LA HABANA, Cuba. — “Si se desplomó la tabaquería y lo único que hicieron fue cerrarla, ¿qué quedará para los vecinos de esta parte de aquí?”, comenta una señora que rodaba su carrito de las compras por la calle Industria, tras haber cruzado a la acera de enfrente para evitar el inmueble señalado con el número 510. Junto a esta servidora se detuvo a mirar la fachada del edificio que solo permanece de pie por un milagro. La imagen es aterradora: balcones que ya han soltado varios pedazos, rejas casi colgando sobre el vacío, paredes surcadas por grietas profundas, cornisas rajadas y puntales de madera que están allí porque el miedo a morir aplastado es mayor que la urgencia de buscarse unos pesos vendiendo esas vigas que no sostienen absolutamente nada.
Hasta parece una burla verlas ahí, dando la ilusión de que en algo minimizarán la tragedia cuando esa mole viejísima decida, por fin, venirse abajo.
Cuando inició la reparación del Capitolio habanero, en la cual el régimen cubano invirtió alrededor de seis millones de dólares, muchos ciudadanos alegaron que los arreglos deberían extenderse a las añosas edificaciones que circundan la fastuosa sede del Parlamento más inútil de Occidente. En la calle Industria abundan las construcciones en estado deplorable, en su mayoría habitadas por gente que no tiene alternativa en un país que se ha quedado sin viviendas y también sin capacidades para admitir nuevos albergados, pues son muchos los desplazados por causa de derrumbes y desastres naturales que ocupan albergues en espera de que el gobierno les asigne una casa o apartamento.
La prensa independiente ha dedicado reportajes a varios de estos inmuebles, pero las autoridades no se han movido. Mientras se reponían mármoles, se restauraba la carpintería y se revitalizaban los jardines del Capitolio, ciudadanos que viven bajo una permanente amenaza de muerte contemplaban desde sus derruidos balcones el avance de una obra cuya cúpula fue, para colmo del absurdo, revestida en oro de 24 kilates, cortesía de Rusia.
La nueva sede de la Asamblea Nacional del Poder Popular reabrió sus puertas en 2019, puntual para las celebraciones por el aniversario 500 de La Habana; pero los inmuebles aledaños se empeñaron en seguir ahí, como una llaga purulenta que desluce la majestuosidad de una obra republicana mandada a construir nada menos que por el “tirano” Gerardo Machado. Para humillación de un régimen tan pretencioso, el Capitolio colinda con una miseria espantosa, donde más de un edificio equivale a una sentencia de muerte que cualquier día de estos podría ser ejecutada.
Un anciano se asoma al balcón del último piso en el edificio de Industria 510. Se apoya desafiante sobre una baranda de la que cualquier otra persona se alejaría. Desde la cima de una muerte segura mira hacia la calle. Justo a su lado, en la fachada, una grieta serpentea desde la base de la pared hundida hasta la cornisa, ramificándose hacia el arco de la ventana y subiendo hasta el pretil.
En el piso de abajo alguien, igualmente temerario, ha tendido varias prendas de ropa sobre la baranda de otro balcón desbaratado. Es demencial que ahí viva gente. Quizás sienten miedo del colapso que se avecina, quizás no. Pero lo cierto es que no tienen opción. En Cuba no hay casas disponibles para el pueblo. Los locales que pudieran ser entregados para su reconstrucción por esfuerzo propio son destinados al arriendo por parte de mipymes y cuentapropistas. Mal que pese a muchos, es la iniciativa privada la que está modificando la fisonomía de La Habana, levantando negocios donde el gobierno había dejado ruina y pestilencia.
El pueblo al que pertenecen los vecinos kamikaze de Industria 510 nada gana con ello, pero parece resignado a que no haya solución. Con el cierre de la fábrica de tabacos Partagás, la zona dejó de ser frecuentada por turistas y “gestores” que vendían habanos por la izquierda. Si cualquiera de esos edificios llegara a colapsar sobre los despistados que no advierten el peligro, es probable que solo cause bajas domésticas, lo cual no representa un problema. Así lo han demostrado derrumbes recientes donde han muerto cubanos, sin que ningún funcionario pague por ello.
En los bajos del inmueble una señora muy mal encarada mira a quien hace fotos. Sobre un banquito se observan las cajetillas de cigarros que malamente procuran su supervivencia. A un costado de la entrada, el ladrillo fuerte de otra época luce carcomido. Dentro de la casa, la oscuridad y las paredes desconchadas revelan que la ruina es total. Son muchos los cubanos que se sienten ofendidos porque otros retraten su miseria, pero no porque el gobierno los haya condenado a vivir así.
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