MIAMI, Estados Unidos. – Cuando Ileana Arango Cortina me dio hace varios días el testimonio de su vida pensé inmediatamente en todos aquellos que durante décadas ayudaron al abyecto régimen castrista a cometer abusos y atropellos como los padecidos por ella y su familia. Se pregunta uno cómo muchos de esos colaboradores del régimen pueden vivir, dentro o incluso fuera Cuba, con la conciencia tan tranquila, sabiendo como saben a estas alturas lo que esa falacia llamada “Revolución” representa.
A Ileana la conocía desde hace años por sus actividades con el grupo de mujeres cubanoamericanas exiliadas MAR por Cuba, la organización de la que es su vicepresidenta y con la que hace más de 30 años colabora. Por su discreción, estaba yo lejos de imaginar que esta mujer que hoy tiene 87 años hubiera pasado por tantas desolaciones desde el 1° de enero de 1959. Le fusilaron al cuñado, le encarcelaron durante 15 años a su esposo y cinco a su hermano, se quedó ocho sin poder reunirse con sus hijas menores en el exilio y, cuando llegó finalmente a Miami, en 1973, ya sus padres y abuelos habían fallecido, de modo que nunca más los pudo ver (habían salido de la Isla mucho antes que ella).
Me encuentro con Ileana en su casa en Coral Gables. Y de nuestro intercambio surgió este valioso testimonio.
―Cuéntanos de tus orígenes.
―Nací en La Habana en 1937, y a la vieja usanza. Es decir, no en una clínica sino con una comadrona que asistió a mi madre durante su parto, que tuvo lugar en la casa de mi abuelo materno, José Manuel Cortina García, en la calle K esquina 27 (actual casa de la FEU) en el barrio El Vedado.
Bajo ese mismo techo viví hasta los seis años, cuando me mudé con mis padres para Miramar, a la casa que estaba en la misma esquina de la Quinta Avenida y la calle 42, justo enfrente de la escultura de La Copa (a esa casa la convirtieron en una escuela primaria llamada Vo-Thi-Thang a partir de los 70).
Mi madre, Ofelia Cortina Corrales, era hija de José Manuel Cortina García y de María Josefa Corrales. Su padre había sido alguien estrechamente vinculado con las guerras de independencia y la República de Cuba. El abuelo José Manuel había nacido en San Diego, provincia de Pinar del Río, y era hijo de un agricultor de ascendencia vasca. Fue abogado, periodista, representante de la Cámara Baja y senador. Había sido secretario del presidente Alfredo Zayas Alfonso, ministro de Exteriores en el gobierno de Federico Laredo Bru, justo en la época en que yo nací, y también del primer gobierno de Fulgencio Batista, razón por la cual fue uno de los constituyentes encargados de redactar junto a Manuel Márquez Sterling la célebre Constitución de 1940. También era hacendado y tenía una finca llamada La Luisa en Arroyo Naranjo y un extenso latifundio: el Cortina, en Pinar del Río, dedicado a la ganadería, la siembra de tabaco, frutales y la extracción de resina de pinos, que el castrismo confiscó para luego dejar que lo vandalizaran y destruyeran. Con mi abuela tuvo cuatro hijos: Ofelia (mi madre) y mis tíos Esther (casada con Néstor Carbonell), José Manuel (con Cusa Macías) y Humberto (con María López Sánchez).
―¿Y por el lado paterno?
―Mi padre, Enrique Arango Romero, nació en 1904 en La Habana y también era abogado e hijo de Francisco Arango Mantilla y Mercedes Romero León. Mi abuelo Francisco fue uno de los nietos de Francisco de Arango Parreño, latifundista, regidor, diputado a Cortes en España, entre otros títulos que incluyen el Marquesado de la Gratitud, pero sobre todo fue un sobresaliente economista. Uno de sus hermanos, mi tío Francisco, estaba casado con Isabel Ortiz, la hija del Dr. Fernando Ortiz, gran intelectual cubano. Además de su bufete de abogados, sito en el Edificio Ámbar Motors, mi padre era presidente del Sindicato Territorial de La Habana S.A., propietario a su vez del balneario La Concha (cuyo incendio acaba de ocurrir, aunque lo tenían abandonado desde hace años), en la Playa de Marianao, entre otros sitios turísticos del país.
―¿Dónde cursaste tu escolaridad?
―El kínder y el primer grado los cursé en el Colegio Margot Párraga que quedaba en la calle Calzada del Vedado. Luego me pusieron en la Merici Academy, que estaba en ese mismo barrio, en Línea, y en donde las clases eran en inglés por las mañanas y en español por las tardes. Este colegio había sido fundado por las monjas ursulinas estadounidenses de Nueva Orleans, en 1941. Además, tuve la suerte de que, junto a mis primos Néstor y Martha Carbonell Cortina, tuve institutriz de francés, con lo cual hablaba las dos lenguas de manera fluida.
Luego, para séptimo grado, como mis padres querían que hiciera lo que se llamaba “ingreso”, una especie de preparatoria antes de entrar en el bachillerato, me inscribieron en el Sagrado Corazón del Cerro, pues el del Country Club todavía no había sido inaugurado. Estudié primero y segundo años de bachillerato y, en 1952, me enviaron a estudiar a Estados Unidos, exactamente en Tuxedo Park, en las afueras de Nueva York, a un colegio de las hermanas de la Caridad llamado Mount Saint Vincent Academy. Allí cursé el tercero y cuarto de high school. Había otras latinoamericanas y cubanas que estudiaban conmigo.
Cuando regresé a La Habana en 1954 entré a la Universidad de Santo Tomás de Villanueva, pero solo estuve año y medio porque me casé en 1956 y, pensé que podía seguir en la Universidad de Santiago de Cuba, a donde nos habíamos mudado después de casados, pero esta estaba cerrada por la situación política del país.
―¿Qué pasó en los años que precedieron al 1° de enero de 1959?
―Como dije me casé con Ramón “Rino” Puig Miyar, cuyo hermano Manuel ―a quien todos llamábamos Ñongo― era el esposo de mi hermana Ofelia. Rino trabajaba para la Bacardí desde muy joven y para perfeccionar sus conocimientos de la compañía lo enviaron a tomar un curso en la NYU, en Nueva York. El caso fue que, cuando acabó el curso, lo ubicaron en las oficinas que tenían en Santiago de Cuba y para allá nos mudamos. Los padres de Rino eran catalanes de Santiago y mi suegra había quedado traumatizada con el terremoto que hubo en esa ciudad oriental en 1932. El caso es que, en ese momento, decidieron irse a Barcelona. Allí vivieron en Valvidriera, el pueblo de la familia, pero al estallar la Guerra Civil Española decidieron regresar a Cuba.
―¿Se dieron cuenta de lo que estaba por venir?
―En Santiago de Cuba vivíamos en la calle 13 entre la 4 y la carretera del Caney, en el reparto Vista Alegre. Desde la casa veíamos las estribaciones de la Sierra Maestra y, evidentemente, presenciábamos la situación política, los tiroteos y lo que estaba fraguándose. Mi primera hija, Ileana Cristina, nació en esta ciudad en febrero de 1958 y dos días después fue el sabotaje por parte de la guerrilla a las instalaciones de la refinería Texaco. Y la segunda, Annette, nació en La Habana en 1959.
La vida cotidiana en Santiago había ido empeorando. Recuerdo incluso que, mucho antes, un 30 de noviembre de 1956, fui a la iglesia de Vista Alegre y vi a muchos jóvenes uniformados. Se estaban preparando para el desembarco del yate Granma, que se esperaba ese día, pero no ocurrió hasta el 2 de diciembre. Le pregunté a una vecina que vivía en la casa de detrás de la nuestra y a quien le habían fusilado un hijo cuando lo del Moncada, y me respondió: “Cállate y métete en la casa”.
Por supuesto, como casi todo el mundo, deseábamos que aquella situación acabara de una vez. Como éramos demócratas convencidos no estuvimos de acuerdo con el golpe de Estado de Fulgencio Batista en 1952 y aspirábamos a que se respetara el orden constitucional por el que había luchado mi abuelo. En Santiago, mi esposo Rino recaudó fondos para ayudar a los alzados, sobre todo porque veíamos la gran cantidad de muertos que el régimen de Batista cobraba.
El 28 de diciembre de 1958 salimos de Santiago rumbo a La Habana. La ciudad oriental estaba esperando de un momento a otro la entrada de los barbudos. Llegando a La Habana le dije a la familia que la situación era muy delicada, pero no me creyeron. El 1° de enero de 1959, tras la huida de Batista y la primera alocución de Fidel Castro, mi suegra lo oyó y dijo inmediatamente: “Esto es comunismo”. Nadie mejor que ella para saberlo porque cuando la Guerra Civil Española, la casa de ellos en Barcelona fue ocupada por “los rojos” y fue así que tuvieron que huir del país.
―¿Cómo fueron esos primeros meses, viniendo como vienes de una familia tan marcada desde el punto de vista político?
―Mi primo Néstor Carbonell y mi abuelo José Manuel Cortina intentaron desde enero de 1959 formar un gobierno de transición. Pero el 8 de enero de 1959 mi hermano Eduardo Arango Cortina cae preso por estar implicado en la conspiración trujillista batistiana contra Fidel Castro. Pronto nos dimos cuenta del giro que estaban tomando los acontecimientos, y hubo varios detonantes como el comienzo de los juicios sin proceso de ley y, como consecuencia, los primeros fusilamientos. Otro acontecimiento fue el juicio contra los pilotos entre febrero y marzo de 1959. Recordemos que fueron absueltos y Castro ordenó que fueran juzgados nuevamente. Como resultado de esta arbitrariedad, los condenaron a 30 años. Pudimos darnos cuenta inmediatamente de los dobleces y las violaciones del nuevo gobierno.
Tal era la polarización política del país que las amistades podían traicionarte sin que importaran los vínculos en el pasado. Por ejemplo, cuando mi hermano cayó preso en el cuartel Columbia le pidió a un amigo íntimo que nos comunicara que estaba vivo. Dicho amigo, quien venía a casa diariamente y almorzaba con nosotros, le respondió que él no podía hacer eso porque significaba “traicionar a la Revolución”.
A mi hermano Eduardo lo sentenciaron expeditivamente a seis años de privación de libertad y lo mandaron a la cárcel de Isla de Pinos. De esos seis años cumplió cinco. No completó la condena porque se enfermó con atrofia muscular y le permitieron salir del país directamente de la cárcel para Madrid. Llegó a Miami más tarde, en 1968.
―Sé que inmediatamente se suman a la lucha contra el gobierno de Fidel Castro. ¿Qué consecuencias tuvo para ustedes?
―El ambiente era espantoso. Nosotros vivíamos en Miramar y mis padres también, exactamente en el edificio Riomar que quedaba en La Puntilla. Los antiguos empleados que antes eran tan atentos y amables se convirtieron en harpías. El 22 de octubre de 1960, mi esposo Rino cayó preso. Iba a asistir a una reunión, junto a otros conspiradores, cuando alguien de su mismo grupo dio un chivatazo y los capturaron a todos. El juicio tuvo lugar un mes después (Causa 498 de 1960) y a finales de 1960 ya estaba encarcelado en el presidio político de Isla de Pinos. Le impusieron una condena de 15 años que cumplió hasta el final. En ese momento su hermano Manuel (Ñongo) logró escapar y salir del país en dirección de Miami.
―Pero lo peor estaba por venir…
―En efecto. Mi cuñado Ñongo apenas llegó a Miami se unió a los grupos de infiltración y regresó a Cuba como clandestino en marzo de 1961. Junto con este grupo venía Humberto Sorí Marín, excomandante de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) y exministro de Agricultura. Tenían la responsabilidad de preparar la invasión desde dentro junto con los grupos clandestinos que operaban en la Isla. En ese mismo mes de marzo, antes de bahía de Cochinos, les tendieron una trampa en una reunión que tenía lugar en una casa en el Biltmore y lo encarcelaron. Mi hermana Ofelia era la encargada de conducirlo a esta reunión. Yo, al ver que anochecía y que mi hermana Ofelia no se había comunicado conmigo, sospeché lo peor y me dirigí al edificio Riomar para comunicarle a mis padres lo que temía. Para ellos fue un gran shock pues no sabían que Ñongo estaba en Cuba.
Al día siguiente, fui con mi padre a la sede de la Seguridad del Estado, el llamado G2, en Quinta Avenida y calle 14, y tuve suerte de que pude ver a Ñongo detrás de los barrotes de una ventana. Cuando le pregunté por mi hermana Ofelia fue que se dio cuenta de que también a ella la habían detenido. Tuvimos suerte de que un miliciano se nos acercó y nos dijo que mi hermana se hallaba detenida en la misma casa en donde iba a ocurrir la reunión clandestina. A los pocos días a todas las mujeres apresadas las llevaron para la sede de la Seguridad del Estado.
Pasaron los días hasta que llegó la esperada invasión de bahía de Cochinos con las consecuencias que todos conocemos. Recuerdo que le dije a mi padre: “Si juzgan a Ofelia y a Ñongo puedes estar seguro de que a este último lo fusilan”.
―Y así fue, ¿no?
―Por supuesto. En la brigada de exiliados tenía a dos primos: Humberto Cortina y Néstor Carbonell Cortina. Este último no llegó a desembarcar porque era parte del grupo de Miró Cardona que debía hacerlo por Oriente. Humberto, por su parte, sí lo hizo y lo hirieron y apresaron.
Fueron días caóticos. Mi esposo Rino y Eddy, mi hermano, incomunicados en Isla de Pinos, dos primos que no sabíamos dónde estaban durante varios días. El 19 de abril a primera hora de la mañana recibimos una llamada de mi hermana comunicándonos que el juicio era ese mismo día.
Todas las provincias estaban incomunicadas y el abogado que iba a defender a Ofelia y Ñongo se encontraba en Santa Clara. En consecuencia, mi padre, como era abogado, tuvo que ocuparse de la defensa de su hija Ofelia y de su yerno Ñongo. Asistí al juicio, causa N° 152 de 1961, en la fortaleza de La Cabaña, el 20 de abril de ese mismo año. Aquello fue un auténtico circo romano. Y el jurado completamente kafkiano con las piernas encima de la mesa. En un momento dado, la defensa le preguntó al fiscal que en qué se basaban para decir que ellos eran “contrarrevolucionarios” y este respondió: “Cuando vas a pescar abres un huequito y metes a los gusanos. Pues bien, todos junticos son eso, gusanos, como los que estamos juzgando aquí”.
Ñongo fue condenado a paredón. La apelación ocurrió en ese mismo instante y el fiscal encargado de procesarla, un tal Mago Robreño, llegó borracho y dijo que tenía mucha prisa. Cuando supimos el veredicto le dije a mi madre: “Ni una lágrima. Esta gentuza no lo merece”. Fue la primera vez que vi a mi padre llorar al tener que decirle a Celia Miyar, la madre de su yerno, que no lo había podido salvar.
Mi padre y yo habíamos ido a Guanabacoa para ver si a mi hermana ya le habían dado la libertad, lo cual no sucedió hasta pasado varios días. Al llegar a casa teníamos un mensaje de Cuca Martínez, la hermana de Alicia Alonso, la bailarina, quien se había enterado de que los cadáveres de los fusilados los iban a llevar al cementerio a primera hora de la mañana y al estar ella allí, pudo reclamar el cadáver de Ñongo y evitar que fuese enterrado en fosa común. El cadáver de Ñongo fue trasladado al panteón de la familia al cabo de los seis meses después de que el régimen lo autorizara. Cuca había estado tratando de salvar a Rafael Díaz Hanscom, el exesposo de Laurita Alonso Martínez, la hija de Alicia, pero no lo había logrado, así que también lo fusilaron a él. Es increíble que tanto Alicia como su hija permitieran que este asesinato se llevara a cabo. Contrariamente a las dos, Cuca fue siempre muy anticastrista. Por eso intentó ayudarnos.
Entre los procesados de la causa estaban también Dionisio Acosta Hernández, Ofelia Arango Cortina, Georgina González Blanco, María Caridad Gutiérrez García, Yolanda Álvarez Bárgaza, Berta Echegaray Carreiras, Oscar Echegaray Carreiras, Eulalia de Céspedes Company, Pedro de Céspedes Company, Narciso Peralta Soto, Eduardo Lemus Pérez, Juan A. Picallo Ferrer, Orestes Frías Roque, León Blanco Ernesto Rivero de la Torre, Felipe Dopazo Abreu, Juan Castillo Crespo, Iluminada Fernández Ortega y Marta Godínez Valor.
En la madrugada del día 20 de abril de 1961, fusilaron a ocho de los procesados en la causa 152. Fueron ellos: Humberto Sorí Marín, mi cuñado Manuel Lorenzo Puig Miyar (Ñongo), Gaspar Domingo Trueba Varona (Mingo), Rogelio González Corso, Gabriel Enrique Riano Zequeiro, Rafael Díaz Hanscom, Eufemio Fernández Ortega y Nemesio Rodríguez Navarrete. A mi hermana Ofelia, que también era parte de los enjuiciados, la llevaron a Guanabacoa y días después la liberaron. Son muchos los crímenes del castrismo que han quedado impunes.
―¿Te quedaste en Cuba?
―Tenía a mi hermano y a mi esposo presos. Nos confiscaron todas las propiedades. Mi hermana Ofelia con sus hijas salió para Miami en 1961, después que le fusilaron a su esposo. Mis padres permanecieron en la Isla porque quedábamos yo, mi esposo y mi hermano. Eddy salió finalmente de prisión, como dije, después de cumplir cinco años, y entre tanto mi hermana Ofelia se enfermó en Miami. Fue entonces que decidimos que mis padres salieran al exilio con mis dos hijas menores. Yo autoricé la salida de mis hijas porque temíamos lo que pudiera pasar con los niños y la pérdida de la patria potestad de la que mucho se rumoraba. Esto sucedió el 22 de octubre de 1966. Cuando se fueron me echaron del apartamento de ellos en el edificio Riomar, argumentando que ese edificio solo podía ser para personas del gobierno. Por suerte, me abrieron las puertas de su casa María Súter ―una gran mujer― y su hija Vicky (cuyo esposo Armando Zaldívar Pita también estaba preso, condenado a 30 años de prisión por su alzamiento en el Escambray), quienes vivían cerca de la playa de Marianao. ¡Después de tener tantas propiedades mis padres y abuelos, ni casa donde vivir me dejaron!
Las visitas a la prisión en donde estaba Rino las autorizaban cuando les daba la gana. El viaje era un auténtico viacrucis. Cada prisión tenía sus propias dificultades. La de Isla de Pinos era la peor pues había que hacer un viaje en ferry que duraba de 12 a 14 horas o, de lo contrario, ir en avión. Para hacerlo vía aérea era necesario hacer la cola durante días y tener en mano el telegrama anunciando la visita ya que sin este se perdía pasaje y dinero.
Durante las visitas, te revisaban cualquier bulto que llevabas, te obligaban a sacarlo todo. Si los guardias eran fresquitos se mostraban implacables. Los más viejos tenían un poco más de condescendencia y aunque te quitaban siempre cosas siempre resultaba menos que los novatos. Al cargo de las requisas personales estaban unas feroces milicianas que de forma muy humillante te toqueteaban por todas partes.
―¿Cómo viviste la década de 1960 en Cuba y cuándo logras salir?
―Me quedé sola. Me di cuenta de que necesitaba trabajar y empecé como secretaria en la embajada del Líbano. Luego hice traducciones y hasta estuve como maestra en el único colegio más o menos privado que existía: el Hillside School of Havana, fundado por una inglesa llamada “Penny” (Phyllis) Powers y al que asistían los hijos de diplomáticos y extranjeros residentes en Cuba.
Otra de mis actividades, la más importante, era visitar a mi esposo Rino cuando lo autorizaban. A estas visitas siempre me acompañaron mis dos hijas hasta que se fueron del país. Ellas tenían uno y dos años y medio cuando lo arrestaron. Rino estuvo primero en La Cabaña, luego en la Isla de Pinos hasta que cerraron el llamado Presidio Modelo ―que de modelo no tenía nada. Después en Sandino, pueblo de reconcentrados en Pinar del Río donde habían instalado a los alzados del Escambray y, finalmente, en la cárcel de Melena del Sur de donde salió finalmente, después de cumplir los 15 años de cárcel, el 22 de octubre de 1975.
En 1970, cuando trabajaba como secretaria en la embajada de Indonesia, me llegó un telegrama autorizando mi salida de la Isla. Podía irme a condición de trabajar primero en la agricultura o en alguna de las actividades que el gobierno le imponía como castigo a quienes deseaban irse del país. Como no me veía trabajando en el campo debido a las distancias y las visitas a Rino, tuve un intercambio de palabras con los funcionarios encargados de las ubicaciones y pude conseguir que me pusieran en una marmolería que quedaba en el Ensanche de La Habana, cerca de la calle Ayestarán, puliendo mármoles. Después estuve haciendo lo mismo frente al Cementerio de Colón y en La Lisa. Además, me mandaron a trabajar en la construcción del anfiteatro del Parque Lenin que se encontraba en las afueras de La Habana, junto con otras mujeres que iban a abandonar el país. Estuve tres años cumpliendo con ese trabajo forzado hasta que me llegó la salida después de ocho años sin haber visto a mis dos hijas. Llegué a Miami un 7 de febrero de 1973 justo dos días antes de que mi hija mayor cumpliera los 15 años. Lo había dejado de ver cuando tenía siete.
Por supuesto, nunca volví a ver a mis abuelos José Manuel Cortina y María Josefa Corrales, quienes habían salido al exilio en 1961 y fallecido antes de que yo llegara. Tampoco volví a ver a mis padres, fallecidos ambos en 1972, un año antes de que me dejaran salir de Cuba. Tengo que aclarar que, aunque estaban al corriente de la enfermedad de mi padre y de las condiciones de mi familia, en Inmigración siempre me decían que yo no me iba nunca del país. Un día, durante una entrevista en una dependencia del Ministerio del Interior, me dijeron que me preparara porque mi esposo nunca iba a salir de la cárcel.
―Saliste y tu esposo se quedó preso…
―Rino no logró salir de Cuba hasta 1977. Mi hermana Ofelia se había ocupado de la crianza de mis hijas hasta mi llegada. Terminé viviendo en Gainesville con mi hermana, pues mis hijas estaban estudiando allí. Por suerte, Ofelia pudo reponerse, gracias a Dios, de los golpes muy fuertes que recibió. Sacó su carrera de Psicología y ejerció.
Yo empecé a dar clases de Español al principio y me instalé en Miami en agosto de 1973. Un primo de mi esposo me consiguió poco después un trabajo de secretaria en la empresa de Duty Free de los perfumes Rochas. Por suerte mis padres habían comprado un pequeño townhouse en Westchester y eso me permitió encaminarme durante los primeros tiempos en el exilio. Rino, como dije, no fue autorizado a salir del país hasta 1977, pues a pesar de que cumplió la sentencia de 15 años en 1975 lo obligaron a trabajar en la construcción para “ganarse” el derecho a emigrar. Finalmente salió vía España y, 17 años después de aquel desastre, pudo retomar su trabajo con la Bacardí en el exilio.
―No has parado de denunciar al régimen desde que llegaste al exilio…
―¡Desde el primer día! Participé en todo y siempre estuve vinculada a las actividades de la Casa del Preso. Me incorporé a la organización no gubernamental MAR por Cuba desde su fundación por Sylvia Iriondo en 1994. Con los presos aprendí que nada puede quitarme las ganas de reír. También aprendí a que nada debe amargarme la vida, ni dejar que el rencor me frustre, a pesar de que me molesta muchísimo la injusticia y el hecho de que el mismo régimen que tanto nos hizo sufrir a mí, a mi familia y a tantos siga en el poder aplastando a todo un pueblo. Siempre hay que luchar por la libertad y dar un paso al frente. Tampoco me arrepiento de ninguna de mis decisiones, a pesar del alto precio que tuve que pagar. Creo que en la vida debe de haber justicia y es necesario que las futuras generaciones aprendan que las injusticias y la maldad tienen graves consecuencias.