MIAMI, Estados Unidos. – Era como una convocatoria clandestina. Juan Eduardo “Mamacuza”, suerte de líder hippie a finales de los años 60 en La Habana, impelía a sus amigos y seguidores a cierto lugar en la calle Línea, del Vedado ―llamado la Comunidad Hebrea―, porque la diva Marta Strada iba a deleitarnos con el recital alternativo y desafiante que todos reclamábamos.
En el aula seis del Preuniversitario José Martí se había formado un grupo de admiradores de la Strada. Pedro Pérez, miembro fundador, me dijo rotundamente: “No te la puedes perder”.
Tanto la Strada como su público eran considerados inadaptados y problemáticos por el régimen. Durante el concierto, en medio del frenesí de una danza, a Juan Eduardo se le cayó el pantalón y se quedó felizmente en ropa interior frente a decenas de personas.
El edificio espacioso y moderno de la Comunidad Hebrea había sido incautado por la dictadura y todavía allí ocurrían presentaciones artísticas con cierta libertad.
El público entusiasta conocía poco de la significación de aquella sede. La prensa oficial encomiaba a Yasser Arafat como aliado y los judíos pertenecían al bando enemigo.
No recuerdo haber tenido amistades cercanas de origen hebreo y, si así hubiera sido, me imagino que habrían mantenido su fe en la máxima discreción. Se vivían tiempos de incertidumbre donde las creencias religiosas eran excomulgadas de la narrativa social tradicional.
El judío más influyente del ICAIC fue Saúl Yelín. Cierta vez, durante un brindis en Casa de las Américas, le escuché decir al director brasileño Glauber Rocha que Haydée Santamaría ostentaba un poder temible.
Yelín, suerte de embajador del ICAIC con respecto a los amigos extranjeros que la Revolución necesitaba en la promoción internacional, murió temprano en 1977 de un ataque al corazón.
El primer documental que se atrevió a entrar de lleno en el legado nebuloso de los judíos en Cuba fue A mis cuatro abuelos (1990), de Aarón Yelín, testimonio melancólico sobre el suplicio de sus antepasados en la Isla.
Si mal no recuerdo gracias a ese documental supe que en Guanabacoa había un cementerio judío, algo abandonado, sin apenas atención ni mantenimiento.
Por supuesto que parte de la numerosa filmografía sobre el Holocausto se abrió paso en los cines de La Habana. Pero lo ocurrido históricamente después, la fundación del Estado de Israel y sus éxitos, fue manipulado y silenciado en aras de resaltar los valores de países que desde temprano intentaron la desaparición de la naciente nación mediante guerras arteras y resultaron ser puntuales aliados del castrismo en el llamado Movimiento de Países No Alineados.
Cuando el campo socialista se derrumbó, el régimen, necesitado de nuevos ingresos, aflojó las clavijas de la represión religiosa. Una parte de la Comunidad Hebrea, sobre todo la magnífica sinagoga Beth Shalom, regresó a manos de sus practicantes y se produjeron no pocos documentales ―algunos oportunistas y complacientes con la prédica castrista― sobre memorias de la comunidad judía cubana.
En el año 2018 el Festival de Cine Judío de Miami presentó el documental Cuba’s Forgotten Jewels, a Haven in Havana (Las joyas olvidadas de Cuba, un refugio en La Habana), de las directoras Judy Kreith y Robin Truesdale, sobre la creación de la industria del corte y pulido del diamante por hebreos que lograron escapar del Holocausto y terminaron eventualmente en la Isla, esperando trasladarse a Estados Unidos, para luego regresar a sus respectivos países. El sueño, sin embargo, no fue cumplido por la mayoría de los desplazados.
Es de subrayar lo bendecido que se sintieron en Cuba donde ―según confiesan―, no recuerdan ni una frase discriminatoria.
El documental anota que entre los años 1933 y 1944, numerosos buques procedentes de Europa llevaron a Cuba un estimado de 12.000 judíos. Algunos siguieron camino a Estados Unidos tan pronto se les presentó la oportunidad, pero otros hicieron vida y fortuna en la Isla.
El castrismo no tuvo mucha piedad con los judíos asentados en Cuba. La comunidad fue totalmente diezmada por el ateísmo constitucional que liquidó, sin miramientos, sinagogas y escuelas. Se calcula que, de una población total de 15.000 personas en La Habana de 1959, solo quedaron 1.000 después del éxodo provocado por el “holocausto” verde olivo.
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