Las pertenencias del viejo Orlando, a quien todos en La Habana conocen como El Barba, pueden contarse con los dedos de la mano. Y sobran dedos. Una colcha, un par de camisas, algún pantalón, su muleta y una cajita. Sus 86 años también forman parte del inventario –es lo que más le pesa–, y los ha vivido, al menos las últimas décadas, en las calles.
Cada mañana, Orlando abre los ojos y ve la fachada de un bar, al costado del ruinoso hotel Saratoga. Como duerme en un rincón del portal, el bar es lo más parecido que tiene a una casa. Para que pueda salir a “trabajar”, los empleados le guardan la colcha y la ropa que no se va a poner ese día.
Como todos los mendigos, Orlando recuerda una vida anterior. “Tenía una casa con todo adentro, pero mi familia me hizo una maraña. La vendieron, muebles y todo, y se fueron del país”, cuenta a 14ymedio desde la acera de La Moderna Poesía, la célebre librería –también abandonada– de la calle Obispo.
Los niños que pasan apuntan a la larga barba de Orlando. Los transeúntes lo saludan y dejan lo que puede en la caja de cartón, que solía guardar botellas de ron Havana Club. “Es cuento y mentira todo”, insiste a quien le pregunta por qué no ha exigido asistencia a las autoridades. “He ido varias veces al gobierno municipal. Nunca me han dado ni un kilo, nunca me han querido ayudar”.
William, vecino de oficio y de calle de El Barba, no duerme en ningún portal sino en “una casita” de la Avenida del Puerto. Con toda la paciencia del mundo, y a veces empujado por algún vecino, su silla de ruedas parte del Malecón rumbo a Obispo. Recala en la puerta de una tienda, frente a La Moderna Poesía, y –aclara– “no llama a nadie”. Es la gente la que, “si quiere”, le deja algún dinero.
“No vendo mi casa porque no puedo dormir en un portal”, remacha, cuando se lo recomiendan. Tiene razón: con una pierna de menos –la perdió hace 25 años en un accidente, cuando era asalariado de Comunales y recogía la basura–, William pasa mucho trabajo para expresarse. Fuma mucho, tose a menudo y le falla la memoria. “Me pagan 1.000 pesos de chequera al mes”, dice, y aclara que eso es todo: “Ni asistencia social, ni piezas de repuesto para la silla, ni nada”.
Cada mendigo es una historia. Fantasiosa a veces –el dolor reescribe el pasado–, pero siempre amarga: al fin y al cabo, una de las innumerables promesas de Fidel Castro al pueblo de Cuba fue que con la Revolución no habría mendigos. Otra mentira. Lo sabe bien Osvaldo, a quien le faltan las dos piernas. Hace 29 años, al timón de su Moskvitch, dio un mal frenazo cruzando la línea del tren. Era el peor de los momentos. Antes de que pudiera reaccionar, una locomotora embistió al vehículo.
Con él iba su mujer, que murió al instante, y sus dos niñas, que sobrevivieron. En el choque también perdió ambas piernas. Osvaldo vive en La Habana Vieja y le gusta tomar. El alcohol, en cualquier calidad y calibre, ayuda a anestesiar los dolores y a dormir. Dormir, de hecho, es lo que más hace un mendigo en La Habana. Acurrucado en los rincones de Carlos III o en un portal de la calle San Rafael, entre trapos o sin camisa.
A Osvaldo también le pagan 1.000 pesos al mes, y la silla de ruedas con la que cuenta no se la dio el Estado. No hay nada de nada, era la respuesta de cada médico o técnico a los que les preguntó, cuando intentó conseguirla por la vía oficial. “Lo peor es que nadie me dijo mentiras: realmente no tenían ni un tornillo”, reconoce.
Ahora solo puede “sentarse allí”, admite, y ser testigo del movimiento de la ciudad. En la caja donde la gente deposita algún billete hay siempre una estatuilla de San Lázaro. El santo pordiosero y cojo –que es también el enfermizo orisha Babalú Ayé– es el patrono de una de las tantas Habanas ocultas: la de quienes, como Osvaldo, William o El Barba, solo aspiran a un rincón tranquilo para recordar y dormir.
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