Monday, November 25, 2024
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Héroes y antihéroes del imaginario comunista

MIAMI, Estados Unidos. — En la literatura soviética abundaron los héroes con virtudes suprahumanas, como el Pavel Korchaguin de Así se forjó el acero, de Nikolai Ostrovski, y Alexei Maresiev, el piloto sin piernas protagonista de la novela Un hombre de verdad, de Boris Polevoi.

En Cuba, en los primeros años de la década de 1960, el régimen castrista, como parte de su luna de miel con el Kremlin,  promovió la lectura de esos dos libros y otros muchos más del realismo socialista soviético que querían fueran imprescindibles en las mochilas, lo mismo de los milicianos movilizados para cavar trincheras que de los que iban movilizados a cortar caña.

Los mandamases aspiraban a que los cubanos tomáramos ejemplo de aquellos héroes comunistas de los libros soviéticos, nos desembarazáramos del individualismo y “los rezagos del pasado burgués” y lo diéramos todo en la construcción de la nueva sociedad. Para ese propósito adoctrinador, los héroes soviéticos, demasiado distantes de nuestra idiosincrasia, fueron complementados por otros de fabricación nacional. Algunos, exagerando sus hechos, fueron tomados de la realidad, como Eduardo García, el miliciano que según afirmaban, moribundo, escribió “Fidel” con su sangre en una pared; Alberto Delgado, el chivato del Escambray al que dedicaron la película El hombre de Maisinicú; y sobre todo, Che Guevara, la muy idealizada apoteosis del superhombre castrocomunista.

Otros fueron sacados de la ficción, como los protagonistas de las novelas de Manuel Cofiño y de los autores de tramas policíacas para los concursos literarios auspiciados por el MININT; o los personajes de series televisivas sobre infiltrados del G-2, como Julito, el pescador y En silencio ha tenido que ser.

Pero entre los héroes de ficción castristas hubo algunos que alejados del realismo socialista,  demasiado de carne y hueso,  disgustaron y encolerizaron a los mandamases y sus comisarios. Fue el caso de los milicianos de Condenados de Condado, de Norberto Fuentes, o de Eduardo Heras León en Pasos sobre la hierba y La guerra tuvo seis nombres; o Carlos Pérez Cifredo, el protagonista de Las iniciales de la tierra, de Jesús Díaz, un idealista convertido en dogmático, a pesar de sus dudas y contradicciones, que evoca su vida frente a la planilla cuéntamelo-todo para el proceso de ingreso en el Partido Comunista.

Pérez Cifredo, junto al intelectual burgués dubitativo frente a la revolución de Memorias del subdesarrollo, de Edmundo Desnoes; Mario Conde, el desmerengado policía de las novelas de Leonardo Padura; Diego, el gay de Fresa y Chocolate; y otros personajes de Senel Paz, y de autores como Ena Lucía Portela y Wendy Guerra vienen a ser los antihéroes que parió la frustración y el desencanto (y conste que no voy a referirme a escritores exiliados o abiertamente opositores y excluidos en Cuba).

En casi toda la literatura del mundo comunista, pese a la censura, hubo esos antihéroes. Ahí están el cosaco Grigori Melejov, de El Don Apacible, de Mijail Sholojov, y los personajes salidos de la pluma de Mijail Bulgakov, Alexander Solzhenitsyn, Vasili Grossman y Milán Kundera.

A casi todos esos escritores, incluso a los prohibidos —particularmente a esos— nos arreglamos para leerlos en Cuba. Pero, desafortunadamente, nos perdimos a Andrei Platonov. Particularmente, su novela satírica Chevengur y a sus protagonistas, Sasha Dvanov y Stepan Kopionkin, que vendrían a ser los ridículos equivalentes soviéticos de Don Quijote y Sancho Panza.           

Chevengur fue prohibida por Stalin en 1927 y no pudo ser publicada en la Unión Soviética hasta 1988. Pero fue subvalorada y tardó en reconocerse su valía. En Cuba, muy pocos han podido leerla. Ojalá Sasha y Kopionkin sean más conocidos entre nosotros e inspiren personajes que satiricen al castrismo y su continuidad inmovilista, porque ridículo es lo que tiene de sobra.

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