LA HABANA, Cuba. – Una amiga de la infancia me cuenta que pidió la baja de su centro de trabajo estatal porque no hay forma de que el salario le alcance. Siendo como es ella de prudente y laboriosa, debe haberse visto con el agua al cuello para decidirse a abandonar una plaza a la que había dedicado 10 años de su vida y en la cual, además de su sueldo, resolvía varios productos de alta demanda sin meterse en problemas.
Mientras narra sus peripecias, lamenta el encarecimiento despiadado de la vida en Cuba, el perenne estado de alerta en que vive, siempre calculando, previendo y limitándose. Tuvo que sacar a su hija de las clases de Inglés, pues subieron los precios y le es imposible pagarlos. Reconoce esto último con frustración porque la niña, que tiene 12 años, es brillante en Inglés y en todo lo demás. Estudia con una fruición que no es normal a su edad. Lee mucho, mira documentales y algunos muñequitos. Donde los demás niños alquilan doramas o series mangas, Verónica busca audiovisuales sobre el Egipto de los faraones, la antigua Grecia o el imperio romano.
Su madre extiende el relato de carencias y ella, educadamente, la interrumpe y le asegura con toda seriedad: “Mami, no te preocupes, que cuando yo me vaya te voy a mandar todo eso y más”. Nos reímos ante aquella mezcla de ternura y fantasía, pero lo cierto es que una niña no debería estar pensando en irse para ayudar a su madre.
Mi amiga y yo, que tuvimos una infancia al aire libre, con masarreales y refrescos, chivichanas y quiquimbol, pensamos en cuánto ha cambiado la condición de ser niño en Cuba. No se trata solo de la comida, las chucherías, la ropa o el calzado. Es una atroz limitación de todo y para todo.
Verónica estudia la mayor parte del tiempo. Es una criatura de interior que se ha construido un mundo con el que La Habana que la vio nacer y crecer no es compatible. Toda la belleza le llega de fuera. La noción de futuro, posibilidades y oportunidades, las relaciona con otros países. Su mirada va más allá de lo simple. No anhela “El Yuma” como lo hacen otros niños, detrás de la pantalla de un celular, elogiando la percha de sus amiguitos que ya se fueron, o el carrito lleno de confituras en un mercado. Ella también quiere eso, pero sobre todo quiere salir de aquí, ayudar a su madre y conocer el mundo.
Arlenys tiene 10 años y pasa buena parte del día mirando los videos que le manda su papá desde Orlando, Nueva Jersey o San Diego. No le interesan los estudios y ya ha visitado los pocos lugares que podrían resultar entretenidos para una niña de su edad. La han llevado a todas las excursiones (Varadero, Las Terrazas, Trinidad, Viñales) y cada vez que regresa a La Habana le repite a su madre que es una ciudad muy sucia. Arlenys jamás ha salido de Cuba, pero nota la diferencia entre el entorno urbano cuidado y aquel vencido por la desidia, aunque solo pueda compararlos a través de fotografías.
La niña está recibiendo atención especializada porque ha comenzado a sufrir ansiedad. Su madre refiere que cuando la psicóloga le pregunta por qué tiene tantos deseos de irse a Estados Unidos, ella le contesta que su mamá se alegra cuando habla con su padre por videollamadas y juntos hacen planes.
Su mamá ya no hace planes aquí. Los que solía hacer se agotaron. Para una niña como Arlenys ―atrevida, espontánea, creativa―, que quiere ser chef y pregunta por qué en los agros no hay hongos ni alcaparras, la vida consiste en una sola cosa: rutina. Se ha aburrido de la escuela, las excursiones y los cumpleaños de amiguitos cuyas madres hablan constantemente de lo malo que está todo y del parole que no llega. Cuba no significa nada para ella y así se lo dice a quien quiera escuchar. Su desarraigo es total.
Dariel tiene 12 años y una madurez excepcional. Cuando le pregunto qué quiere ser en el futuro, responde: “ciudadano de otro país”. Nos reímos, pero él habla con franqueza. Su horizonte se encuentra en Japón, el hogar del manga y de la gente que recoge la basura en los estadios de fútbol al final de cada partido.
Dariel sueña con vivir entre personas así, en una ciudad hermosa y ordenada. En cambio, tiene que pasar junto a basureros colosales cada día, de camino a la escuela. A través de sus ojos, La Habana es una ciudad maloliente y destruida. Su opinión es la de un chico que ha intuido la tragedia nacional pese al escudo protector desplegado por sus mayores.
Para niños como él, Verónica y Arlenys no está preparada Cuba. Ningún lineamiento, ninguna consigna se parece al futuro que anhelan. De algún modo se han dado cuenta de que esto no es normal y alzan el vuelo en su imaginación, por encima de doctrinas y manipulaciones, hasta que llegue la hora de despegar sin mirar atrás, rumbo a la vida que merecen.
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