LA HABANA, Cuba.- Mis respetos para Kid Chocolate, el negrito del Cerro que puso a la Isla en mucho mapa sobre la base de un precioso juego de cintura y un preciso golpeo con ambas manos. Repito: mi admiración está con él (leyenda, pasión, gracia), pero quienes le han dado el trono del boxeo profesional cubano pasan por alto que hubo un hombre que se llamó Kid Gavilán.
Si se tratase solamente de carisma y elegancia, Gavilán tendría poco que hacer en la disputa con el ‘Chócolo’. Pero si la pulseada va de historia y resultados, si la cosa se centra en la hoja de servicios, el que suscribe no tardaría un segundo en darle el voto al memorable peso welter de los años cincuenta.
Su nombre verdadero fue Gerardo González, y en su niñez faltaron los estudios pero nunca el cajón de limpiabotas. Es por eso que un día decidió calzar los guantes, confirmando que “nadie con el estómago lleno sube a un ring para dar y coger golpes”, según reza la vieja enseñanza de Jack Dempsey.
Así, aupado por el hambre y la desesperación, puso su suerte en manos del ingenio corporal, salió a descubrir mundo —primero La Habana, luego Nueva York—, y a la vuelta del tiempo halló tesoros como el cinturón de una de las divisiones más exigentes del boxeo y su inclusión entre los 19 monstruos (Alí, Louis, Marciano, Armstrong, Willie Pepp…) que inauguraron el Hall de la Fama del Boxeo en Canastota.
En la biografía que le escribí, próxima a ver la luz bajo el sello de la Editorial Unos & Otros de Miami, intento resumir su carrera con un párrafo:
“El bravo peleador de Palo Seco no fue un estilista depurado ni tampoco un fajador sin brújula y destino. No poseyó el instinto asombroso de Tunero, el glamour de Chocolate, los pícaros recursos de Black Bill o el punch seco y tajante de Charol. Nada de eso. Gavilán alcanzó la eternidad mediante un día a día de perfeccionamiento de sus cualidades atléticas: la armonía de todas sus virtudes —desarrolladas a tope— lo plantó en el sendero de la gloria”.
En una época dorada del boxeo, Gavilán llegó a ser de lo mejor libra por libra. No pegaba muy fuerte, pero aprendió a sacarle el máximo rendimiento al hierro de sus puños. Gozó de una velocidad irresistible, un valor sin ocasos y una quijada de granito que solo lo llevó tres veces a la lona y jamás permitió que lo noquearan. Ni siquiera lo pudo hacer Ray ‘Sugar’ Robinson, el inmortal, el único, el más grande, “la más perfecta conciliación del arte y la ciencia” de acuerdo con Cortázar.
Tipo enorme, el cubano se cansó de imponer récords de entrada a las arenas, fue el primer pugilista en pelear con zapatillas blancas, sedujo a las tribunas con un golpe extravagante (el ‘bolo punch’), realizó siete defensas exitosas de su cetro, y su imperio no resultó más dilatado porque la mafia decidió destronarlo en un tristemente célebre combate en Filadelfia.
Algunos lo acusaron de poses prepotentes; otros le criticaron su amistad con Fulgencio Batista e hicieron mofa de aquel afán estéril por convertirse en bailarín. Encaramado al lomo de la fama, Gavilán entrenó duro y fiestó más duro aún, y en esos lances dilapidó el dinero conseguido en los recios compases del tinglado. El triunfo de la revolución lo sorprendió lleno de deudas, y unos años después emigró a los Estados Unidos, que lo vieron morir en 2003.
“Gavilán era una paradoja”, sostuvo Enrique Encinosa en un texto indispensable. Y sí, es verdad. Pero acaso no más que nosotros.
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