LA HABANA._En vilo, sea por morbo o por genuina preocupación, han estado los cibernautas en las redes esperando noticias sobre el niño que fue succionado por un tragante en la tarde del lunes, mientras atravesaba una intersección anegada en el barrio de Luyanó. El video es impactante, de los que obliga a cerrar los ojos para no ver, una y otra vez, cómo el esmirriado cuerpo desaparece para morir de una manera atroz. Y no solo ese instante, sino la calma chicha con que las personas observan la escena, como si fuera algo normal y seguro atravesar cualquier calle inundada en una ciudad llena de huecos.
El cadáver del menor, identificado como Jonathan Oliva, de trece años, fue recuperado por miembros de la brigada de Rescate y Salvamento en medio de una ola de recriminaciones donde el gobierno de Díaz-Canel se llevó su parte, pero también los padres del niño y, en menor grado, la ciudadanía en general, atontada por la tecnología y el hábito de no hacer nada ni meterse en nada, hasta el punto de ver al niño exponerse a un peligro real, y ni siquiera tratar de alertarlo.
La responsabilidad primera recae, desde luego, sobre el régimen, que tiene la vía pública llena de basura, montones de tragantes descubiertos o mal tapados, y no ha invertido un céntimo en renovar el sistema de alcantarillado, construido hace más de cien años para aliviar una ciudad donde vivían alrededor de 60 mil personas, allá por los años 1908-1913. Las líneas están sobresaturadas desde hace décadas, un problema que no mereció la atención de Fidel Castro ni de su hermano Raúl, mucho menos la de Díaz-Canel, quien recibió casi todo colapsado y hoy se limita a obtener el mayor rédito posible de una nación en ruinas.
Tan concentrado está su gabinete en el desarrollo hotelero para que –ahora sí- el turismo se convierta en la locomotora de la economía cubana, que ni siquiera suspendieron las clases y las actividades laborales, reduciendo al mínimo, con esa simple decisión, la posibilidad de que niños y adolescentes anduvieran en las calles con el agua a la cintura después de solo tres horas de lluvia intensa. Eso es todo lo que se necesita para que La Habana se convierta en un río crecido, pestilente y letal donde cualquier ser humano, sin importar su edad, corre el riesgo de desaparecer succionado por una alcantarilla destapada.
Es cierto que en todas partes del mundo suceden tragedias similares. También es cierto que los padres de Jonathan no son, en absoluto, responsables de su muerte, acaecida como resultado de la imprudencia, el descuido y la temeridad tan comunes en los adolescentes. Otros muchachos, incluso más jóvenes que Jonathan, se han ahogado en el malecón habanero o bañándose en presas; se han guarecido por error debajo de un árbol en plena tormenta eléctrica o, simplemente, soltaron la mano del adulto que los guiaba para lanzarse a la calzada y ser atropellado por un vehículo.
No tiene sentido dedicar tiempo y energía a buscar culpables de lo que, sin dudas, fue una desgracia; pero en el caso de Jonathan llama la atención hasta qué punto se ha perdido la noción del peligro y la consciencia ciudadana que, en otros tiempos, bastaba para llamarle la atención a un menor de edad cuando emprendía alguna barrabasada con riesgo potencial para su vida.
En mi infancia era impensable cruzar una calle inundada, como lo hizo Jonathan, sin que al menos una persona me gritara que no lo hiciera, previniéndome del peligro de morir ahogado e incluso amenazándome con decirle a mis padres si persistía en hacerlo a pesar de la advertencia. Recuerdo que aquellos regaños me hacían desistir, aunque refunfuñando, y es altamente probable que alguno me haya salvado la vida.
En el video que captó la muerte de Jonathan se escuchan voces de al menos tres personas que ni siquiera se inmutan viendo al niño cruzar. La señora que caminaba, teléfono en mano, grabando el área inundada, no tuvo el tino de decirle que volviera sobre sus pasos, que La Habana está repleta de alcantarillas abiertas. No se oyó un “¡Chamaco, sal de ahí!” por parte de los hombres que luego se sorprendieron al verlo desaparecer. ¿Qué pasa con los cubanos que hasta para eso tienen el alma y el cerebro dormidos? ¿Es tanta la desidia que no nos preocupa un niño en peligro delante de nuestros ojos?
La responsabilidad del régimen en la tragedia es clara, pero ¿y la nuestra? Lo mismo ocurre con el aumento de los accidentes de tránsito: calles desbaratadas, mal señalizadas y peor iluminadas son culpa de las autoridades. Pero ¿cuántas veces hemos ocupado el asiento del pasajero junto a un chofer que hunde el pie en el acelerador del pisa y corre mientras mantiene la mirada fija en la pantalla de su móvil? En esos momentos tampoco nos importa si dentro del coche van niños. Nos limitamos a mirarlo para ver si se da cuenta de su imprudencia, pero no abrimos la boca, ni nos bajamos a pesar de saber que nuestra vida está en riesgo. Es una paradoja alucinante que bien puede explicar la falta de reacción ciudadana en los segundos previos al fallecimiento de Jonathan. La vida tiene cada vez menos valor en Cuba. Si no importa la propia, es imposible que importe la ajena, aunque se trate de un niño.