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La cocina creativa de las abuelas cubanas ante la escasez generalizada

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La cocina creativa de las abuelas cubanas ante la escasez generalizada

Las paredes de La Habana crujen con la lluvia y la ventolera de Idalia. Mientras el radio pronostica que todo está en orden, los chorros de agua se escurren entre las tejas y caen, implacables, bordeando las paredes. Sin embargo, lo que más preocupa a Aurelia, de 61 años y aficionada a la cocina, es qué va a comer en su casa mientras dura la tormenta.

En su edificio de Centro Habana, varios jubilados como ella intentaron pertrecharse –con muy poca suerte– para no tener que salir a la calle bajo la lluvia. El resultado de la cacería es magro: una libra de picadillo de pollo, un pomo de aceite El Cocinero y arroz.

Los vecinos trafican pequeñas cantidades de arroz, harina o huevo para, entre todos, completar una comida

Pedro, uno de los ancianos amigos de Aurelia, recordó que Cubadebate tenía una sección de gastronomía y que, quizás, podría darles una idea para hacer de tripas corazón e inventar un banquete. Sabor y Tradición, la columna de la gastrónoma Silvia Gómez Fariñas, los deja a todos aciscados con el “recetario cubano oficial”: butifarra, jalea de guayaba, hamburguesa de res, chutney de mango, pollo empanado con maní, fritada de vegetales, por no hablar de las estrafalarias instrucciones para el aporreado de tiburón y el pescado en salsa verde y con malarrabia.

“Habrá que arreglárselas con la cocina creativa de las abuelas revolucionarias”, ironiza Aurelia, entre los insultos de los demás al opulento menú de Cubadebate. Teléfono en mano, empieza a llamar a otros vecinos y a “negociar”.

Ernesto, que vive en el primer piso, le prestará unos puñados de huevo en polvo. “Hagamos el mismo trato del otro día”, propone Aurelia, recordándole que, a cambio del huevo, obtuvo unas croquetas preparadas por ella. La misma operación, llamando a su vecina Sandra, le garantiza un poco de cebollino y dos o tres especias.

El aceite comienza a hervir, Ernesto prepara una ensalada, alguien más el arroz, y Aurelia arroja el picadillo a la caldera

La meseta de la cocina comienza a parecer menos escuálida y Aurelia se pone manos a la obra. A última hora, aparece un paquete de harina. “Vendí los cigarros de la bodega y conseguí esto hace unos días”, dice Pedro. Como si hiciera contrición, le confiesa a sus amigos que estaba guardando la harina para hacer algún dulce, pero como no llegan los huevos por la libreta, mejor usarlos y ya. “La vida es una”, remata, mientras el aguacero sigue batiendo las ventanas de la casa.

El aceite comienza a hervir, Ernesto prepara una ensalada, alguien más el arroz, y Aurelia arroja el picadillo a la caldera. Decepcionada, nota como la carne se va reduciendo sobre el metal. Poco después, ya a la mesa, todos devoran el picadillo con arroz blanco de Aurelia. “No será el aporreado de tiburón de Cubadebate, pero es lo que hay”, dice.

El café –un poco aguado– remata la comida. Empieza a escampar sobre La Habana. Alguien abre una ventana para que entre el fresco, pero Aurelia pide que la cierren: el vertedero del barrio, ubicado a pocos metros debajo de su ventana, debe de estar en su “punto caramelo”. Tiene razón, quien se asome a la ventana verá un enjambre pululando sobre la basura. “Con tanta suciedad lo mejor es no hablar mucho”, advierte. “Si te descuidas, las moscas se te meten en la boca”.

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