LA HABANA, Cuba. – Si todo cuánto ha sucedido por estos días con los regímenes dictatoriales de la región no ha indignado lo suficiente como para volcarnos a las calles a tiempo completo, entonces es muy probable que veamos a Nicolás Maduro, a Daniel Ortega y a Miguel Díaz-Canel morir de vejez tranquilamente en sus puestos, así como vimos irse a Fidel Castro sin pagar por los crímenes cometidos, y como veremos pronto a su hermano decir adiós con una sonrisa burlona en los labios. A fin de cuentas se saldrán con las suyas y los que dejamos que lo hicieran —sea por miedo, por apatía o resignación, por complicidad— no merecemos otra despedida más allá de la carcajada en el rostro.
Nos merecemos la burla porque no se puede tener compasión ni lástima por un pueblo que enciende velas y dedica oraciones al cantante que agoniza, pero que nada hace por presionar y castigar a los gobernantes por la muerte de más jóvenes inocentes, que ni siquiera exige jornadas de luto o que no se ofende porque la noticia de lo ocurrido en Holguín no ocupe titulares en los medios oficiales y, peor que eso, que la tragedia sea tratada como insignificante frente a los redundantes reportes sobre una ridícula “caravana de la libertad” que más bien parece un carnaval de esperpentos, o sobre una Venezuela idiotizada por el chavismo que nada tiene que ver con la voluntad de la mayoría de los venezolanos y venezolanas que añoran el retorno de la democracia.
Pero no han sido los medios de propaganda del régimen los que han sepultado la noticia de las explosiones en Holguín sino nosotros mismos con nuestra “tolerancia” infinita frente al abuso, con nuestros egoísmos y nuestra falta de empatía, con nuestra desbordada credulidad, todas actitudes estudiadas por el régimen y que bien sabe usar a su favor en estos casos, cuando le conviene que algo tan extraordinario y trágico, tan escandaloso como lo ocurrido pase inadvertido incluso para los medios de prensa extranjeros, incapaces de analizar la situación real más allá de las notas divulgadas por el Ministerio de las Fuerzas Armadas (MINFAR), que solo por ser la misma institución que oculta información sobre sus empresas, y que mantiene acuerdos de colaboración con Rusia y China, ya hay suficiente como para que dudemos de la veracidad de sus comunicados.
Pero a los medios foráneos —a unos por su lejanía del escenario y a otros porque buscan conservar las credenciales en la Isla, a la espera de algún día tener la primicia de reportar en vivo ese final de la dictadura largamente postergado— se les puede “perdonar” que prioricen en sus reportes la inauguración de la Torre K o la apertura del más reciente mercado en dólares. A los cubanos y cubanas, no.
Los que no podemos dar la espalda al asunto, mucho menos volteando el rostro hacia el lado que nos ordenen que miremos desde el Noticiero de Televisión, somos nosotros, a los que debiera preocuparles como un asunto personal la desaparición y muerte de estos chicos del Servicio Militar Activo, ya por la altísima probabilidad de que vuelva a ocurrir (en tanto ya ocurrió en el pasado reciente, y en tanto esos arsenales bajo tierra están por todos lados), ya porque nadie puede asegurar con total certeza que fue un “accidente”, mucho menos cuando aún ningún experto se ha emplazado en el punto cero, cuando ninguno sabe a ciencia cierta lo que inició las detonaciones, si fue accidental o intencional.
Ambas posibilidades llevan análisis mucho más profundos que simplemente aceptar el accidente como algo casual, sin mayor importancia que el susto y sin mayor trascendencia que unas cuantas familias enlutadas. Si fue verdaderamente accidental, hay jefes a los que responsabilizar y castigar, y hay normas y protocolos que cambiar o hacer cumplir estrictamente. Si fue intencional, entonces la situación se torna más compleja, y eso es algo por lo cual el régimen buscaría desviar la atención con urgencia en tanto lo expone demasiado vulnerable, incluso si detrás de la intencionalidad solo hubiera el acto de un suicida, que no sería el primero en una soldadesca abusada, esclavizada, que percibe el Servicio Militar Activo como una condena al infierno, como la extrema falta de libertad en un escenario absolutamente sin libertades y sin oportunidades.
Casi todos, por comodidad o porque ciertamente no nos importa (que es lo más grave), nos hemos ido conformes con la versión oficial sobre unos proyectiles vencidos que estarían siendo clasificados para su traslado a otro lugar, una historia fácil de creer si no estuviera acompañada de extrañas coincidencias, como la fecha elegida para el trasiego —cuando debido a las festividades de finales e inicio de año las actividades en la mayoría de las unidades militares se reducen al mínimo esencial—, y la proximidad de la juramentación presidencial en Venezuela, para la cual el régimen de Maduro no solo activó al ciento por ciento su Ejército, sino también las Fuerzas Armadas y de seguridad de sus aliados.
Tengamos en cuenta que, a pesar de la situación tensa en Venezuela, de la posibilidad de que unas protestas masivas de la oposición arruinaran la consumación del golpe de Estado, y de que al menos varios jefes del Ejército de Maduro decidieran obedecer al legítimo presidente electo Edmundo González (una posibilidad demasiado remota pero no despreciable en asuntos de seguridad), Miguel Díaz-Canel se preparaba a asistir a la ceremonia de investidura de Maduro y, por tanto, necesitaba emplazar en Caracas un cuerpo de seguridad propio y reforzado capaz de enfrentar cualquier ataque sorpresivo pero, sobre todo, capaz de extraerlo de la zona de conflicto, y para eso sin dudas se llevó el suficiente armamento para resistir una embestida, así como al mismísimo jefe de seguridad de Raúl Castro.
Mientras dudamos todo el tiempo de la sinceridad de las versiones oficiales en otros asuntos, hemos aceptado esta tan fácilmente que es difícil no extrañarse. Más cuando el tratamiento de la noticia en los medios de propaganda está intencionalmente dirigido a hacernos pasar página lo más pronto posible, y cuando las notas del MINFAR dejan más preguntas que respuestas.
Con pasmosa facilidad podemos intuir el engaño en lo que nos dicen sobre los “beneficios” de la dolarización o sobre la ayuda a los damnificados del último huracán (conociendo el desamparo que aún afecta a los del primero y hasta el penúltimo), sobre la falta de liquidez para adquirir alimentos y combustible pero, en cambio, aceptamos a la primera que la muerte de tantos jóvenes han sido esa casualidad y ese accidente que los militares han concluido aún sin investigar.
¿O realmente lo sucedido en Holguín es para ellos tan evidente que no es necesario esclarecer nada? Parece que tampoco hace falta castigar a los culpables de que se enviara a unos chicos inexpertos a realizar una actividad tan peligrosa como clasificar munición vencida (propia de personal experto) o para extinguir un incendio de grandes proporciones en un depósito de combustible.
Hoy, relegadas por la fanfarria de influencers y tontos útiles, muy pocos nos estamos haciendo tales preguntas, aún a sabiendas de que las respuestas están siendo sepultadas a toda prisa, mientras somos entretenidos con el sube y baja de la tasa del dólar, el comienzo de la venta de autos y todo cuanto nos sirva para pretender que somos “normales” en un país donde unos jóvenes mueren sin que nadie se enoje o al menos encienda una vela por ellos. Con tales señales, habrá dictadura por siempre.