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Hambriento y abrazado a su guitarra: así murió Manuel Corona

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Hambriento y abrazado a su guitarra: así murió Manuel Corona
Hambriento y abrazado a su guitarra: así murió Manuel Corona

SANTA CLARA, Cuba. – Años antes de su muerte, Manuel Corona describiría en su diario la situación de pobreza que lo aquejaba y los poquísimos amigos que solían visitarlo mientras se hallaba internado en el sanatorio La Esperanza para enfermos de tuberculosis. En aquellas escuetas líneas escritas en una libreta escolar, uno de los más grandes trovadores cubanos reseñaba meticulosamente desde la temperatura corporal diaria, los cuidados que le profesara su amiga María Teresa Vera, hasta cómo se agenciaba de algunos pesos jugando a la lotería dentro del mismo hospital.

Corona ingresó en el sanatorio en el verano de 1940, diez años antes de que la enfermedad que padecía terminara con su vida la noche del 9 de enero de 1950. “Salí a La Habana de pase para hacer una colecta y comprarme inyecciones de anafilaxol”, apuntó en el referido registro en el que también detallaba su precaria alimentación: “Tuve de visita a mi madre. Me trajeron naranjas (…). Mi tocayo Manuel Cierra me trajo una chirimoya, un cuarto de lata de pimientos morrones y 20 centavos”.

Manuel Corona Raimundo, nacido en Caibarién, entonces provincia de Las Villas, partió a probar suerte a la capital siendo aún muy joven para inicialmente ganarse el sustento como limpiabotas, tabaquero y barrendero, hasta que logró aprender por sí mismo a tocar la guitarra. El musicólogo Lino Betancourt describe que llegó a dominar con bastante precisión el instrumento y que por aquel entonces se le veía “pulcro, elegante, de buena presencia”, el antónimo de sus últimos años de vida. 

Corona creó en aquella prolífica etapa un centenar de composiciones entre las que se hallan Santa CeciliaMercedes, La Alfonsa, Adriana y Longina, y otras muchas con nombres femeninos, por lo que pasaría a la inmortalidad como el bardo cubano que más temas escribiría para la mujer. “Era invitado habitual a amenizar tertulias en las casas de personas de fortuna, pero nunca abandonó a sus amigos, los trovadores escasos de recursos”, continúa Betancourt. Se cuenta que, amén de las glorias, jamás quiso abandonar su cuarto de alquiler en el barrio pobre de San Isidro, donde incluso llegó a relacionarse con Alberto Yarini. 

Aunque Corona era sumo conocido en el ámbito bohemio habanero y despertaba la admiración de grandes figuras que descollaban en el escenario trovadoresco, la situación económica de muchos de estos músicos era realmente precaria. En una carta enviada por María Teresa Vera mientras se hallaba ingresado en el sanatorio se lee: “Me alegro que estés mejor… No te mandé las uvas porque no tengo ni un centavo”. Buena parte de los compositores radicados en La Habana solían reunirse en el cuarto del solar La Maravilla, donde residía Vera, quien estrenó la mayoría de los grandes temas de este trovador al que consideraba “su hermano”.

Justo en este cuarto de la calle San Lázaro, Corona engendró por encargo el tema Longina. La musa había asistido a una de aquellas tertulias acompañada por el comandante Armando André, quien depositó en manos de la anfitriona unas monedas para que garantizara el “sopón” del día pactado en el que estrenarían la canción. “¡Qué pillo fuiste! ¡Ya tenemos asegurado el almuerzo del domingo!”, le dijeron los presentes como jarana a Corona, testimonio recopilado en el texto de Betancourt Lo que dice mi cantar.

Aunque se ha especulado sobre los múltiples amores de Corona, en realidad tuvo una única esposa llamada Eulogia Real, conocida como Yoya y con quien tuvo dos hijas que fallecieron a temprana edad. La mayor se quitó la vida a los 17 años y la más pequeña moriría a los cinco de acidosis, dos pérdidas que lo hundirían aún más en el alcoholismo que padeció hasta su fallecimiento. 

Tras haber sido dado de alta del sanatorio, Corona debió deambular por bares de mala muerte y fondas baratas “en busca de unos centavos para sostenerse y poder llevarle a su anciana madre lo poco que lograba conseguir”, relata el propio Betancourt. Los cabarets y salones de las playas de Marianao fueron su centro de operaciones en los últimos meses de vida, en los que interpretaba hasta entrar la mañana todas esas canciones que le dieron gloria. Andaba con ropas raídas, sucias y descoloridas, con su vieja guitarra como única acompañante.

La noche fría del 9 de enero de 1950 imploró a los propietarios del bar Jaruquito que lo dejaran echarse a dormir en el cuartucho donde guardaban las botellas vacías. Al día siguiente hallaron su cuerpo escuálido retorcido por la frialdad, envuelto en periódicos y abrazado a su instrumento. Los vecinos del lugar lo confundieron inicialmente con un indigente ebrio o con un delincuente que intentaba escapar de la justicia. 

En un artículo sobre el suceso, la escritora María del Carmen Mestas reseña que el dueño del bar increpó a los testigos imprudentes: “No saben lo que están diciendo. Este hombre es Corona, Manuel Corona, uno de los más grandes compositores de Cuba. Vivía en la mayor miseria; por eso, le permití dormir aquí. Qué otra cosa podía hacer”.

Gracias a una colecta realizada por los conductores de ómnibus de la ruta 32 de la capital se realizó su velorio en la funeraria San José, que luego se trasladó a la sede de la Sociedad de Trovadores. En la despedida de duelo convocada en el cementerio de La Lisa, donde originalmente se le dio sepultura, Gonzalo Roig exclamó: “Desenfunden sus guitarras trovadores, que ha muerto el mejor de todos”.

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