PARÍS, Francia. – Para nadie es un secreto que la pujante economía cubana anterior al triunfo del castrismo convirtió a la mayor de las Antillas en un país de inmigración, a donde llegaban miles de europeos buscando rehacer sus vidas en un clima de prosperidad. Entre los muchos extranjeros que se instalaron en la Isla se destacó la comunidad judía, tanto sefardí (casi todos provenientes de Turquía) como askenazí (que los cubanos llamaban “polacos”, aunque no todos venían de Polonia), una comunidad que poseía en La Habana importantes comercios mayoristas, fundamentalmente en la calle Muralla, aunque también en otras partes de la capital y en ciudades de provincia. Las sinagogas habaneras y el cementerio judío de Guanabacoa dan fe de esa vida comunitaria.
Tras la instauración de un régimen totalitario en el que se abolió prácticamente toda la empresa privada, los judíos instalados en Cuba, algunos ya nacidos en la Isla, partieron al exilio, constituyendo principalmente en Miami una importante comunidad que no ha perdido sus raíces hebreas ni tampoco las cubanas. De esta comunidad han surgido personalidades como la congresista Ileana Ros-Lehtinen, el senador Alberto Gutman, la académica Ruth Bear y el secretario de Seguridad Nacional de Estados Unidos, Alejandro Mayorkas. En algunas oportunidades en que he asistido a actividades organizadas en Miami por judíos cubanoamericanos, como en la Sinagoga Beth Samuel, sede de la Cuban Hebrew Congregation of Miami, fundada en 1961, o también en el Temple Moses, fundado en 1968 por la Cuban Sephardic Hebrew Congregation, me ha sorprendido ver la bandera cubana junto a la israelí.
Recientemente, estando de visita en Miami, la colega y amiga Olga Connor organizó un almuerzo familiar en Talavera, un restaurante mexicano de Coral Gables, al que invitó a Eva Slodarz, una amiga cubanoamericana, empresaria retirada y residente de la ciudad desde la década de 1970. Como siempre me ha interesado la muy diversa composición étnica de Cuba, le pregunté a Eva por sus orígenes y no tardé en darme cuenta de que su historia es parte de la fascinante epopeya de la emigración judía y también de la extraordinaria capacidad que tuvo la Isla para integrar a los migrantes de todas partes antes de la llegada del castrismo.
Ahora que Israel ha sufrido la más dramática agresión desde la fundación del Estado hebreo, esta vez desde la Franja de Gaza, la entrevista a Eva Slodarz es un pretexto para evocar la historia de los grandes éxodos del siglo XX.
―La historia de tus padres, antes de que llegara a Cuba, resume muy bien la de todo el siglo XX. ¿Pudieras contarnos sobre tus orígenes familiares?
―Mi padre, Josef Slodarz, nació en 1912, en Myszyniec, cerca de Ostrołęka, al noreste Varsovia, en lo que es hoy Polonia. La pequeña ciudad formaba parte de Mazovia, una región que formó parte de Prusia; del Ducado de Varsovia bajo la influencia bonapartista; del Imperio Ruso… Fue estado satélite de los alemanes durante la Primera Guerra Mundial y, finalmente, núcleo de la Segunda República de Polonia al final de la guerra de 1914. En Myszyniec la comunidad judía era muy importante y había sobrevivido a los múltiples cambios geopolíticos. Mis abuelos, por ejemplo, nacieron como rusos ya que la región había sido incorporada a Rusia, como parte del Zarato de Polonia entre 1815 y 1916.
Tras los primeros pogromos antisemitas ocurridos en el Imperio Ruso en 1821, Moscú había definido las zonas en que los judíos estaban autorizados a vivir. 887 pogromos de gran magnitud ocurrieron en Rusia antes de 1917, arrojando un total de 60.000 muertos, razón fundamental del increíble éxodo judío incluso antes de la ascensión de Hitler al poder. Los judíos vivían en lo que se conoce como guetos, distritos urbanos cerrados que se crearon a partir de 1516, siendo el de Venecia el primero de su tipo. Esta medida segregacionista se extendió por toda Europa. Mazovia no era una excepción. El aislamiento tenía como consecuencia que muchos judíos de la zona ni siquiera hablaran polaco, sino yiddish. Mi padre, como todos los de su pueblo, asistió a la yachiva o centro de estudios de la Torá y el Talmud, pues estudió para ser rabino.
Mi madre, Sima Tetelbaum, nacida en el mismo año que mi padre, quedó huérfana de joven, razón por la cual, además de asistir a la yachiva para aprender el yiddish, tenía que cuidar a sus siete hermanitos. La comida escaseaba y la papa era la base de la alimentación, al punto que de pelar tanta papa durante su infancia y adolescencia nunca más quiso probar ese tubérculo cuando logró atravesar el océano Atlántico.
―¿Cómo aparece Cuba en el destino de tus padres?
―Unos de los primeros judíos de Myszyniec que emigró a Cuba fue David Peison, quien llegó a la isla caribeña en 1932. Lo hizo porque había menos requerimientos que para instalarse en Estados Unidos. David estuvo enamorado siempre de Shayma (Linda, en hebreo), la mayor de mis tías maternas, y una vez en Cuba le escribió a mi abuelo materno diciéndole que había fundado en Rodas, una localidad del centro de la Isla, una pequeña fábrica de zapatos. Le pedía la autorización para casarse con mi tía y le enviaba el pasaje para el viaje. Y así hicieron.
Para 1933 mi padre y mi madre ―que se conocían desde los 13 años― se habían casado en Polonia. Las cosas pintaban mal y ya se respiraba el aire viciado del nazismo con el auge del nacionalsocialismo alemán. Mi abuelo, previendo el futuro, le sugirió a mi padre que se fuera a Cuba con su cuñado David. Este aceptó, pero solo tenía el dinero para pagar el viaje de mi padre sin su esposa. Así llego Josef a Rodas en 1937; un año después llevó a su esposa Sima.
―¿Pudieron entrar a Cuba sin trabas?
―Nada ha sido históricamente fácil para los judíos. Mi madre salió de Polonia hacia España para viajar en el vapor Orduña (el mismo que mi padre) hacia la Isla. Las travesías eran inciertas, el barco iba repleto de judíos y quien enfermara o muriera a bordo era echado al mar para que no contaminara a los otros. El barco entró en el puerto de La Habana, pero en esa época el gobierno de Laredo Bru, simpatizante del falangismo español, les negó la entrada a los judíos. La historia, más conocida, del barco San Luis, no es la única de este tipo, y ni siquiera la primera. Como mi padre era muy carismático se las ingenió para comunicarse con la persona adecuada y de ese modo obtuvo en mayo de 1938 el permiso para que mi madre desembarcara. Así fue como pudieron finalmente reunirse y comenzar su vida en Rodas.
―¿A qué se dedicaron una vez en Cuba, y cuándo y en qué circunstancias naciste tú?
―Yo nací en la Clínica Española de Cienfuegos en 1940 y mi hermano en 1944. Al principio de su llegada a Cuba mi padre había conocido a otros judíos que tenían una tienda de ropa en Santa Isabel de las Lajas, otro pueblo cienfueguero, y estos le propusieron que se hiciera cargo del negocio. Mi padre era un hombre de múltiples facetas pues cantaba, tocaba el clarinete, había sido actor del Teatro Polaco y, en cuanto tuvo un poco de dinero, se le ocurrió comprar el único cine que existía en Santa Isabel de las Lajas y que, en ese momento, estaba en venta.
Al final, mi padre llegó a tener un circuito de unos ocho cines en diferentes pueblos como Palmira, San Fernando de Camarones, Cumanayagua, Santa Isabel de las Lajas, e incluso el cine Patria en La Habana. Como tenía muy buen olfato para los negocios contrataba a artistas célebres de radio, cine y televisión para que actuaran en sus cines. Así trajo a Las Mulatas de Fuego, al Dúo de Olga y Tony y a muchísimos más a aquellos pueblos cienfuegueros.
Por cierto, al de Palmira lo llamó Eva, por mi nombre. Todavía existe, se llama así y tengo una anécdota que contaré después.
―¿Dónde cursas tus primeros estudios y qué recuerdos tienes de esa época?
―Desde los cuatro años, es decir, desde 1944, estudié la primaria en una escuela de monjas de Santa Isabel de las Lajas. Luce extraño, pero ni había escuelas judías, por una parte, y por otra, mi padre se había alejado de su religión muy desencantado de las atrocidades que había tenido que soportar el pueblo judío. Había perdido su fe. Así que aprendí también a rezar el Padre Nuestro y el Ave María, y como todos los cubanos crecí como producto de una mezcla de religiones y costumbres. Figúrate que a mi padre le encantaban las masas de puerco fritas a la cubana y cuando descubrió la langosta y los enchilados de camarones les parecieron un manjar de los dioses.
Luego nos mudamos para la ciudad de Cienfuegos, pero efectué varios viajes a Estados Unidos, pues mis tíos David y Shayna se habían mudado para Racine, Wisconsin, en 1947, en donde vivían hermanos de mi abuelo materno. Incluso, cursé estudios en Nueva York, a donde mi padre me envió entre 1953 y 1955 a estudiar a la Juilliard School of Music, y en donde tuve como profesor de Piano al cubano, nacido en Caibarién, Santos Ojeda. En el colegio, Ojeda había sido alumno de Josef y Rosina Lhevinne, pianistas judíos rusos que habían emigrado a Nueva York en 1919.
Poco después me encontraba en La Habana, terminando mi bachillerato en el Instituto Edison, en 1956.
―¿Dónde te encontrabas cuando triunfa la Revolución en 1959 y qué hacías en ese momento?
―Yo estaba en ese momento en Nueva York. En 1959 me casé y entonces volví a Cuba a pasar mi luna de miel en junio de ese mismo año. Cuando llegué me sobrecogió la situación política del país y me costaba trabajo creer lo que estaba pasando. El cambio era brutal. Dondequiera comparaban a Fidel con Cristo. El fanatismo era absoluto. Por otro lado, las colas eran ya interminables y justamente tuve que hacer una para poder renovar mi visa americana. No olvido la envidia de la gente que hacía conmigo aquella cola y la manera en que aprobaban las confiscaciones iniciales de las grandes propiedades. Fidel Castro supo capitalizar la envidia de la gente y ponerlos a unos contra otros. En ese verano de 1959 que pasé en Cuba tuve la impresión de que el 90% del pueblo estaba a favor de Castro. Tanto fanatismo me provocó pánico y no tardé en regresar a Nueva York.
―¿Y tu familia?
―Mi madre y mi hermano lograron salir en 1960. Mi padre se quedó un tiempo más porque todavía el gobierno no le había robado los cines. Cuando ocurrió lo de bahía de Cochinos en 1961 a mi padre lo retuvieron en uno de sus cines en Cienfuegos. Mi padre había conservado en sus papeles el apellido Wishinski (Wyszynska, en versión polaca) de su madre y eso lo salvó. Pues cuando el miliciano encargado de controlar a los detenidos vio aquel apellido le pregunto si él era familia del ministro soviético así apellidado y él, siempre vivo y alerta, mintió diciéndole que sí. Entonces el miliciano le dijo: “Usted queda libre”. En junio de 1961 ya estaba en Nueva York con mi hermano y mi madre.
―¿Cómo se desarrolló tu vida fuera de Cuba y la de tus padres en su segundo exilio?
―Primero viví en Nueva York, donde empecé a trabajar en el negocio de Gustavo López, un cubano de Santiago de Cuba que había salido de Cuba mucho antes junto con Desi Arnaz. Su compañía de Import/Export estaba en el sur de Manhattan y desde mi oficina podía ver la estatua de la Libertad.
De allí nos mudamos, mi esposo y yo, para Puerto Rico, en 1963. Yo estaba embarazada y era muy difícil tener un bebé en Nueva York y trabajar a la vez. Por eso mis dos hijos nacieron en San Juan de Puerto Rico. La Isla del Encanto, como le llaman, apareció en nuestras vidas porque alguien le dijo a mi padre que era un sitio virgen y propicio para los negocios. Al principio él quiso rehacer su circuito de cines en la Isla y se asoció con la persona que más salas tenía. Pero al poco tiempo entró también en el negocio de importaciones cuando todavía las cosas no se traían de China. Fue uno de los primeros judíos venidos de Cuba que se estableció en Puerto Rico y allí murió en 1984, razón por la cual, al cabo del tiempo, mi madre fue vendiendo los negocios y se instaló en Miami, en 1988, donde yo vivía ya.
Cuando llegué a Puerto Rico trabajé al principio para el negocio de mi padre y, cuando empezó a irle mejor, me ayudó a fundar mi propia compañía: Eva Import, en la avenida Ponce de León, de Santurce. El negocio prosperó muchísimo. A mi hijo menor lo envié a la escuela Montessori y un día, camino de las clases, vio una escuela militar con sus cadetes y estudiantes uniformados y me dijo que eso era lo que él quería hacer. Entre 1967 y 1969 estudió entonces en una academia militar que dirigía un cubano, el coronel Ramón Barquín, quien al reunirse conmigo y enterarse de nuestra historia familiar me dijo algo que nunca olvidé: “Eva, nosotros los cubanos somos los judíos del Caribe, porque como los judíos hemos tenido siempre la fuerza de recomenzar y levantarnos, como mismo hizo tu padre con más de 50 años”. ¡Y tenía razón!
―¿Cuándo llegas a Miami y en qué te desempeñas?
―A Miami llegué en 1974 y empecé a trabajar en Import/Export, lo mismo que había hecho antes, en la parte administrativa. Como tenía mucha experiencia en el tema y en el manejo de las documentaciones necesarias para esta actividad terminé como vicepresidenta de una compañía que se dedicaba a vender plantas para la recuperación de las gomas en países de América Latina. Allí estuve hasta que me casé con mi segundo esposo y me convertí en Eva Fox.
―Me imagino que has hecho algunos viajes a tus raíces. ¿Me equivoco?
―Para nada. El primero de ellos fue con mis padres a la Unión Soviética donde vivían dos hermanos de él que se habían quedado en Polonia y que habían tenido que emigrar a Rusia cuando parecía inminente la invasión de la Alemania nazi al país. Salieron caminando hacia la Unión Soviética porque no estaba aliada con Hitler y en una caja de zapatos echaron las únicas pertenencias que tenían. Caminaron durante dos meses hasta que llegaron a Ekaterimburgo, la ciudad en donde habían asesinado a los miembros de la familia imperial rusa. Allí, en los Urales, los acogieron, les dieron carrera y trabajo; y ellos hicieron sus vidas y fundaron familia. Moisés, uno de ellos, llegó a ser ingeniero eléctrico y hasta llegó a inventar cosas importantes en esa disciplina.
Nosotros viajamos a la Unión Soviética en 1970, con pasaporte norteamericano y con un guía que nos acompañó durante toda la estancia. Solo podíamos ir a los lugares bajo control. Viajamos primero a Kiev y ellos pidieron un permiso para que nos encontráramos todos después en Moscú. Por supuesto, a ellos no los dejaron subir a la habitación en que nosotros nos alojábamos. Y la comunicación se hizo en yiddish, la única lengua común que hablábamos todos. Luego, cuando fuimos a la antigua Leningrado (hoy San Petersburgo), autorizaron a las esposas de ellos y a sus hijos, que ni siquiera mi padre conocía, para que vinieran a nuestro encuentro.
También estuve en Polonia en 2015 y fui a Myszyniec. Visité el Ayuntamiento y solo encontré en los registros a una hermana de David Peison, mi tío político. De los judíos allí no quedó nada, ni siquiera las tumbas. Los nazis lo quemaron y destruyeron todo cuando se vieron perdidos. Daba la impresión que ningún judío había vivido en lo que fue una enorme comunidad hasta 1940.
―¿Y Cuba en todo esto?
―¡Ay, Cuba! En 2011 regresé por primera y única vez después de 1959. Mi ilusión era quedarme en el Hotel Nacional, que desde niña lo consideraba como el mejor de La Habana. Mi decepción fue grande. Todo estaba vetusto y mal atendido. La ciudad tenía más partes destruidas que arregladas, pero así todo tuve la impresión de que todo el mundo bailaba en todas partes como si la estuviesen pasando bien, cosa que, de toda evidencia, era imposible.
Tuve una conversación con un taxista que me dijo que en Cuba tenían la mejor medicina del mundo y que en Estados Unidos si no pagabas no te hospitalizaban. Por supuesto, lo desmentí y expliqué que todo eso era la propaganda de un régimen obsoleto.
Viajé con una amiga a Cienfuegos y, desde allí, en taxi hasta Palmira. Cuando le conté al taxista lo del cine con mi nombre me dijo: “Señora, no espere que el cine se siga llamando igual”. Cual no fue mi sorpresa al parquearnos enfrente y descubrir que el nombre seguía siendo el mío: “Eva”.
En los escalones del cine había dos ancianos sentados y al ver a mi amiga sacarme tantas fotos en ese sitio en el que nadie debía haber posado nunca le comentaron al taxista lo extrañados que estaban y este les dijo que el cine se llamaba así porque había pertenecido a mi padre. Entonces sucedió lo impensable porque los dos viejitos vinieron hasta mí y me dijeron que se acordaban de cuando yo tenía 11 años y hasta me preguntaron por mis padres y por mi hermano. La impresión que provocó aquel encuentro fortuito no la podré olvidar jamás.
Cuba, finalmente, es un desastre absoluto. Hace poco se derrumbó otro edificio de La Habana. Lo vi en la televisión y lo que puedo decir es que esa es la imagen que explica todo lo relativo al país: un derrumbe total, una ruina. Creo que, al final, de todas esas cenizas, renacerá un día una nueva Cuba.