―¿Cómo transcurrió tu infancia?

―Muy feliz. Compartí con mis cuatro abuelos gallegos y con mis tíos. Nací en 1947, cuando todavía mis padres vivían en la calle San José, en Centro Habana. Luego nos mudamos a la Loma del Chaple, en La Víbora, en donde vivimos unos cinco años. Como estaba estudiando en el Colegio del Apostolado, que quedaba en Paseo y 21, en el barrio de El Vedado, el autobús del colegio me recogía y traía, pero el trayecto era muy largo y siempre era la última a la que dejaban en casa. Esa fue la razón por la que nos mudamos para El Vedado, primero en la calle 17, donde vivimos en 1955 y luego, como ya dije, para el Focsa. 

―Siempre has tenido presente tu colegio del Apostolado y escrito incluso sobre él. ¿Qué nos puedes contar sobre este?

―Es un colegio al que le tengo mucho cariño, y en él se cursaba desde el kínder hasta el bachillerato. Había sido el único fundado por una congregación de monjas cubanas, en 1892. Hasta el primer grado era mixto, pero después solo cursaban niñas. Mi mamá estudió en el colegio y se graduó allí. Me decía que había visto poner la primera piedra del colegio de El Vedado en la década de 1930. Cuando tenía siete años la familia materna se mudó definitivamente para Galicia, ya que mi abuelo había guardado dinero y se fue retirado para España. Pero cinco años más tarde estalló la Guerra Civil Española, y tuvieron que dejar Santiago de Compostela y regresar a Cuba. Mi madre me contaba cómo había visto camiones llenos de niños pequeños que se los llevaban para Rusia. Tuvieron mucha suerte que pudieron volver. Ya de regreso en La Habana, la matricularon en el Apostolado.

Tuve en el Apostolado a muy buenas maestras. Había profesoras monjas, pero también laicas como las de Música, Inglés, Matemáticas y Educación Física. Recuerdo en particular a la madre María Teresa Azcona, que era de padres asturianos y había sido madre general. También a la madre María Teresa Iribarren, vasca, estricta pero muy cariñosa. Estando ya en el exilio vino a Miami y nos visitó. Y también recuerdo con mucho cariño a la última madre general del colegio de El Vedado, que era cubana, la madre Esther Diago. En un viaje que hice con mis padres a Puerto Rico en la década de 1970, recuerdo haberla visitado en la casa de las madres retiradas en Ponce. Ya estaba muy mayor.

Luego de estar en Miami desde 1961 a 1963, nos mudamos a España por insistencia de mi abuela paterna. Por economía salimos de Miami en tren para Nueva York y de allí en un barco que nos llevaría a La Coruña para después seguir a Madrid. Las monjas del colegio del Apostolado tenían varios colegios en España. En la capital española había uno en donde me matricularon. Las monjas no quisieron nunca cobrarles la matrícula a las hijas de los exiliados. Había varias maestras monjas cubanas que había conocido en la Isla y muchas niñas exiliadas que estudiábamos allí. Fue entonces en Madrid que me gradué, en el mismo colegio de Cuba, de bachiller básico en el curso 1963-1964. El colegio se encontraba en un palacete en la calle Núñez de Balboa, y recuerdo que por dentro era precioso, todo de mármol, pero en invierno era peor que un témpano de hielo.

Primera comunión de la entrevistada en el colegio del Apostolado. Aparece junto a sus compañeras de clase y la madre María Huerta (Foto: Cortesía)

―¿Qué recuerdos tienes del triunfo de la Revolución en 1959 y de lo que viviste después?

―Recuerdo perfectamente el primer discurso de Fidel Castro en la televisión y a mi padre, quien, al terminar de oírlo, nos dijo: “Este hombre es comunista y de aquí hay que irse”. 

Mi padre pertenecía a la Orden de los Caballeros de Colón y por esa razón tenía una espada simbólica en la casa. Por eso, en casa se reunían muchos matrimonios. En 1960 vinieron unos milicianos a hacer un registro y cuando encontraron la espada estuvieron cuestionando a mi padre sobre aquel objeto. Era una época muy convulsa y temíamos por su vida, pues él pertenecía a un grupo que tenía como objetivo eliminar a Fidel Castro. Habían alquilado un apartamento frente al Palacio Presidencial y dentro tenían una bazuca electrónica que mi padre, por ser técnico, era el encargado de mantener en funcionamiento. Por suerte, nunca lo descubrieron porque no hubiera hecho el cuento. 

―¿En qué momento salen de Cuba y quiénes?

―La salida del país fue una odisea. Yo tenía 14 años. El primer intento fue el 8 de octubre de 1961 y ya estábamos en el aeropuerto de Rancho Boyeros, con mis abuelos del otro lado de los cristales pues ellos se quedaban, cuando llamaron a mi padre para interrogarlo. Se lo llevaron a un sitio desconocido y luego me interrogaron a mí y dije lo que me habían aconsejado: que iba a estudiar fuera y que volveríamos. El caso fue que, en ese momento, nos dejaban salir a mi madre y a mí, pero no a mi padre. Entonces mi madre dijo que nos íbamos los tres o no salía nadie. 

Regresamos, pero no a nuestro apartamento porque ya habíamos vendido muchas cosas y porque habíamos salido con maletas diciendo que nos íbamos una temporada a Varadero. De modo que nos escondimos en la casa de mis abuelos maternos, en la calle Gertrudis, en La Víbora. Esa noche mi madre pudo al fin encontrar a mi padre a las 2:00 a.m. en una estación de policía de El Vedado. Nunca supimos por qué no lo dejaron salir. Por supuesto, en este momento, yo no sabía todo lo que estaba pasando porque me mantenían al margen de todo.

El caso fue que a los tres días volvimos a intentarlo y esta vez sí lo logramos. Aunque la historia volvió a repetirse, mi padre fue llevado para un cuarto por un capitán de la maldita Revolución, y yo para otra, y esta vez en el interrogatorio la miliciana me dijo que me quitara la ropa y lo registró todo. Fuimos los últimos en subir al avión. Recuerdo cómo lloraba mi madre y decía “Ya no lo veré más”, mientras miraba el campo por la ventanilla del avión. Salimos de Cuba definitivamente un 11 de octubre de 1961 directamente hacia Miami.

―¿Cómo fueron sus primeros tiempos en el exilio?

―No teníamos a nadie en Miami. Nos alojaron en un hotel cucarachero y viejo del Downtown llamado Tamiami. Nos dieron 5 dólares a cada uno para tres días. De noche oíamos las cucarachas voladoras chocar con las aspas del ventilador. La alfombra estaba raída y apestaba. Frente al hotel había un sitio de comida rápida llamado Royal Castle y allí comíamos contando los quilos. Así fue nuestra llegada a Estados Unidos.

A los días de estar en ese sitio, mi madre llamó a unas amigas de unos amigos que habían sido maestras del Merici Academy en La Habana. Ellas nos acogieron en el apartamentico en que vivían y que tenía un solo cuarto. Yo dormía en el piso. Pero allí estuvimos solo una semana, más o menos. Como mi padre hablaba inglés se puso a buscar trabajo y cuando lo encontró alquilamos un apartamento en la calle 29 y la avenida 20 del Northwest. A ese complejo de edificios, que todavía existe, alguien le puso “La Lata Caliente” porque por allí pasaban todos los que venían de Cuba, y había un movimiento constante. Nos agarró el primer Halloween a los pocos días de llegar, y como no teníamos un centavo para comprar caramelos, apagamos las luces y nos metimos en la cama sin hacer ruido por si tocaban a la puerta no tener que abrir. En El Refugio daban 100 dólares mensuales por familia y nosotros los estuvimos recibiendo durante tres meses, pero como en enero de 1962 mi padre ya trabajaba, lo que hizo fue devolver el cheque para que otros se beneficiaran. ¡Así era la gente de entonces!

Pero incluso así, mirando en retrospectiva aquellos años, puedo decir que fueron los mejores del exilio por la única razón de que la gente se quería, se ayudaban unos a otros y había una gran solidaridad. También recuerdo que la primera Navidad fue de 30° F, porque en Miami en esa época había un invierno de verdad que duraba días. En El Refugio nos daban abrigos y chaquetas usados, sobre todo si alguien se iba relocalizado para un estado del Norte. 

Con sus padres en Miami, en 1968 (Foto: Cortesía)

―¿Empezaste la escuela en Miami?

―Me matricularon en bachillerato y solo estuve dos días. Era tal el impacto del cambio y tan horrible el entorno, sobre todo después de haber estado 10 años con las monjas del Apostolado, que no lo soporté. Para que no me quedara muy rezagada, una señora del barrio me daba clases. Y en 1962, en septiembre, me matricularon en un bachillerato de monjas: Notre Dame Academy, en el Northeast, en el que me gradué finalmente, en 1966.

Hubo otro episodio en nuestras vidas: por idea de mi abuela, la fotógrafa, que vivía en Madrid, nos animó a que fuéramos a España para vivir con ella y mi tío soltero, y así estar más acompañados. Fuimos en tren a Nueva York y luego en barco hasta La Coruña, para instalarnos después en Madrid. Ya conté que estuve un curso en el Apostolado de allí, pero como mi padre no encontraba ningún trabajo que nos permitiera independizarnos de mi abuela y vivir solos, pues el sueldo no alcanzaba. Con pena regresamos a Miami y fue entonces que terminé en bachillerato donde ya te dije. 

Durante el año y pico que estuvimos en España, gracias a unas muchachas andaluzas ricas que estudiaban conmigo en el Colegio del Apostolado y que tenían un tío que era uno de los dueños de la Philips Ibérica, mi padre consiguió trabajo. A pesar de que era un puesto administrativo, el sueldo era bajo, y eso impidió que nos quedáramos en ese país. Fue una pena. 

―Empezaste a trabajar muy joven…

―Empecé a trabajar a los 18 años en oficinas de abogados y luego en el Departamento de Salud Pública en un puesto administrativo. También trabajé en el Departamento de Publicidad de las tiendas Macy’s, haciendo traducciones de anuncios para los periódicos; y también traducía los anuncios radiales. Por las noches estudiaba en el Miami Dade Community College primero, y después en Barry University, donde obtuve la licenciatura en Humanidades. No podía darme el lujo de estudiar de día a tiempo completo porque había que comer. Mi padre había fallecido años antes, y yo mantenía mi casa y cuidaba de mi madre. Pero pude llevar la responsabilidad que todo eso implicaba, y además comenzar a escribir durante los fines de semana. Ahora lo pienso y no sé cómo pude hacer todo lo que hice.

No quise hacerme ciudadana hasta los 20 años porque pensaba que íbamos a regresar pronto a Cuba. Me gustó tanto España que, en realidad, me hubiera quedado allí, pero fue imposible. En España me sentía como en casa, algo que no sentí nunca en Miami. Incluso más de medio siglo después no me siento americana. Estoy muy agradecida a este país por su acogida, y por las oportunidades que nos dio, sobre todo poder vivir libres, pero no puedo decir que soy americana. Es algo curioso pero esta cultura no tiene nada que ver con la mía. He vivido casi toda mi vida en Estados Unidos, desde que llegamos en 1961 a Miami. Durante 50 años vivimos en Miami Beach y Surfside hasta que falleció mi madre, a los 93 años, en 2015. Ese año me mudé para Kendall. 

Mi padre ya había fallecido en 1987, a los 68 años de edad. Mis abuelos maternos nunca salieron de la Isla porque mis tíos se habían quedado. A mi abuelo materno nunca más lo vi, y a mi abuela materna la vi porque nos visitó en Miami en la década de 1980, dos años antes de fallecer. El castrismo rompió mi familia y nos separó a unos de otros. Las llamadas a Cuba entonces se hacían por Canadá y a veces las ponían de madrugada, creo que a propósito y para molestar, y uno se sobresaltaba cuando sonaba el teléfono a las 3:00 de la madrugada. Las cartas no llegaban y, si llegaban, era con un retraso de varias semanas. Si mis abuelos necesitaban algo, había que enviar el paquete por España, que iba por barco, costaba carísimo y demoraba varias semanas en llegar. 

La entrevistada en la presentación de su libro Con la Estrella y la Cruz, en la Ermita de la Caridad con el padre Zabala, Manolo Salvat, y el padre Francisco Villaverde (Foto: Cortesía)

―Has escrito muchos libros, realizado no pocas investigaciones y escrito numerosos artículos de temas históricos en la prensa. ¿Cuándo surgió esta vocación literaria?

―En el Miami Dade Community College tuve como profesor de Historia y Sociología al matancero Félix Cruz Álvarez. Gracias a la manera en que él abordaba los temas cubanos despertó en mí el interés por todo lo relacionado con la historia de la Isla.

En realidad, lo mío no fue una vocación literaria en sí, sino un anhelo en dar a conocer nuestra historia a los exiliados, sobre todo a los de mi generación, que habíamos salido muy jóvenes. No quería que perdieran la identidad. En la década de 1980 empecé a colaborar con las revistas y periódicos Geomundo, Buenhogar, El Nuevo Herald y La Voz Católica. Empecé a publicar artículos sobre hechos históricos en El Herald cuando Roberto Fabricio era el director. También escribí artículos de viajes para el periódico Éxito.

Mi primer libro fue Apuntes desde el destierro, que publiqué en 1989 en las ediciones Universal con Juan Manuel Salvat. Y el segundo fueron los dos tomos de Cuba: historia de la educación católica, en 1997, la historia de todos los colegios y congregaciones religiosas católicas, unos 60. El origen de este último fue cuando monseñor Román realizó un encuentro de cubanos católicos del exilio en la década de 1990 sobre temas históricos en el movimiento conocido como CRECED (Comunidades de Reflexión Eclesial Cubana en la Diáspora). A mí me asignaron la reflexión con los antiguos miembros de colegios católicos nacionales y entre los grupos que establecí pude hacer muchas amistades y contactos.

Portada de Historia de la Educación Católica 1582-1961 (Cortesía)
Portada de Rostros de mujeres en la Cuba del siglo XIX (Cortesía)

Cuando terminó el encuentro le dije a monseñor Román que me interesaba escribir la historia de estas instituciones. Estuve cinco años investigando pues en esa época no existía internet. Recuerdo incluso que sor Hilda, una de las Hermanas de la Caridad de Miami, estuvo en la Isla y le pedí que me fotografiara colegios en provincias de los que no existían imágenes. Escribí a Italia, España, Islas Canarias, Estados Unidos, México, República Dominicana, y otros países donde radicaban las casas de las comunidades religiosas que habían ido a Cuba. Fue un proceso largo y complicado; muchas congregaciones no habían podido sacar ninguna documentación tras la Revolución, otras habían destruido muchos documentos por miedo a represalias del gobierno interventor, mientras que otras guardaban información en sus archivos fuera de la Isla. Pero todas las congregaciones me ofrecieron su ayuda y colaboraron conmigo. Estaban muy interesadas en que sus historias aparecieran en mi libro. Había sido un capítulo muy traumático para todos ellos, pues sus instituciones habían florecido en Cuba hasta que, repentinamente, todo se vino abajo al llegar el comunismo.

―¿A qué achacas tu apego al catolicismo?

―Además de haber estudiado en el colegio del Apostolado puedo decir que mis padres pertenecieron a las Juventudes Católicas congregadas en torno a la Federación de la Juventud Católica Cubana. Este movimiento lo creó en 1928 el hermano Victorino de La Salle cuando llegó a la Isla, proveniente de Francia. La Salle había nacido en Onzillon, en el Alto Loira, en 1885; llegó a La Habana en 1905 y allí vivió hasta 1961. En Cuba había mucho resentimiento contra la Iglesia porque el clero había estado de parte de la metrópoli durante las guerras de independencia. Por eso el hermano Victorino realizó en la Isla un fecundo apostolado y fundó las instituciones lasallistas. El lema de la Federación era “Piedad, estudio y acción”. Con el tiempo fueron surgiendo la JAC (Juventud Acción Católica), la JEC (Juventud Estudiantil), la JOC (Juventud Obrera), y la JUC (Juventud Universitaria). La labor se extendió por toda la Isla, en donde se establecieron grupos de Acción Católica en colegios y parroquias, universidades y centros laborales, y hasta en los más humildes bateyes. Ya el himno de la Acción Católica se escuchaba por todas partes: “Juventud porvenir de la Patria; Juventud porvenir de la fe… ¡Viva Cuba, creyente y dichosa! ¡Viva Cristo, Monarca ideal!”.

Además de la Federación de las Juventudes de Acción Católica Cubana, el hermano Victorino concibió la idea de establecer el Hogar Católico Universitario en La Habana, para facilitar a los universitarios del interior de la Isla un lugar donde hospedarse mientras estudiaba en la capital. Luego creó los Equipos de Matrimonios Cristianos que estaban compuestos por matrimonios que se habían casado dentro de las filas de la Acción Católica, y cuyo fin era perpetuar el ideal federado en las familias cubanas, legándolo así a sus hijos. Todas estas iniciativas y actividades permanecen vigentes hasta hoy, tanto en la Patria como en el exilio, donde todavía los antiguos miembros se reúnen, recuerdan al hermano Victorino con cariño y realizan actividades apostólicas. 

Mis padres se conocieron en una de las convenciones de Acción Católica. Estaban formados en el espíritu de la Federación que era el de forjar una familia cristiana, un ciudadano cristiano y una sociedad con valores y creencias. Quiere decir, que la educación y la espiritualidad que recibí son parte de mi identidad.

Teresa Fernández Soneira, en la Ermita de la Caridad de Miami, diciembre de 2024 (Foto: William Navarrete)

―¿Qué otros temas has abordado en tus libros?

―He escrito dos volúmenes sobre la mujer cubana que titulé Mujeres de la patria. También, recientemente, uno con estampas, daguerrotipos y fotografías de mujeres del siglo XIX que dediqué a mis abuelos fotógrafos y que titulé La bella cubana. Ahora estoy inmersa en la preparación del segundo volumen de fotografías, pero esta vez voy a incluir a hombres.

―¿Has vuelto a Cuba o has pensado en volver?

Nunca. Y tampoco lo haré mientras la razón por la que me fui, es decir, la dictadura que con férreo control oprime a los cubanos, exista. Jamás podré ir allí con esos energúmenos en el poder. Y oportunidades no me han faltado pues incluso monseñor Pedro Maurice, arzobispo de Santiago de Cuba fallecido en Miami en 2011, me invitó cuando él oficiaba todavía en la Isla a participar en un congreso. Me lo pensé y decidí rechazar la proposición por lo ya expuesto. El padre Félix Varela dijo en el siglo XIX que nunca regresaría mientras el poder colonial permaneciera en Isla, yo digo lo mismo con respecto a la dictadura comunista. No puedo regresar a un sitio donde le están haciendo daño a mi gente.

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