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Cuba: entre desesperanzas y “provisionalidades”

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Cuba: entre desesperanzas y “provisionalidades”
Cuba: entre desesperanzas y “provisionalidades”

LA HABANA, Cuba.- “Hay que aguantar hasta que podamos irnos. Esto aquí es provisional”. Lo he escuchado siempre de algunos amigos nada “oficialistas” pero de hace un tiempo para acá lo he oído de gente que, profunda u oportunistamente “comprometida” con el régimen, me habían aconsejado “suavizar” mis opiniones políticas “por mi propio bien”. Ahora pudiéramos decir que el estado de “provisionalidad”, la certeza de que Cuba es un lugar al que hay que abandonar sí o sí, es una idea fija en la mente de los cubanos y cubanas, y probablemente la más peligrosa porque no deja esperanzas para los que aún sueñan con un país libre de dictaduras al que se pueda retornar definitivamente. La provisionalidad es devastadora y sus efectos están visibles en todas partes.

No es difícil encontrar en cualquier lugar a personas de distintas edades hablando de su idea de futuro en la cual Cuba es simplemente el lugar donde por una casualidad nefasta les tocó nacer y de donde tienen que salir lo más pronto posible. Ahora, a diferencia de una década atrás, no hay siquiera rastros de dudas y todo es certeza de que se acabó eso que retuvo a generaciones anteriores, esperanzadas por la idea de un posible cambio en las relaciones entre el poder político y los ciudadanos.

Lo visto y escuchado en las últimas semanas, a raíz de las protestas, confirman que el gobierno está dispuesto no solo a repetir los mismos errores y excesos sino además a reforzar su perversidad, precisamente en virtud de esa provisionalidad que ya no nos “invade”, como pensábamos hace unos años, sino que ahora nos ha “colonizado” el pensamiento.

Alarmados por los fracasos constantes de un sistema que arruinó los sueños de padres y abuelos, ya no son muchos los que apuestan por una permanencia en el espacio nacional que tanto compromiso exige a cambio de un desarrollo personal atiborrado de límites y que los obligaría toda la vida a adoptar estrategias de enmascaramiento, de pura sobrevivencia, lo cual convierte el entorno propio en una zona de represión y autorrepresión, de tensiones constantes entre el querer ser y la imposibilidad, entre el deseo y la conveniencia, todo eso unido a la certeza demoledora de avanzar hacia ninguna parte.

Nacida de otros sentimientos afines como el desencanto, la desesperanza y la apatía, la provisionalidad es parte de una de las tantas maniobras de resistencia pasiva y adaptabilidad a ese sistema con el cual se discrepa públicamente o en privado.

Las frases ya comunes escuchadas en boca de casi todos como: “cuando me vaya”, “el día que logre irme de este país”, “afuera será diferente”, “aquí en Cuba no se puede…”, “Ay, mijo, esto es Cuba…”, “tienes que irte para lograrlo”, se unen a las exhortaciones similares de aquellos que envejecen y que están convencidos de que no hay solución a los problemas de Cuba mientras el compromiso ideológico y la terquedad oficial se impongan al sentido común, frenando las libertades políticas y económicas de los ciudadanos.

Quienes han sido invadidos por el sentimiento de provisionalidad solo alcanzan a ver una perspectiva de cambio personal o familiar en la renuncia a vivir en el espacio donde nacieron, a manera de una fuga o acto de salvación.

Me estremece observar cómo se han generalizado estas actitudes, pero mucho más me inquieta que no sea una opción, sino la única respuesta al acorralamiento. Porque no se trata de elegir entre un albedrío “supervisado” y las libertades que intuyen en otro lugar allende los mares, sino de evadir el encierro prolongado e inútil, amparados en esa posibilidad de apostar que les ha sido negada bajo pretextos de todo tipo. Posibilidad, tengamos claro, que supone la ocurrencia de un verdadero milagro económico en sus vidas.

Si antes la provisionalidad consistía en marcharse solo por un tiempo, con la expectativa de un retorno a raíz de un cambio político favorable, ahora el sentimiento se torna definitivo, bien radical en algunas personas que, cuando ven cerrarse las puertas del país a sus espaldas, saben que ha terminado un periodo de condena y que es el momento de enterrar el pasado mil metros bajo tierra y, tal vez, resurgir como ser humano y no como pieza o cobaya de un experimento social fallido del cual no avizoran el final.

Desde la provisionalidad, la idea del retorno definitivo al espacio natal estará siempre asociada —y con total razón— a un sinnúmero de imágenes negativas del pasado y, sobre todo, al temor a padecer nuevamente el encierro y renunciar quizás de modo concluyente a las libertades personales ganadas para condenarse a una nueva aventura de supervivencia, aguante y silencio, y eso funcionará en la mente de cualquier ser humano, haya vivido en Cuba o no, como una entrega voluntaria al mundo de las pesadillas o, peor aún, al de los muertos.

Por una parte, el espacio natal es el lugar invadido por el “no se puede”, “no digas eso”, “mejor te callas”, “no cojas lucha”, “ahora no”; la imposibilidad va conformando los contornos de nuestro espacio personal al punto de que la individualidad se desvirtúa en sometimiento y nuestro lugar de realización personal se desplaza bien lejos, se posterga.

Una buena parte de los cubanos intuye esta realidad y, como renuncian por miedo u oportunismo a su derecho de rebeldía frente a las injusticias, a la desobediencia, provisionalizan todo cuanto existe en ese espacio de lo transitorio: desde la familia hasta los amigos, desde la nación hasta los objetos personales, pasando por la cultura, el idioma, la ideología. Todo aquí es efímero, es decir, siempre a la espera de ese instante en que el país natal se disipa irreversiblemente en el horizonte.

Si retornaran alguna vez sería para encontrarse con ese otro lugar no cotidiano, artificial, que les fue prohibido, el país vitrina que han visto exhibirse no solo en las revistas de turismo sino además en los discursos oficiales, y que tal vez soñaron vivir, disfrutar, si es que la provisionalidad no les hizo borrar de la mente incluso esos engendros de pirotecnia, fabricados más que para sostener una economía, para venderle al mundo lo que no es Cuba en verdad para los cubanos sin recursos ni poder para agenciárselos, es decir, para la mayoría.

Hace algún tiempo me encontré con un amigo de mis tiempos de estudiante, de esos que siempre me recuerdan entre risas aquellos días de “Período Especial” en que junto con Vladimir Regueiro, actual ministro de Finanzas —mi otro buen amigo en aquel entonces—, esperábamos por horas una guagua para retornar a casa después de salir de la universidad. Era el momento en que no pudiendo hacer otras cosas que esperar y esperar en la parada hablábamos largamente de lo malo que estaba el transporte, por supuesto, pero también de lo que haríamos en el futuro, de todo lo bien o mal que lo imaginábamos.

Hoy al parecer estamos ya en ese futuro, y como me ha dicho ese amigo que me encontré casualmente, recordándome nuestros tiempos de estudio, si este es el momento del que hablábamos y en el que casi todos los amigos de aquella época siguen presentes, aunque la mayoría muy lejos de aquí, se pudiera decir que es como la pesadilla que jamás imaginamos, reforzada por la imagen de uno de nosotros —uno de los que como yo esperábamos para subir la guagua a empujones, como en un asalto— formando parte de ese régimen que ha reforzado en nosotros el sentimiento de provisionalidad.

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