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“Entre los 10 y los 13 años perdí a mi madre, a mi padre y a mi país” 

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“Entre los 10 y los 13 años perdí a mi madre, a mi padre y a mi país” 

MIAMI, Estados Unidos. – Conocí a José Azel durante mi reciente viaje a Miami, cuando nos reunimos algunos de los colaboradores de este diario digital para celebrar en Casa Cuba el almuerzo que antecede a las fiestas navideñas. Inmediatamente me di cuenta de que, por su condición de Pedro Pan, llegado a Miami siendo menor de edad y su larga trayectoria de vida en el exilio, era un candidato ideal para esta serie de entrevistas.

Me conmovió que saliera siendo aún niño y que nunca volviera a encontrarse con su padre, que murió en La Habana en 1975 sin que pudiera volverlo a ver, una historia que he leído que sucedió a otros que como él salieron de Cuba por esa vía.

Afortunadamente Azel supo crecerse y triunfar, y también mantenerse fiel a su idea de que la libertad es un bien preciado que los seres humanos deben proteger o propiciar. Además de miembro de la Junta Directiva de CubaNet, es autor de unos cinco libros sobre temas cubanos, de un poemario y de un sinfín de artículos en diferentes medios, algunos recopilados en 100 ensayos sobre la libertad, uno de los temas que más le interesa. 

―Como a todos los entrevistados te preguntaré por tus orígenes familiares: ¿quiénes eran tus padres y abuelos?

―Mi padre, Juan Azel Estefano, era de origen libanés. Aunque nacido en Cuba, sus padres habían llegado del Líbano después de la Primera Guerra Mundial y se radicaron en Santa Clara. A mi abuelo paterno nunca lo conocí y a su esposa solo la vi tres o cuatro veces cuando viajamos desde La Habana en épocas de Navidad. Solo recuerdo que era muy católica y montaba unos belenes enormes con los que yo, de niño, jugaba. Fue abogado y cuando me fui de Cuba, en 1961, nunca lo volví a ver. Murió en La Habana en 1975, en una época en que solo era posible cartearse pues las llamadas eran caras y raras. 

Mi madre, Josefina Salomo de Azel, era maestra y falleció de cáncer en 1958 cuando yo tenía 10 años. Su madre era canaria y su padre mexicano. Apenas conocí a este último, que era músico y vivía en Marianao, pues falleció cuando yo tenía unos seis años. Siempre digo que entre los 10 años y los 13 perdí a mi madre, a mi padre y a mi país. Como comenté recientemente en una entrevista, una de las cosas que más siento es no poder haber tenido conversaciones adultas con mis padres. Una pena pues él era un hombre muy preparado, abogado y con vida activa en la política cubana. Conservo recortes de periódicos en que aparece junto a Márquez Sterling y otros constituyentes cuando se promulgó la Constitución de 1940. En ese artículo se menciona que mi padre donó sus papeles de trabajo a la Universidad de La Habana y siempre he pensado que algún día los encontraré.

José Azel en brazos de su madre, con su padre y hermanos
José Azel en brazos de su madre, con su padre y hermanos (Foto: Cortesía)

―¿Qué recuerdos tienes de tu infancia en Cuba?

―Vivíamos en La Habana en una hermosa casa muy moderna que fabricaron mis padres. Creo que la casa ganó algún premio de arquitectura. La dirección era Ayuntamiento 207, entre Lombillo y San Pedro, y cerca quedaba el edificio de la revista Bohemia, en donde los muchachos jugábamos pelota. Recuerdo que podía ir en bicicleta hasta la Biblioteca Nacional.

Mi niñez, a pesar de la muerte de mi madre, fue feliz. La pasé jugando en el barrio, viajando los fines de semana a una finca que teníamos en Punta Brava o al Club de Profesionales del que éramos miembros. Vivía con mis padres y dos hermanos mayores, ya fallecidos. Los vecinos nos consideraban los ricos del barrio, aunque en realidad pertenecíamos a la clase media de la época.

Comunión de José Azel en La Habana (Foto: Cortesía)

―¿Y tu escolaridad?

―Mis primeros estudios los hice en el colegio Baldor hasta 1957. Después del ataque al Palacio Presidencial ese año, mi madre empezó a tener dificultades para recogerme en la escuela y por eso me pusieron en cuarto grado en el colegio de los Hermanos Maristas en Rancho Boyeros, que quedaba más cerca de la casa y podía ir caminando.

Tuve además una excelente profesora en mi madre pues de pequeño me puso a leer Corazón, de Edmundo de Amicis. Todavía lo leo e hice que mis hijos también lo leyeran. Mi lugar favorito en la casa era la biblioteca y en esa época también leí Los miserables, de Victor Hugo, el libro favorito de mi padre; además de Fouché y, por supuesto, El conde de Montecristo. La casa fue también un lugar vital de mi educación.

José Azel en el Colegio de Los Maristas, La Habana, 1957 (Foto: Cortesía)

―¿Tuviste conciencia de la situación política que estaba viviendo la Isla en 1959?

―Imagínate que fue estando en Los Maristas que, a finales de 1959, con apenas 11 o 12 años, me incorporé al Directorio Revolucionario Estudiantil que comenzó la lucha contra el régimen de Castro. Entre paréntesis, aunque siempre me identifiqué como del Directorio, recientemente alguien de aquellos años me comentó que en realidad trabajábamos para el Movimiento de Recuperación Revolucionaria (MRR). Uno de los hermanos Maristas había luchado en la Guerra Civil en España y dirigía nuestro núcleo, que era muy pequeño por razones de seguridad. Como era menor no tenía mucho acceso a las actividades y solo actuaba cuando me indicaban. No recuerdo haber tenido gran conciencia política en esos años y supongo que mi mayor motivación era por los ataques del régimen a las escuelas católicas.

Más que nada yo repartía propaganda anticastrista, era vigía y participaba en algunos actos de sabotaje. Recuerdo que me asignaron la tarea de fabricar un dispositivo incendiario con motivo de una huelga y lo hice tan mal que no funcionó y, para colmo, los hermanos del colegio me sorprendieron haciéndolo. En otra ocasión me pusieron a llenar de azúcar los tanques de gasolina de los autobuses de la escuela para que no pudieran salir durante una huelga. Esto sí funcionó.

―¿En qué condiciones ocurre tu salida del país y por qué?

―Mi padre ignoraba mis actividades anticastristas, pero cuando ocurrió la invasión de Bahía de Cochinos el G2 vino a buscarme y yo me escondí en casa de mi abuela materna. Unos meses después, el 18 de julio de 1961, pude salir medio escondido entre unos seminaristas que habían sido expulsados en un buque de carga sin camarotes llamado J. R. Parrot en dirección de West Palm Beach.

―Llegas a Florida como menor de edad, sin tus padres y sin ningún tutor familiar propiamente adulto. ¿Qué hiciste en estas condiciones?

―Me recogió mi hermano Jorge, cinco años mayor que yo que había salido de Cuba unos meses antes con 18. Más tarde se nos unió nuestro hermano Juan. Alquilamos una casa de madera en muy malas condiciones en Miami, en lo que hoy es la Pequeña Habana (347 SW 6 Street) que no tardó en convertirse en un refugio en donde se quedaban muchos de los que llegaban de Cuba. Llegamos a tener a más de 20 personas viviendo ahí con nosotros. Mis hermanos consiguieron trabajo de lavaplatos en el hotel Fontainebleau y yo repartía periódicos en bicicleta, el Miami Herald de madrugada y el Miami News en las tardes. Los fines de semana recogíamos tomates en las tomateras de Homestead. En un momento nuestra situación económica era tan precaria que por días solo comíamos los tomates que nos robábamos de las tomateras. Y para hacerlos lucir diferente, por la mañana los lasqueábamos, para el almuerzo los picábamos en cuatro, y para la cena los mordíamos como manzanas. Fueron tiempos muy duros.

―¿Pudiste seguir tus estudios?

―Mi padre me inculco la idea de que la educación es algo adquirido que nadie te puede quitar. De modo que, inmediatamente, me matriculé en Shenandoah Junior High donde cursé el octavo grado y en Ada Merritt Junior High, en Flagler, para el noveno grado. Luego me gradué de Miami Senior High School (Grados 10, 11 y 12) en 1966.

Los primeros años fueron difíciles económicamente, pero también felices en el descubrimiento de una juventud y nueva sociedad. A los jóvenes americanos de bachillerato no les caíamos bien y siempre peleábamos con ellos. Formamos pandillas que llamábamos “fraternidades” para defendernos. La mía era “The Aristocrats”. Todavía tengo contacto con amigos de esa época. Íbamos a bailes municipales y a fiestas de 15. Como nosotros bailábamos y los americanos no, siempre les quitábamos las muchachitas y por eso nos fajábamos. Conocí los prejuicios y recuerdo que buscando apartamento para alquilar frecuentemente encontramos carteles que decían: “No childrens, no dogs, no Cubans”.

Trabajé como camarero todo mi bachillerato y luego comencé en una imprenta mientras estudiaba en el Miami Dade College. 

―¿Formaste parte de algún grupo en el exilio en esa época?

―Desde 1961 hasta que me casé por primera vez en 1968 estuve activo en actividades anticastristas con ocasionales entrenamientos mayormente de 1961 a 1966. Empezamos actividades anticastristas entrenados por la CIA. Los entrenamientos eran en los Everglades. Pero también entrenamos en artes marciales, en procedimientos parlamentarios, infiltración, clandestinaje y sabotaje en varias casas en el área de Miami. Aprendimos a usar explosivos como el C3 y C4. 

Luego, continué limitadamente con estas actividades. Recuerdo que en una ocasión pedí permiso para celebrar un acto en un busto de Martí que había en el Miami High y me lo negaron. Insultado traté de llevarme el busto de la escuela, algo imposible por lo mucho que pesaba. En todo caso me detuvieron y me suspendieron por varios días. Al final, celebré el acto delante del busto de Martí en el Bayfront Park.

―¿Cuáles fueron tus primeros pasos en la vida profesional?

―Hice una maestría (MBA) en Administración de Empresas. Mi primer trabajo después del bachillerato fue en una imprenta y también estudié Artes Gráficas. Años más tarde abrí una imprenta: mi primer negocio.

Después de la imprenta trabajé administrando varios negocios importantes en Miami y Puerto Rico con un empresario llamado Osvaldo Vento. Con él viajé por muchos países. Alrededor de 1979 decidí independizarme y monté un negocio de fumigación. Algunos años después se lo vendí a mi asociado y amigo de la juventud Eduardo de Varona y con eso pude regresar a la Universidad de Miami para sacar mi doctorado en Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales.

Finalmente, monté una empresa de terapias para niños autista, que mi esposa y yo financiamos hasta hoy. En algún momento el Dr. Roger Medel (neonatólogo) que había estudiado conmigo durante el MBA me contrató para administrar sus negocios. Ahí empezó una de las etapas más interesantes y productiva para mí.  Viajamos mucho sobre todo a Hong Kong y China donde fabricábamos calculadoras especializadas de nuestro propio diseño. Crecimos la compañía e hicimos un initial public offering (IPO), es decir, una compañía pública listada en el NYSE. Yo era uno de los accionistas y jefe financiero (CFO).

Cuando me retiré decidí viajar y dar rienda suelta, junto a mi esposa, a otras pasiones: el senderismo, el alpinismo, el esquí, los viajes en bicicleta por muchos países. Así fue como escalamos un tramo del Everest y planté la bandera cubana en la primera base de acampada durante la ascensión, así como el Grand Teton en Wyoming y el Kilimanjaro en África.

Lily y José Azel con el Kilimanjaro detrás (Foto: Cortesía)

―¿Seguiste interesándote en las cuestiones cubanas? ¿Has vuelto a Cuba? ¿Qué piensas del futuro de la Isla?

―Cuando alcancé la independencia económica me retiré y trabajé, sin gran compensación, en el Instituto de Estudios Cubanos y Cubanoamericanos de la Universidad de Miami ayudando al Dr. Jaime Suchlicki quien había dirigido mi disertación doctoral. El Instituto fue la principal institución académica que abordaba desde ese ángulo el tema cubano y atraía mucha prensa.

Ahí estuve unos 10 años.

Nunca regresé a Cuba y me prometí no regresar mientras no sea libre. Me he expresado públicamente en los medios, he publicado cientos de artículos contra el régimen y he dado innumerables conferencias en la televisión, y ofrecí testimonios en dos ocasiones contra el castrismo ante el Congreso norteamericano, una de las veces invitado por la congresista cubanoamericana Ileana Ros-Lehtinen.

Azel e Ileana Ros-Lehtinen (Foto: Cortesía)

Hoy en día continúo escribiendo columnas para El Nuevo Herald y me interesa saber qué va a pasar después, en qué se convertirá Cuba. Claro, casi todos los pronósticos sobre este asunto han fallado, incluido los míos. Como pensador libertario me opongo a la omnipresencia del Estado, típica de América Latina y heredado de la tradición hispánica. Desafortunadamente, en esa tradición los adversarios políticos se convierten en enemigos acérrimos. Por otra parte, he escrito mucho sobre la necesidad de una sociedad civil comprometida con los derechos civiles como requerimiento clave para tener un sistema democrático con éxito prolongado. Nada de esto se avizora para la Cuba del futuro.

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