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Lo que no mata engorda

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Lo que no mata engorda
Lo que no mata engorda

Desde que vi que a unos educadores destacados de Guantánamo los había premiado el gobierno cubano con una mano de plátanos burros, duermo mal. Pésimamente mal. Como si resbalara con las cáscaras.

No les regalaron una semana de vacaciones en la playa, ni un viaje al extranjero o a provincias, ni bebidas o licores, una pizza familiar o un ticket para incinerar con prioridad a algún familiar que fallezca, no, solamente un breve racimito de esos plátanos regordetes que le hacen la boca agua a cualquiera y que, desde el primer impacto, al ver la foto, cada vez que cierro los ojos los veo correr tras de mí. A veces como mano, unidos y apretados, y otras, en solitario, un plátano tras otro, con ese color que es el orgullo de nuestras fuerzas desalmadas y nada revolucionarias.

La necesidad hace parir mulatos, decían en el siglo pasado, llenos de sabiduría, los más viejos. No sé para qué se necesitarían más mulatos de los que hay, pero la isla, además de ser el país de la siguaraya, es la tierra del invento ante la adversidad. La sufridera con risa. El “mira lo que se me ocurrió”. El “Encargao” del país, Díaz-Canel, la llama “resistencia creativa” para que no duela, pero, en realidad, es, simplemente, hambre.

Hace unos años, en el primer ensayo de ese Período Especial que nadie sabe cuándo terminó, o si alguna vez se acabó, para inaugurar otro más completo, la llamada “dirección de la revolución”, es decir, el equipazo de camajanes históricos que habían hecho de lo heroico el pan de cada día y que por ineficiencia y falta de seso dejaron que el pan abandonara nuestras tierras, encontró una fórmula que les duró un tiempo: llenar de comida los noticieros de la televisión. 

Los cubanos escuchaban hablar de cumplimiento de metas, de tantas toneladas de papas y malangas, de sobrecumplimiento en la pesca de croquetas, que terminaban casi llenos y se imponía dormir una siesta “para pudrir” y hacer la imaginaria digestión. El pueblo cubano siempre ha tenido ese defecto: sigue siendo muy soñador.

Las cosas de antes eran cosas burguesas y el pueblo trabajador y revolucionario decidió abandonarlas. O fue que las castigaron por ser burguesas (eran burguesas hasta las hamburguesas. Y las papas rellenas también). Un día no se vieron más y ese mismo pueblo pensó que se habían ido para el norte, donde van las cosas cuando son del alma. O algunas estaban presas, cumpliendo condena, en las mismas mansiones de antes, pero no las masticaba la gente burguesa, sino los comandantes y capitanes que se quedaron con ellas (con las casas y con las cosas). En cambio, para el pueblo hubo que esforzarse con la imaginación. Así nacieron el cerelac, los picadillos extendidos y la pasta de oca. Y desde entonces, cuando la gente se ve abrumada por la miseria, pinta las paredes con puré de tomate y recoge pintura roja del piso para comérsela.

No valía la pena quejarse, porque estaba el bloqueo, o decían que estaba. Y el bloqueo ha de ser un virus terrible, una epidemia mortal que acaba con el ganado vacuno, el ovino, y, llegado el caso, hasta con el gatuno, que salvó muchas vidas en el ensayo de Periodo Especial del que hablé. Tampoco era bueno lamentarse porque eso podía garantizarte algunos años con techo, comida y aislamiento, todo a cuenta del estado. Y en definitiva, nuestro héroe nacional (la gente olvida que el Jóse escribió y pensó casi todo después de comer bien, almorzar y desayunar mejor en las entrañas del monstruo) dejó escrito este pensamiento: “El vino, de plátano; y si sale agrio, ¡es nuestro vino!”. 

Y aunque había vinos mejores en el resto del mundo, la dirección de eso que llaman revolución decidió hacer siempre nuestro vino agrio, agrísimo, hasta que un día también se perdió. Por el bloqueo, claro. Eso no frena al habitante de ese país invicto, que por las mañanas cuela cualquier bazofia que le recuerde a la cafeína. “El café fue descubierto por casualidad hace unos 1.200 años en Etiopía. Unos monjes observaron que las cabras se alborotaban y saltaban cuando comían unas pequeñitas frutillas parecidas a las cerezas, y por eso la llamaron “frutilla del Diablo”. Ahora los cubanos saltan como los monjes, a menudo con más intensidad y alegría, cuando logran conseguir un poco de café.

La prensa de Cuba sigue muy de cerca la crisis, pero la crisis de los otros países. Siempre hay alguien dispuesto a escribir un artículo sobre el aumento del precio de los huevos en los Estados Unidos. No importa que en la isla a las pocas gallinas que quedan se les haya cerrado el agujero, que no tengan fuerzas para expulsar un huevo como cualquier universidad expulsa a un estudiante incómodo ideológicamente, o que hayan decretado huelga de nidos caídos. No hay huevos en Cuba, pero al enemigo le va peor. Y eso alienta y satisface. Es algo que parecen haber aprendido los socotrocos del poder leyendo mal a Sun Tsú en “El arte de la guerra”: no me importa estar hundido mientras el enemigo se enfangue un poco. 

Así que en esa “hundición” alimentaria, esa hambre programada que produce (según ellos) el bloqueo (no les da pena mostrarse gordos y rubicundos, incluso los más prietos) crear o inventar nuevos y disparatados alimentos los hace felices. O dicen que son felices, porque todavía no he visto a uno solo de ellos disparándose un pan de boniato o de yuca, ni chicharrones del mismo tubérculo, pan de pulpa de calabaza, croquetas de cundiamor, filetes de sombra de cocodrilo, jamón de moringa o mayonesa de plátano burro. Cuando los siboneyes y taínos se hartaron de comer cosas como esas, abandonaron la isla, echando a rodar la bola de que los conquistadores españoles los habían extinguido. Nada de carne de res, cero piernas de puerco. Nada de pescados de los de siempre. Ni carneros ni chivos expiatorios.

El día que la dirección del partido comunista cubano y su guiñol descubran que la vaca se come, harán fiesta nacional y comprarán todas las vacas que puedan a Bielorrusia. Y en la clausura de los congresos, al fondo del escenario, en lugar de Mella, Camilo y el Che, o Lenin, Marx y Engels, pondrán una vaca, un cerdo y una langosta. O un pollo, que ha quedado como el más deseado, el más querido, el único. Y ahora también amenaza con volverse invisible.

Pero el sueño que conté al principio no es el único. Mis ensoñaciones llegan a ser terribles y desmesuradas cuando se trata de mi país. Soñé que, para demostrar su patriotismo y su condición de revolucionarios y seguidores de Fidel, los municipios del país armaban bandas dirigidas por GAESA, que salían a robar pollos en los gallineros de todas las islas del Caribe e, incluso, de algunas poblaciones costeras de Centroamérica. 

A veces cargaban con otros animales como chivos, cerditos, llamas, alpacas, monos, osos hormigueros, jabalíes, perros y gatos. Las brigadas que más carne proveyeran en esas incursiones eran premiadas públicamente por el estado. En un acto solemne, sobre una tarima, la cúpula del gobierno, encabezada por Miguel Díaz-Canel. Él mismo era quien entregaba, emocionado, una mano de plátanos burros a los vanguardias.

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