LA HABANA, Cuba. – ¿Quién no buscó alguna vez a un médico para que le devolviera la salud perdida? ¿Quién no intentó, al menos una vez, encontrar el medicamento más sonado, el más rimbombante de entre todos los remedios? ¿Quién podría jactarse de no haber sufrido, al menos una vez, un resfriado? ¿Cuántos nos hemos visto obligados a pasar días en la cama? ¿Quién puede vanagloriarse de no haber recibido el pinchazo que mete en el cuerpo del enfermo esos fluidos que la inmunidad y la recuperación precisan?
¿Quién no soñó con tener una salud de hierro? ¿Quién, que lo precisara, no trató de hacerse curar por el cirujano de mayor renombre en ese hospital que se califica con los elogios más tremendos? ¿Quién podría asegurar que no se perturbó con la invasión de un catarrito? Los cubanos, como los nacidos en cualquier geografía, preferimos no tener que lidiar con incómodas dolencias y huimos de cualquier malestar, incluso del catarro más leve, y quizá por eso acudimos al médico con frecuencia.
Todos nos ponemos en alerta ante el primer signo de una enfermedad, aunque se trate de una de esas a las que el médico califica como “enfermedad menor” y sin mucha importancia. Y quizá reaccionamos así porque los comunistas convirtieron la Salud Pública en su gran caballo de batalla. Los comunistas, con Fidel Castro a la cabeza, levantaron algunos hospitales y centros de investigación, y a ellos se refirió siempre “el comandante” con frecuencia, con una jactancia que sobrepasaba los límites del delirio.
¿Quién no recuerda el bombo grande que se daba Fidel Castro cuando inauguraba un centro de investigación o un hospital? Yo sí que recuerdo, y hasta repaso con frecuencia esas loas infinitas que hacía en sus discursos, en cualquier aparición pública. Recuerdo sus lisonjeras inauguraciones y las diatribas que dedicaba a otros sistemas de salud a los que trataba como se trata a un enemigo.
Sus peroratas mayores estuvieron relacionadas al sistema de salud, y tantas ocurrieron que hasta comenzaron a cruzar fronteras, y llegaron a los mares más allende. Recuerdo esos discursos de inauguración y sus exaltaciones, y el dedo índice siempre en alto, ese dedo con el que creyó dar legitimidad a todo cuanto decía sobre la salud cubana, esa que exportaba dejándonos en medio de una gran indefensión.
Yo recuerdo muy bien sus ditirambos, esos que se dedicaba a él mismo, a sus empeños creadores que se hacían más diversos en el sector de la salud, esos que derivaron en la en la creación de una Escuela Latinoamericana de Medicina, a la que vinieron a estudiar jóvenes de muchas latitudes, entre ellos un mocerío estadounidense.
Recuerdo bien las peroratas en las que hacía paralelos entre el sistema de salud cubano y otros, y donde siempre salía ganando ese que se gestó en este paisito caribeño. Y quizá sus mayores ditirambos fueron dedicados al Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología; con él se jactó todo cuanto pudo, creyendo siempre que la salud era una trinchera para el combate y la reafirmación de su modelo político.
Fidel, y quienes vinieron detrás, se jactaron y se jactan de sus “anticuerpos monoclonales”, esos que consiguen reforzar el sistema inmune. En Cuba también se hace apología de una muy avanzada ortopedia, esa especialidad rehabilitadora que tuvo al doctor Rodrigo Álvarez Cambra como su gran artífice, ese Álvarez Cambra que fuera el médico de cabecera de Sadam Huseín, el asesino.
Los comunistas no se cansan de aplaudir el legado de Rosa Elena Simeón, quien fuera presidenta de la Academia de Ciencias de Cuba, y quien todavía es considerada, a pesar de su muerte, como una experta en la microbiología; ella, sus trabajos investigativos, confirmaron la existencia de dos cepas virales en aves migratorias muertas, pero supongo que no tuvo tiempo para interesarse en otras grandes migraciones que podrían desolar a la Isla toda por ese virus terrible que resulta ser el comunismo imperante y las migraciones que provoca.
Cuba se jacta sin descanso de su ciencia, y de sus empeños para liberar a los cubanos de enfermedades mortales. Cuba, su gobierno, produjo también una de las más grandes cantaletas tras la producción de vacunas contra la COVID-19. Cuba se jacta de contar con una pujante industria farmacológica, pero no pone sus ojitos en la farmacia, en la venta de medicamentos.
Nada se dice de la farmacia y tampoco del muy deprimido mercado de medicamentos, aunque sería bueno, sería buenísimo que las autoridades pusieran sus ojitos en la farmacia del barrio, en esa imprescindible institución de la salud, y sobre todo observar el instante en el que llega el camión que acerca los medicamentos a la farmacia del barrio, como sucedió ayer.
Y esta vez la cosa llegó a mayores. Esta vez fue grande la algazara en la farmacia de mi barrio, y fue espantosa, y daban miedo los gritos, los improperios, las amenazas que se propinaran los enfermos o los cuidadores de esos enfermos que hacen la cola y alcanzan la pastillita al paciente. Y tanto fue el alboroto que se sintió un estruendo, un ruido grande de vidrios rotos, un ruido de espanto que provocó el miedo a salir heridos, y también la estampida de un montón de enfermos que llegaron a la casa asustadísimos y, peor aún, sin los medicamentos…
Grande fue el estruendo de vidrios en el portal de la farmacia, y grande el silencio que después vino, muy parecido al silencio de los sepulcros. Los vecinos corrieron a pesar de sus dolencias, no querían estar allí cuando llegara el carro patrullero, no querían estar asociados al desastre. Mejor les pareció barrer las evidencias y cubrir con un cartón el hueco.
Y ahora se preguntan los vecinos enfermos quién repondrá el cristal, y se hace un silencio grande y después una bulla, y más tarde comienzan las inculpaciones en voz tenue, y rotunda luego. Los vecinos reconocen que por ese hueco cabe el cuerpo de un ladrón de medicamentos, y se propone una colecta para comprar un cristal nuevo, se propone una guardia de esos vecinos que precisan medicarse, y eso huele a realismo socialista, y se propone, se propone, pero todavía no hay consenso.
Y el cristal sigue ausente, tan ausente que han cubierto el hueco con un pedazo de cartón muy colorido. Y quizá lo mejor sería escribir una breve pieza del absurdo para relatar lo que sucediera en la farmacia que está en una de las esquinas de mi casa… El problema está en decidir el estilo narrativo.
El relato de lo que pasa en la farmacia podría ser a la usanza de Franz Kafka, de Alfred Jarry o de Samuel Becket, aunque yo preferiría un estilo piñeriano; a fin de cuentas, Virgilio Piñera conoció y sufrió la cola cubana en esos primeros años del comunismo, y sabría manejar muy bien los absurdos que ahogan al país en el que nació. Virgilio, con su ingenio sabría manejar muy bien los absurdos cubanos, mucho mejor que Kafka y Jarry, mucho mejor que Becket.