“El hambre no tiene fe en el triunfo”, escribiría un patriota al referirse a las deserciones en masa durante los primeros años de la Guerra Grande. Muchos esclavos liberados se presentaban ante las fuerzas españolas o volvían con sus antiguos dueños. Otros se escondían para evitar ser reclutados por los mambises. Máximo Gómez lamentaría esta actitud diciendo que “la antorcha de la libertad no había iluminado sus cerebros”.
Más allá de los tintes épicos con los que suele narrarse el inicio de nuestra gesta independentista, habría que ponerse en la piel de aquellos hombres que, de un día para otro, dejaban de ser esclavos para convertirse en soldados. Muchas veces continuaban siendo subordinados de sus antiguos mayorales o de los serenos de sus barracones. Habría que imaginar qué pasaba por la cabeza de un esclavo liberado al que su mayoral le entregaba un machete para arrancar cabezas.
La credibilidad de muchos testimonios de la época puede resultar dudosa, pero son ejemplos de la complejidad de un contexto racista, donde no todos los líderes independentistas compartían el objetivo de abolir la esclavitud ni estaban dispuestos a ver a los negros como iguales.
Algunos esclavos mencionaban golpizas cuando se negaban a ser reclutados por los insurrectos
En los interrogatorios, algunos esclavos mencionaban golpizas cuando se negaban a ser reclutados por los insurrectos. Otros aseguraban haber sido puestos en el cepo, mientras los mambises deliberaban sobre su incorporación a las tropas rebeldes. ¿Exageración o manipulación? Tal vez, pero episodios así también eran narrados por oficiales mambises en sus documentos personales.
El padre Félix Varela había dicho en 1822 que el primero que diera en Cuba el grito de independencia tendría “a su favor a casi todos los originarios de África”. Pero José Antonio Saco, después de concluida la Guerra de los 10 años, afirmaba que “los negros, así libres como esclavos, habían permanecido quietos, pues solo se habían movido dentro del teatro de la guerra (…) arrastrados por los mismos blancos”. Las opiniones de Saco fueron criticadas por muchos patriotas, aunque tampoco constituían una rareza dentro del pensamiento de la época.
Lo cierto es que, para muchos esclavos incorporados a las tropas libertadoras, la vida no cambió demasiado. Castigos como el cepo y el grillete se trasladaron de las plantaciones a los campamentos rebeldes. Para estos hombres no había mucha diferencia entre los españoles y los cubanos blancos, pues ambos eran “sus amos”. Y para algunos jefes insurrectos, los libertos tampoco merecían demasiada confianza.
La inmensa mayoría de los esclavos incorporados al Ejército Libertador fueron relegados, en un principio, a los trabajos más duros, como construir trincheras. Otros eran asignados a labores de cocina. Muy pocos se dedicaron a tareas militares.
Es totalmente comprensible que muchos esclavos no entendieran la libertad en los términos en que sus amos la planteaban
El propio Martí se horrorizó con una anécdota que le contó Máximo Gómez. Resulta que, cuando el general mambí Eduardo Mármol dormía la siesta, un grupo de negros comenzó a hacer bulla en el batey. Entonces el oficial los mandó a callar, y como no obedecían, sacó su revólver, mató a uno de un tiro en el pecho y continuó durmiendo.
Es, por tanto, totalmente comprensible que muchos esclavos no entendieran la libertad en los términos en que sus amos la planteaban en sus arengas políticas. ¿Ser libres significaba seguir cumpliendo las órdenes de hombres blancos, seguir realizando los trabajos más duros, seguir recibiendo castigos si se negaban a obedecer? ¿Cuánto realmente mejoraban sus vidas si además de continuar derramando sudor a borbotones, ahora también debían derramar su sangre? Faltaban muchos años todavía, muchos líderes y muchas batallas para que la palabra libertad fuese tomando forma concreta en sus conciencias y en sus aspiraciones.
Hoy, algunos cubanos en el exilio culpan a los que permanecen dentro de la Isla por no hacer lo suficiente para alcanzar la libertad. Otros, desde una supuesta superioridad moral e intelectual, tachan de ingenua o de blanda cualquier iniciativa pacífica para impulsar cambios democráticos desde dentro. Para algunos en el exilio, toda opinión que se defienda desde Cuba está marcada por el miedo, el adoctrinamiento o la ignorancia de quien no ha vivido nunca en una sociedad libre.
Pero la libertad de Cuba implica derribar esos muros entre el adentro y el afuera, implica derrumbar prejuicios, reconocernos y respetarnos como iguales. La libertad no puede quedar reducida a consigna de tribuna ni a palabra bonita, tiene que significar algo concreto en la vida cotidiana. La libertad tampoco puede ser monopolizada por un grupo o una ideología, es nuestro derecho a pensar con cabeza propia, cómo, por qué y para qué queremos ser libres.
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