En el cementerio del batey San Francisco, a quince minutos en carro de la necrópolis municipal de Manzanillo (Granma), se llegó a enterrar hasta 200 muertos en un solo día en fosas comunes durante la peor época de la pandemia. Movilizados por orden de las autoridades, los sepultureros no daban abasto y tenían una instrucción clara: tres horas después del fallecimiento debían llevarse el cuerpo.
Los túmulos, la gran extensión de tierra removida y las precarias cruces de madera en el camposanto de San Francisco todavía dan fe de lo que se vivió aquellas jornadas. “El cementerio era muy chiquito y lo tuvieron que ampliar. Tuvieron que preparar la zona para los muertos de la pandemia”, explica a 14ymedio uno de los empleados del lugar. “Todos los enterramientos que se hicieron son de gente de Manzanillo”.
“Fue el momento más duro de mi vida”, cuenta a este diario un ex sepulturero de Manzanillo que recuerda “como si fuera hoy” el trasiego de los cadáveres. La situación era extrema. “En Manzanillo no había, ni hay ahora, espacio para tantos muertos”, explica, de ahí que los dirigentes trasladaran a varios sepultureros a la comunidad rural de San Francisco para ocuparse de las inhumaciones masivas. “Llevaba muchos años en el trabajo y no había visto nada igual. Murió mucha gente”.
Carmen, una trabajadora de Salud que perdió a su madre pocos días después de que le diera “el catarro fuerte”, no olvida lo fulminante que fue el proceso. “En el hospital le hicieron la prueba rápida y luego el PCR y dio positivo. La subieron para una sala sin acompañante y solo sabía de ella por teléfono. Estaba desesperada”.
El teléfono dejó de sonar durante varios días y Carmen, aprovechando sus contactos, movió cielo y tierra para saber en qué estado se encontraba su madre. “Me enteré de que hacía tres días estaba muerta y enterrada en San Francisco. Me quise morir, nos tenían engañados, haciéndonos creer que estaba viva. Nunca supe el lugar exacto en que la enterraron y quedé tan traumada que prefiero recordar a mi madre viva. Nunca más he ido a San Francisco a verla”.
“Nunca supe el lugar exacto en que la enterraron y quedé tan traumada que prefiero recordar a mi madre viva. Nunca más he ido a San Francisco a verla”
Volver a la “normalidad” desde los tiempos del coronavirus no fue fácil, valora el ex sepulturero. El cementerio de Manzanillo –su antiguo lugar de trabajo–, donde están enterrados varios próceres y mambises de la talla de Bartolomé Masó o Francisco de Céspedes, está en condiciones deplorables.
“Aquí hay más de 1.000 tumbas”, calcula el ex empleado de Comunales, muchas de ellas con valor histórico y trabajadas artísticamente. El tono general del cementerio, sin embargo, no es de las viejas tumbas republicanas, con estatuas de mármol, ángeles y cruces, sino los nichos de cemento entre la maleza y la hierba quemada.
El ex sepulturero lamenta que el personal del camposanto no pueda hacer más, pero con “poco más de 2.000 pesos” –el salario que les paga la administración– ahora la nómina se reduce a dos trabajadores, de los 12 que, idealmente, tendrían que ocuparse de un cementerio histórico como el de Manzanillo.
Ni siquiera el panteón de la Asociación de Combatientes –los cubanos que integraron las milicias de Fidel Castro en el municipio– recibe atención. Una vez al año, el 28 de octubre, las autoridades locales realizan un homenaje a Camilo Cienfuegos, desaparecido ese día, y de paso recuerdan a los antiguos miembros del Ejército insurgente. A la ocasión la llaman Operación Tributo. Los nichos, sin embargo, no tienen nada de heroico.
Trazados a mano y con pintura de cualquier color, los epitafios de los “muertos de la Revolución” se escriben sobre lápidas enclenques, que apenas se sostienen a la estructura del nicho. Las palabras “Te extraño”, un asterisco para marcar el nacimiento y una cruz para indicar la muerte, raspados sobre el cemento, son el único testimonio que queda de quienes lucharon por Castro.
“Aquí se encuentran nuestros seres queridos. Es una falta de respeto”, se queja una manzanillera que vuelve de visitar y limpiar su cripta familiar, asediada por la hierba y envuelta por la peste a humo. Junto al panteón, dos ataúdes destrozados sobre la hierba –con trapos dentro– a los que prendieron fuego. “Hay que darle candela a la hierba porque no la podemos chapear. Esto es muy grande”, explica el empleado.
“Hay cuentapropistas en Manzanillo a los que se puede contratar por 500 pesos al mes para limpiar las tumbas”, explica el ex sepulturero. “Pero generalmente son los familiares los que se tienen que ocupar. Los enterradores no tienen tiempo para nada. El panteón de los combatientes, por ejemplo, está completamente desatendido y eso no es culpa de ellos. Esa área debería tener otro tratamiento”.
La situación de la necrópolis manzanillera ha llegado a la prensa oficial, que la semana pasada urgió a las autoridades a ocuparse del lugar, de una “riqueza patriótica” irrenunciable, alegaban. “Art decó, racionalismos y estilo ecléctico”, tumbas con “mármol, bronce, hierro, cemento, baldosas y azulejos vidriados”, una “carga decorativa” importante en numerosas esculturas fabricadas en España, Italia, Francia y Estados Unidos, enumeraba Juventud Rebelde en una suerte de hoja de méritos del camposanto. Por último, hacía un llamado discreto a los dirigentes para subir el salario miserable de los empleados.
Lo sabe bien el ex sepulturero. En su opinión, los trabajadores han hecho demasiado por su cuenta. El ejemplo: los nichos construidos para paliar la falta de espacio, donde hay a menudo “más de 100 personas enterradas”. Las criptas, construidas con materiales de la peor calidad, tienden a romperse.
“Se dio el caso de derrumbes desastrosos y nos vimos en la penosa necesidad de recoger los restos de las personas”, lamenta el ex sepulturero. “Lo hicimos con mucho respeto, pero a veces ni sabíamos quién era quién y había que ponerlos en otras tumbas”.
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