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El propio testimonio de lo que construyó Camilo Cienfuegos, con su intenso vivir, enseñó a este pueblo a recordarlo sin estigmatizar su condición de héroe
Siempre que se habla de un gran ser humano, en el sentido más amplio y noble de ese calificativo, quien escribe conserva el temor de no encontrar las palabras exactas para decir lo que alguien de tamaña estatura moral merece.
La admiración, el respeto y la sensibilidad que motiva en nosotros hacen que las palabras fluyan y, aunque nunca quedamos conformes, los sentimientos que volcamos a la cuartilla en blanco nos ayudan definir una verdad: hay hombres y mujeres a los que, desde la niñez, colocamos en un lugar especial del corazón, en el que habitan los paradigmas que seguimos en el intento de ser cada día mejores.
Así sucede con Camilo. Es tanta la familiaridad que nos une a él, que lo nombramos como quien llama a un padre, a un hermano, a un amigo cercano. El propio testimonio de lo que construyó con su intenso vivir, hace que lo recordemos sin estigmatizar su condición de héroe.
De carne y hueso, humano, con los pies en el suelo, con estatura de gigante y corazón de pueblo, así era. También así fue el Camilo que yo conocí, o el que conoció usted, y también de ese modo lo conocerán las generaciones por venir, porque así les hablaremos de él, para que su sonrisa siga intacta como el calor de su presencia y el arrojo de sus actos en defensa de la Patria.
Febrero se enorgullece con el eco de sus pasos, que recorrieron esta Isla cobijados de sueños, ataviados de verde olivo libertador y, aunque Yaguajay lo bautizó para siempre como héroe, lo era mucho antes de aquel combate. Lo era desde el momento en que abrazó la causa que Fidel representaba.
Es necesario un torrente de coraje para entregarse de ese modo, para darse en cuerpo y alma, para no renunciar jamás, aun cuando las condiciones adversas indiquen que desviar el rumbo puede ser la decisión aconsejable.
El Señor de la Vanguardia no lo era solo por sus grados militares, lo era también porque eligió ese como su lugar de acción, como el sitio del que jamás lo pudo apartar nada, del que nada lo aparta todavía.
Camilo nos enseñó mucho más que estrategia en el combate y liderazgo. Nos legó también perseverancia, dignidad incorruptible, capacidad de resistencia. Nos legó el valor que para todo ser humano deben tener sus principios.
Dejó para la posteridad un modelo de revolucionario que preservamos, porque creemos, como el Apóstol, en la utilidad de la virtud, y hubo tanta en aquel comandante rebelde, que dejarla perder sería un crimen, una traición imperdonable a nuestra historia.
Esa convicción irrenunciable hace posible que su ejemplo –multiplicado y devenido tradición hoy, en su aniversario 92– acompañe todavía los destinos de esta tierra en la que, nadie lo dude, hay miles, millones de Camilos.
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