El recorrido lo repite varias veces a la semana. Atraviesa el campo alrededor de su casa y fija la vista en el suelo, recoge trozos de ramas y hojas secas. Cuando Cándido regresa con su botín, la esposa lo almacena en un lugar seco. Ante la falta de combustibles, la pareja, residente en las afueras de la ciudad de Holguín, depende de los gajos y la maleza para cocinar sus alimentos.
Nivia, de 79 años, pasa el día entre la pequeña casa de tablas y el patio trasero donde tienen instalado el fogón. Un recuadro o nicho de madera relleno de tierra y ceniza es el centro del hogar de la familia Martínez. Nunca mejor dicho, no solo porque allí se cuecen los alimentos, sino porque alrededor de él pasan ambos jubilados muchas horas cada día.
“Nada más que me levanto, trato de encenderlo con lo que tenga”, cuenta la mujer a 14ymedio. “Por aquí, la mayoría de los que viven tienen cocinas de este tipo, algo elevadas del suelo; pero si te vas a la ciudad, la gente ha tenido que hacer unas cocinas rústicas en sus patios, a ras de tierra, con ladrillos o hierros atravesados”.
Nacida y criada en la zona, Nivia recuerda que las cocinas de leña han sido parte inseparable de su vida, pero hubo un momento que “eran para disfrutar el sabor de una comida, asar un puerco o reunirse en familia, pero ahora son por pura obligación”. Alrededor de la casa del matrimonio se ven algunas lomas con escasa vegetación. La crisis de combustible ha multiplicado la demanda de troncos y ramas en la zona, lo que ha agravado la deforestación.
Cándido explora otras rutas, cada día debe alejarse más de su vivienda para encontrar algo con lo que avivar el fuego. “No está nada fácil”, advierte el campesino. “Camino y camino y regreso con tres o cuatro palos secos, flaquitos, que no alcanzan para nada”. También recoge cardona, una especie de cardo espinoso y lechoso que se usa en el oriente cubano para hacer cercas perimetrales.
“La cardona prende bien, pero es duro recogerla porque te pincha por todos lados, a veces la traigo ya seca pero otras la pongo a secar hasta que podamos usarla”, explica. “Hay días en que nos hemos levantado sin tener leña ni para colar el café”, asegura. La crisis también les complica obtener el combustible para encender la primera llama que luego se extenderá a las ramas secas.
Una o dos veces al año, a través del mercado racionado en Holguín, como en el resto de Cuba, se vende una cuota mínima de alcohol y petróleo que Nivia y Cándido usan para encender un trozo de periódico o algo de paja que ayude a prender el resto de la leña. Un poco de keroseno comprado en el mercado informal, más el que les regalan los hijos, ya independizados, permite prender la lumbre al menos una vez al día.
En la cocina interior de la casa, que rara vez usan, se ven un par de electrodomésticos que los problemas técnicos y los frecuentes apagones han condenado al olvido. “No podemos depender de la olla arrocera ni de la reina [olla de presión eléctrica] porque aquí hay muchos problemas de voltaje y también nos tocan bastantes apagones. Cuando ya tienes todo montado, te quitan la luz y perdiste el tiempo, en el mejor de los casos, porque la mayoría de las veces hasta se te pasma el arroz”.
Catalogada como de “bajo voltaje”, en la barriada donde vive la pareja la mayoría de las familias está en una situación similar. Por la tarde toda la zona huele a leña quemada y sale humo de los patios. Pegadas a los fogones se ve fundamentalmente a mujeres, que llevan el peso de la cocción de alimentos y sufren los daños en la salud que provocan este tipo de cocinas.
La Organización Mundial de la Salud estima que cerca de 1,6 millones de personas mueren anualmente a causa del humo del carbón y la leña que se utilizan para cocinar en muchos países en vías de desarrollo.
“Soy asmática y esto me agrava las crisis”, cuenta Mildrey, residente en las cercanías del cementerio de Mayabe, también a las afueras de la ciudad. “Me lloran los ojos, me dan sofocos y me falta el aire cuando paso mucho rato cocinando con leña”, detalla. “El médico me dijo que tenía que evitar exponerme al humo, pero vivo con mi hijo, que es chiquito, y con mi mamá que está en una silla de ruedas. Aquí la única que puede cocinar soy yo”.
La Agencia de Protección Ambiental de los Estados Unidos ha advertido que el humo derivado de la quema de leña contiene una mezcla compleja de gases y partículas microscópicas que entran en las mucosas y provocan ardor en los ojos, goteo nasal y algunas enfermedades. Entre los males que puede acarrear está la Enfermedad Pulmonar Obstructiva Crónica (EPOC).
En el centro de la ciudad de Holguín el panorama no es muy diferente. “Cuando no tenemos gas licuado ni electricidad, acudimos a las cocinas de leña”, cuenta Ramiro, de 38 años y que conduce un carretón con caballos en el que acarrea mercancías. En su vivienda, ubicada a pocos metros del parque de Las Flores, ha habilitado un fogón rústico en el patio con la vieja carcasa de una cocina de dos hornillas colocada sobre ladrillos.
“Lo que hacemos es alternamos según lo que tengamos ese día. Para ablandar los frijoles tratamos de usar siempre el fogón de leña y los ponemos desde horas tempranas”, detalla. “Hacemos el almuerzo y la comida de una sola vez para ahorrar”. En caso de que la familia cuente en ese momento con gas licuado, entonces usa “la balita para colar el café” y, si hay electricidad, “la corriente para freír algunas cosas”.
Ramiro explica el alambicado sistema: “cuando no se va la corriente la estrategia es usarla para hacer todo. Cuando se va, se usa la balita y cuando estas dos fallan, le toca el turno a la leña, esa es la estrategia”. Aunque suena como un experto, reconoce que “el estrés se acumula, pues ahora mismo hay crisis de gas licuado en Holguín y las colas son desde el día anterior”.
Hacer la fila para adquirirlo resulta una tarea compleja. “Las personas duermen en los alrededores de los puntos de gas, muchos pagan a un colero para que les cuide las balitas, pues las colas tienen que hacerse con la balita en mano y las ponen en fila”. También están “los listeros, que se encargan de hacer las listas y rectificar los turnos pero hay que pagarles”.
La familia de Ramiro contrata a alguien que busca el cilindro vacío en el domicilio y lo lleva hasta el lugar de la cola. El orden de las filas se conforma primero con las personas con discapacidades y le siguen los cuentapropistas que tienen licencia como mensajeros. También están los que han comprado la balita a través de la tienda virtual de Cuba Petróleo (Cupet), en la plataforma EnZona, y solo deben recogerla.
Aunque el sistema parece aceitado cuando se escucha a las autoridades de Cupet explicarlo, Ramiro tiene otra experiencia: “Puedes pasarte horas o toda una madrugada hasta que puedas comprar”. Su angustia, a medida que transcurren las horas y la cola no avanza, se parece a la de Cándido, cuando camina a campo traviesa y no encuentra ni una rama.
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