LA HABANA, Cuba. – A principios de 1896, un año después del Grito de Baire que marcó el reinicio de la lucha contra el poder colonial español, las tropas de la Corona esperaban la llegada del nuevo capitán general, Valeriano Weyler, y 20.000 soldados enviados como refuerzo para ponerle freno a la insurrección, que se había extendido rápidamente por toda la Isla hasta llegar a Occidente.
En Pinar del Río, el lugarteniente general Antonio Maceo acampaba junto a 2.000 hombres, dispuesto a presentar batalla en el corazón mismo del poder español dentro de la Isla. Ni el número de los efectivos recién llegados de España, ni la legendaria ferocidad de Weyler, hicieron mella en la resolución de Maceo y Gómez. La ofensiva preparada por el Titán de Bronce no dio tregua a los soldados españoles, que se vieron obligados a replegarse hacia los pueblos fortificados de Vueltabajo, mientras las tropas cubanas controlaban los campos.
El 4 de octubre de 1896 tuvo lugar una de las más cruentas batallas en el marco de la guerra que Martí llamó “necesaria”. En Ceja del Negro, una localidad próxima a Viñales, se produjo el encuentro entre las tropas mambisas y tres columnas españolas que pretendían cerrarles el paso.
Poco antes del suceso, la providencia había llevado hasta las costas cubanas una expedición liderada por el patriota puertorriqueño Juan Rius Rivera, quien, junto a otros hermanos de lucha, desembarcó armas, municiones y una oportuna pieza de artillería neumática que causaría estragos al enemigo.
La superioridad numérica de los peninsulares poco pudo hacer ante el planteamiento estratégico de Antonio Maceo. La impedimenta cubana fue atacada con saña, ocasionando la muerte de mujeres y niños; pero los españoles sufrieron más de 500 bajas entre muertos y heridos, un triunfo contundente que demostró a la metrópoli que los cubanos estaban bien organizados y dispuestos.
El combate de Ceja del Negro obligó a España a modificar su estrategia para impedir a toda costa el avance del Ejército Libertador. La despiadada Reconcentración de Weyler, que había sido decretada en febrero de ese año para evitar que los campesinos apoyaran a los insurrectos, se recrudeció a tal punto que, para cuando acabó la guerra, más de 100.000 reconcentrados habían muerto de inanición y enfermedades.