Tuesday, November 26, 2024
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“Lo que quiere son verdes”, nada de pesos cubanos

La cara hosca, el revólver en el cinto y un sombrero de guano reconvertido en tricornio: la estatua viviente del pirata de la calle de los Oficios no necesita tender una emboscada para llenar su cofre. El billete de un dólar que lleva en la tapa de su alcancía, como un talismán, lo dice todo: el secreto para que el bucanero se mueva –como todo en La Habana– es el dinero.  

Ni el maquillaje cobrizo logra disimular su disgusto cuando un ingenuo deja caer pesos cubanos en el cofre. Afincado en los viejos cañones habaneros, el pirata apenas cambia de posición. “No se te ocurra echarle otra cosa a Jack Sparrow”, comenta con sorna un observador, aludiendo al bandolero del filme Piratas del Caribe. “Lo que quiere son verdes“.

El bucanero, que intenta ganarse la vida bajo el sol del trópico, es otra de las señales de que La Habana Vieja vivió tiempos mejores. Como las llamadas “tiendas de patrimonio” –que vendían muy caro a los turistas cualquier souvenir– o las librerías de Obispo, el arte callejero fue uno de los proyectos con que la Oficina del Historiador aspiraba a insuflar vida al centro histórico y, así, llenar sus propias arcas.

Ahora, sin embargo, el propio Eusebio Leal ha acabado por convertirse en estatua –y no viviente– mientras que la Oficina, sin historiador y bajo el control del Gobierno, ha sido incapaz de sostener sus proyectos culturales y financieros en el centro de la ciudad. De ello da fe la escasez, cuando no el desmantelamiento total, de las iniciativas que dependían de la maña y los contactos personales de Leal.

Una sólida reja impide el paso de los caminantes al pequeño parque de Oficios, esquina a Sol. (14ymedio)
Una sólida reja impide el paso de los caminantes al pequeño parque de Oficios, esquina a Sol. (14ymedio)

Una sólida reja impide el paso de los caminantes al pequeño parque de Oficios, esquina a Sol. Hojas, basura y plantas mal cuidadas es lo que se puede ver entre los barrotes del que alguna vez fue un espacio de recreo para los habaneros. Hace años, por sus canales corría un arroyo artificial que colmaba varias fuentes, y los ancianos de la zona se sentaban en sus bancos a tomar baños de sol.

Una manada de turistas, que no prestan demasiada atención a las ruinas, deambulan por el puerto habanero, atraviesan la Plaza de Armas y suben por Obispo en busca de las librerías que indican el mapa de sus teléfonos. Decepción total: La Moderna Poesía, que fue alguna vez la librería más célebre de Cuba –el joven Lezama Lima celebraba allí sus tertulias– ahora está en el más lamentable abandono.

Solo en la Fayad Jamís, cuya fachada de madera hace años que no se barniza, se encuentran libros, pero pocos son cubanos. La mayoría son títulos venezolanos que poco interesan al lector, y algunos libros de Leal traducidos al inglés y al francés, que se venden como una suerte de guías turístico-sentimentales de La Habana.

De las “tiendas de patrimonio” tampoco hay mucho que esperar. La en su tiempo formidable sucursal habanera de Cuervo y Sobrinos –la relojería cubana fundada en 1862 y nacionalizada por Fidel Castro–, que logró resucitar su prestigio gracias a inversores suizos, ahora ha retirado sus relojes de lujo de la capital. En su lugar, venden correas y pulseras.

El pordiosero trovador de Obispo intenta, en vano, lograr una propina de una rusa cantando en su idioma. (14ymedio)
El pordiosero trovador de Obispo intenta, en vano, lograr una propina de una rusa cantando en su idioma. (14ymedio)

Completan el panorama de la temporada alta del turismo numerosos mendigos y otros “artistas del hambre” que, guitarra en mano, tratan de arrancar unos dólares al visitante que los observa. Cuando llega un canadiense o un italiano hay suerte, pero si toca un ruso, ni cantándole en su idioma –como hace un pordiosero trovador en Obispo– se logra que desembolse un rublo.

Con esos truenos, en la isla de los piratas y las ruinas solo queda escurrirse hasta la Plaza Vieja y buscar en el mapa un bar donde matar la sed. Al visitante le espera allí su última decepción: no hay cerveza ni en la Casa de la Cerveza. “¡La Habana está cerrada!”, le gritan, sin que sepa muy bien de dónde viene la voz.

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