Cada día entra en la terminal de ómnibus de Villanueva sabiendo que, si no fuera por su peculiar oficio, muy pocos pasajeros saldrían de La Habana. Algunos funcionarios ya no quieren trabajar con él. “Estás muy marcado“, le dicen. Pero el negocio sigue y va mejor que nunca. Por 3.000 pesos, este fin de año el “abrecaminos” de Villanueva es capaz de conseguir un pasaje hasta cualquier ciudad de la Isla.
Desesperados por salir de la terminal –todo un microclima de la miseria en la capital cubana–, quien tiene el dinero conoce también los trucos y contraseñas para dar con él. El hombre llega a Villanueva, un hervidero de gente que espera, duerme y habla, y busca a la trabajadora que le suministra las plazas para revender ese día.
La saluda como si no se conocieran y, poco después, ambos entran al baño. Allí ocurre la primera fase de la transacción. El “abrecaminos” localiza a su cliente, se saca del bolsillo un papel con un número –su turno en la lista de espera– y le pide paciencia. Transcurrido un tiempo prudencial, la trabajadora de la terminal llamará a gritos al cliente, recitando su carné de identidad. Es la señal de que el trabajo está cumplido. Ha pagado 3.000 pesos en lugar de los 75 que cuesta el viaje a Santa Clara, pero se libra de una pesadísima estancia en la pocilga de Villanueva.
El “abrecaminos” es el rey de Villanueva. Todos lo conocen –ese es su talón de Aquiles, pero también es parte de su “mecánica”– y se pasea por el salón de espera llamando “sobrinos” a sus habituales.
Fuera de la “familia”, sin dinero ni mañas, la gran mayoría de los pasajeros tiene que esperar su turno. Y eso puede llevar días. Antes de acudir a Villanueva, lo mejor es pertrecharse con agua, colchas y almohadas. La experiencia es agotadora, sobre todo para los niños y ancianos, que deben turnarse para hacer guardia y proteger el equipaje. A la terminal suelen acudir familias completas, que intentan reunirse –sobre todo en época de fiestas, como este fin de año– con la familia que dejaron atrás en sus provincias de origen.
La débil frontera que separa lo estatal de lo privado pasa por las cafeterías, que el Gobierno cedió a las mipymes. La clientela, no obstante, es poca. Pan con jamón a 150 pesos, refresco y galletas, también por ese precio. Si se cuenta con dinero, lo mejor es intentar regatear un pasaje con el “abrecaminos”, no desperdiciarlo en la comida indigesta de la terminal. Además, excepto en caso de emergencia, lo mejor es esquivar a toda costa los baños de Villanueva. La mala experiencia ni siquiera es gratis: un cancerbero exige tres pesos a quienes pretendan lavarse u orinar.
En el micromundo de Villanueva, quien tiene silla triunfa. La mugre del suelo, donde hasta los perros callejeros de la terminal se sienten incómodos, es la opción reservada para la mayoría de los pasajeros. Los recién llegados llevan muchas horas esperando de pie; los “veteranos”, que han perfeccionado el arte de cazar asientos, duermen allí, algunos desde hace quince días.
Mientras, el “abrecaminos” sabe que también está allí de paso. Por más secuaces que reúna, por más clientes que ubique, el delicado ecosistema de Villanueva depende de la Policía –y en última instancia, del régimen–, que por ahora deja hacer. Mañana, nadie sabe.
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