MIAMI, Estados Unidos. – Conocí a Eloy Cepero en Miami, hace más de dos décadas, gracias al Dr. Armando Cobelo y a su esposa, la compositora Yolanda del Castillo, quienes eran parte de la asociación Herencia y publicaban una hermosa revista (que aún existe) sobre el patrimonio de la Cuba de otros tiempos. Eloy, siempre cálido y natural, inmediatamente me llevó a visitar su colección de música cubana y se convirtió en miembro de una asociación que yo había fundado en París, en 1999, para conmemorar con actividades, publicaciones y la organización de eventos los 100 años de instauración de la República cubana.
Desde entonces siempre nos hemos mantenido en contacto y fue gracias a él que conocí al editor Armando Nuviola, a quien Eloy mostró mi libro escrito en francés sobre la música del exilio, algo que permitió la publicación, por primera vez en español, de ese libro de ensayos (Cuba, la musique en exil, con prólogo de Eduardo Manet) que había publicado en París, en francés, en el 2003 y que no pensé que fuera editado nunca en mi lengua materna. Publicado entonces con la editorial UnosOtros, bajo el título de Cuba, patria y música, fue el propio Eloy quien obró para que hiciéramos una hermosa presentación en el Centro Cultural de La Merced, junto a otros autores, una noche miamense decembrina, en 2021.
―Como con todos los entrevistados de esta serie me gustaría conocer sobre tus orígenes familiares.
―Nací en 1945, en Bahía Honda, un pueblo de la costa norte de la provincia de Pinar del Río que fue fundado en 1779. Mi padre, Eloy Cepero Socarrás, era natal de allí, abogado, e hijo de Pablo Cepero Álvarez y Esperanza Socarrás Cepero. Mi abuelo, a quien llamaban don Pablo, era prácticamente analfabeto, pero se había hecho rico trabajando duro: criaba cerdos en una finca llamada El Delicioso Retiro (frente al Pan de Guajaibón), los montaba en un barco y los vendía en La Habana. Fue así como pudo y quiso enviar a sus dos hijas y a mi padre a la Universidad de La Habana. Un dato genealógico es que mi abuela paterna era prima hermana del presidente de la República Carlos Prío Socarrás, cuya finca llamada La Altura, en Pinar del Río, visité de niño.
Mi madre, Guillermina Conde Morera, fue maestra y directora de la escuela pública de Bahía Honda. Había estudiado en el colegio de María Corominas. Sus padres eran de La Palma, otro pueblo de Pinar, y su padre, Guillermo Conde Pérez, tenía comercios en Bahía Honda, primero una tienda que se incendió y luego una panadería llamada El Brazo Fuerte. Como dato anecdótico te contaré que mi abuelo materno fue la primera persona que tuvo un auto en nuestro pueblo.
―¿Dónde cursaste tus primeros estudios?
―Empecé la primaria en Bahía Honda, pero me porté tan mal que me echaron. Entonces me inscribieron en el Candler College, un colegio metodista fundado en 1899, cuando la primera ocupación estadounidense e inicialmente en las calles Obispo y Virtudes. Cuando yo matriculé en él, a los ocho años, ya el colegio se hallaba en Marianao, donde ocupaba 14 manzanas y colindaba con los jardines de La Tropical. Allí las clases eran mitad en inglés y en español, y mucha gente rica de la Isla enviaba a sus hijos a cursar estudios en él. Tuve excelentes maestras de primaria como la Srta. Zoila Rosa de la Fe y las doctoras Eva Vallenilla y Lucia García, y luego en bachillerato a Alberto Abreu, Héctor García, Tomás Benítez, entre otros. Mi afición por el deporte comenzó en esa época en que me inscribí en béisbol, atletismo, voleibol, handball, etc.
―¿Viene del hecho de haber estado viviendo como interno en ese colegio colindante a La Tropical tu afición por la música?
―En parte, porque lo primero que sucedió al respecto fue en casa, en Bahía Honda, porque se encontraba frente a la Sociedad de color Flor Crombet, a donde venían a tocar el Conjunto Casino, Arsenio Rodríguez, Chappottín, y otras celebridades de la música cubana. Por supuesto, no me dejaban entrar, pero podía oírlos tocar desde el portal de la Sociedad y hasta que no terminaban no me movía de allí.
Por otra parte, al lado de casa había una zapatería, la de Lucilo García, y todos sus empleados eran músicos. Habían fundado un sexteto y ensayaban a menudo allí. El esposo de Teresa, nuestra lavandera, tocaba la tumbadora en el sexteto. Como mi madre daba clases yo fui amamantado por Teresa, que era negra, y por eso siempre digo que me inocularon desde niño el espíritu de la tumbadora.
De modo que, cuando empecé en el Candler, ya venía con esa afición por la música. Por eso un profesor me puso en la coral y cuando regresaba de vacaciones a Bahía Honda me pasaba el verano oyendo radio.
―¿Tuvo tu familia relación con el ámbito político de la década de 1950?
―Mi padre fue fundador del Partido Ortodoxo en la provincia de Pinar del Río junto a Juan Amador Rodríguez y Dominador Pérez. Estos habían pasado del Partido Auténtico al Ortodoxo de Eduardo Chibás, y como todos los ortodoxos eran, por supuesto, antibatistianos. En casa se oía “La Voz de Sierra Maestra” y cuando Fulgencio Batista abandonó el país el 31 de diciembre de 1958 todos, incluidos nosotros, salimos a festejar. Cabe añadir que mi padre siempre repetía que a Chibás nunca le gustó Fidel Castro, a quien asociaba a actividades gansteriles en la Universidad.
―¿Qué sucede con la familia Cepero Conde cuando triunfa la Revolución de 1959?
―A los seis meses del triunfo comienzan las confiscaciones. Mi padre no quería que nos fuéramos porque pensaba que si se iba le iban a intervenir las fincas. Total, se las intervinieron a todos después. El golpe de gracia lo dieron después de la invasión de bahía de Cochinos, en abril de 1961, cuando intervinieron todos los colegios privados, y entre estos, el Candler. Cuando ocurrió la invasión encerraron a los sospechosos que se oponían al gobierno castrista en el cine. A mi padre, por supuesto, lo mantuvieron detenido allí.
Al quedar confiscado el colegio solo pude llegar hasta el segundo año de bachillerato. Aunque mi padre se oponía a que los tres hermanos saliéramos de la Isla, mi madre le dijo que si impedía nuestra salida se divorciaba.
Al final mi padre accedió y fue entonces que decidió darnos una vuelta por toda Cuba. Nos dijo: “Vamos a recorrer toda la Isla porque no saben cuándo podrán regresar”. Algo en lo que fue visionario porque han pasado desde entonces 61 años. Visitamos casi todo el país, la Isla de Pinos incluida. Durante ese viaje fui comprando tarjetas postales en todo el país, que solo pude recuperar en 1997 porque una señora me oyó contar la anécdota en un programa de Ninoska Pérez Castellón y se comunicó conmigo para que las recogiera por mediación de Iraida Alonso, una prima mía que vivía en Guatemala. De esas postales salió un libro exitoso que publiqué en Miami, titulado Cuba: un viaje a través de sus postales, en 2002.
―¿Cómo se produce tu salida de la Isla?
―Mi salida, y la de mis dos hermanos, ocurrió mediante la Operación Pedro Pan, un 11 de junio de 1962. Cuando en el pueblo se enteraron que los tres hermanos nos íbamos del país se congregaron frente a nuestra casa para gritar consignas y otros lemas “revolucionarios”.
Los tres hermanos tuvimos mucha suerte porque fuimos acogidos por un matrimonio de norteamericanos que no tenían hijos y sí una posición económica muy holgada. Eran Elizabeth y McGregor Smith, quienes vivían en Coral Gables, barrio al que llegamos y en cuya casa nos instalamos. El Sr. Smith era presidente de la Florida Power and Light Co., tenía un chofer bahamense, un cocinero filipino y varios asistentes y empleados. Al poco tiempo nos inscribieron en el curso de verano del Shenandoah Junior High School, en donde retomamos los estudios.
―¿Cómo fueron tus primeros tiempos en el exilio?
―El Sr. Smith me puso a practicar atletismo y me despertaba a las 6:00 de la mañana para que entrenara en el Granada Country Club, frente a su casa. Y el vicepresidente de su compañía, Bud Hunter, me puso a practicar el lanzamiento de la bala. Así fue cómo participé en mis primeras competencias, en West Palm Beach, en las que quedé en cuarto lugar y, algo inesperado, ganador junto a mis otros tres compañeros, en la carrera de relevo para la que no me había entrenado y en la que me propusieron participar por impedimento de uno de los corredores.
Al año siguiente, me matricularon en el Coral Gables High School que terminé en 1964. Ese mismo año, el Sr. Smith nos envió a Tampa para que trabajáramos en la Tampa Armature Works, que se dedicaba a reparar motores y generadores de la FPL, y porque algunos familiares nuestros vivían allí. Ese mismo año, gracias a las influencias del Sr. Smith, nuestros padres pudieron salir de Cuba vía México y reunirse con nosotros en Tampa, donde se instalaron en Ybor City.
Al año siguiente vine a Miami para estudiar en la Universidad. Y en 1968 fui llamado por el Servicio Militar activo y me enviaron ocho meses a la base naval de Orlando a pasar mi entrenamiento naval.
―He oído tu increíble historia en Islandia. ¿Tiene que ver con esta etapa?
―Efectivamente. Me alisté en la Reserva de la Marina de Guerra Norteamericana y tuve que reportarme en la estación naval de Charleston, en Carolina del Sur, en donde, dos meses después, me asignaron a Keflavík, en Islandia, más cerca del Polo Norte que de Europa. Allí llegué en 1969 y me pusieron a pelar papas en la cocina, pero mi curiosidad de criollo pinareño hizo que me diera cuenta de que, entre todos mis compañeros, era el único que había terminado el “College”, de modo que escribí a la jerarquía explicando que podía aspirar a otra función y fue así cómo me pusieron al cargo de toda la correspondencia que entraba y salía de la base.
Imagínate, la vida de un marine no es muy entretenida, así que de vez en cuando nos íbamos al aeropuerto a conversar con las azafatas que trabajaban en los mostradores. Sucedió que tuve una relación muy breve con una islandesa y que, tras quedar embarazada, esta presentó la demanda en la base. Había una ley que le exigía a la Marina Norteamericana mantener al hijo de un marine con cualquier nativa hasta que este cumpliera la mayoría de edad. El caso es que era interés de la Marina que aquella demanda no procediese. El juez ordenó que se me tomase una muestra de sangre y como era muy corriente que mujeres locales reclamasen la paternidad de marines no fue difícil desmentir el caso. Al día siguiente Washington me daba una nueva asignación y una semana después dejaba Islandia y aterrizaba en Virginia, en 1970, y luego en Cayo Hueso.
―Pero tengo entendido que, en efecto, décadas después te apareció una hija islandesa…
―Así fue. Sandra, la hija que tuve en Islandia y que por leyes de la Marina no pude reconocer entonces, empezó a buscarme a sus 18 años y me encontró a los 29, en 1999.
Y esto sucedió por un hecho completamente accidental. Resultó que, en 1969, hubo una riña entre un americano que se parecía a mí y un islandés fuera de un hotel. Como me confundieron con el americano vinieron a buscarme y me llevaron a la policía islandesa, de modo que mi nombre quedó registrado en sus archivos. Como la US-Navy no da información, mi hija Sandra nunca hubiera podido encontrarme por esa vía, pero tuvo la idea de hurgar en los archivos policiales y gracias a ese incidente mi nombre apareció. Fue así cómo un día recibí una carta de ella en Miami ―carta que estuvo extraviada durante un mes― informándome que yo era su padre y preguntándome por qué la había abandonado.
Todo esto lo cuento en mi libro Islandia. Así es como, además de las dos hijas y nietos que tuve después de mi casamiento con Alina Luisa Salvá en 1979, apareció mi descendencia cubano-vikinga a través de Sandra Berg Cepero y su propia descendencia. Hoy en día formamos una gran familia y hasta ha aprendido español. Nos visitan todos en Miami con frecuencia y nosotros hemos ido a verlos a Islandia.
―Cuando te conocí eras banquero. ¿Cómo llegaste a este nuevo oficio?
―Yo había estudiado finanzas en FIU. Empecé en el giro hipotecario en 1978, trabajando para el Union Federal Savings, bajo la dirección el cubano de origen hebreo Oscar White. Allí conocí a otros banqueros cubanos como José Argibay y Pedro Girola, que me enseñaron el oficio. A los 35 años era presidente del Metropolitan Federal Saving de Hialeah. Y en 1981 fundé Peninsula Mortgage Bankers Corporation junto a mi esposa Alina, otros colaboradores y mi asociado venezolano Jorge Rawicz. Mantuvimos el banco hasta 2008.
―¿Fue entonces que retomaste el curso de tu pasión por la música?
―Mis tutores americanos, los Smith, me regalaron mi primer disco de música cubana en el exilio. Un LP de Xavier Cugat. Luego, en la base de Islandia, marines boricuas me hicieron descubrir la Orquesta Broadway, en donde tocaban los cubanos Roberto Torres, los hermanos Zervigón, Felo Barrios y otros. Cuando me transfirieron a Cayo Hueso, después de mi regreso de Islandia, conocí a Armando Boza, antiguo conguero, que organizaba las comparsas en este cayo. Allí, junto a Boza, organizamos un evento llamado “Havana-Madrid Nights” para reavivar el turismo de Cayo Hueso y me autorizaron a venir a Miami en donde conseguí a guitarristas de la escuela de Lily Batet y al grupo de ballet de Silvia Medina de Goudi, la madre de Sylvia Iriondo.
Mi colección empezó a crecer y hoy tiene miles de discos, grabaciones, libros y otras misceláneas relacionadas con la música cubana. A partir de 2010 empecé el programa “Grandes Leyendas Musicales” en la radio La Poderosa. Y en 2017 empecé, gracias a Tomás Martínez, mi nuevo programa, “El Sonido de Miami”, en Actualidad 1040, al que viniste recientemente y en el que comenzamos esta entrevista.
―¿Has vuelto a Cuba?
―Nunca. Soy miembro de la Fundación Nacional Cubano-Americano desde que la fundó Jorge Mas Canosa y, sigo siéndolo, después de su lamentable pérdida. Con Jorge viajé a Israel, España, Puerto Rico, Venezuela y muchos otros sitios sensibilizados al mundo con la situación de Cuba. No creo que me autoricen regresar, ni me interesa hacerlo. El triunfo económico de quienes rehicimos nuestras vidas en Miami es la mejor venganza contra el castrismo.
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