Thursday, November 28, 2024
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“Donde están la paz y la libertad, está la patria”

PARÍS, Francia. – Tiendo un puente telefónico entre París y Ciudad México para entrevistar al académico, escritor e investigador cubano-mexicano Alejandro González Acosta. Nuestra conversación fluyó como si nos conociéramos de toda la vida. Por eso lamenté no haberlo encontrado en las diferentes ocasiones en que he viajado a Ciudad de México, donde vive desde hace unos 35 años. 

Conversador nato y con miles de anécdotas y vivencias por contar, ha sido también uno de los investigadores más eminentes de la UNAM, de la que es doctor en Letras Iberoamericanas y en donde trabaja desde hace tres décadas sin ganas de jubilarse. Ha recibido numerosos reconocimientos por su trabajo, como el Premio Sor Juana Inés de la Cruz (1989) y el Premio Internacional Inca Garcilaso de la Vega de ensayo (1990). Es fundador y miembro numerario de la Academia Mexicana de Estudios Heráldicos y Genealógicos y en este ámbito ha realizado estudios sobre la descendencia de Moctezuma II por la línea femenina de Isabel Tucuichpoch, así como de la Benemérita Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística. Con unos 20 libros publicados de diferentes temas ha sido director de numerosos proyectos de investigación sobre historia y literatura. Ostenta un extenso currículo que lo hizo acreedor en 2017 de la Gran Orden y Collar Triunfo de la República, recibida en la ciudad de Puebla.

Naciste en La Habana en la convulsa década de 1950. ¿Puedes hablarnos de tus orígenes y de tus primeros pasos por la ciudad?

―Nací en el barrio del Vedado, en 1953, en el antiguo hospital Nuestra Señora del Carmen, frente al edificio López Serrano. Ese hospital lo llamaron después Camilo Cienfuegos. Mis padres vivían en la calle 1, esquina a Calzada, cerca de donde estaba la pizzería Dona Rossina. Allí permanecí hasta los cinco años de edad en que nos mudamos a la calle Neptuno, en Centro Habana.

Mi padre, Elpidio José González González, era hijo de gallegos que se habían establecido en Sagua la Grande, antigua provincia de Las Villas, entonces una ciudad muy próspera. Aunque él había estudiado para contador, en realidad se asoció con dos amigos para poner un restaurante de comida española llamado La Moda, sito en las calles San Miguel e Industria, en Centro Habana, razón por la que nos mudamos para este barrio. El restaurante, después de que el gobierno castrista lo confiscó, pasó a llamarse El Hanabanilla. El caso es que, por su céntrica posición, venían muchas personas importantes a comer allí. 

En cuanto a mi madre, Mercedes Acosta del Castillo, descendía de catalanes y canarios, y había nacido en Aguada de Pasajeros, un pueblo que después de la división administrativa de 1976 pertenece a la provincia de Cienfuegos. Era, como muchas mujeres de la época, ama de casa.

¿Qué recuerdos tienes de ese barrio de Centro Habana, epicentro comercial de La Habana antes de 1959?

―Para que tengas una idea de la importancia de la cuadra en que vivía ―calle Neptuno No. 212 entre Industria y Amistad― te puedo decir que, hoy en día, cuando alguien quiere mostrar la maravilla que era La Habana de entonces, la foto que reproduce siempre es la de mi cuadra. Vivíamos en los altos de la tienda Luxor, que vendía objetos y ropas exóticas, como bien dejaba suponer su nombre, y casi frente a la tienda Roseland. Colindante estaba el edificio en cuyos bajos se hallaba La Casa del Perro, una tienda de objetos para mascotas, la primera de su tipo en Cuba.

La calle donde vivía Alejandro González Acosta en Centro Habana (Foto: Cortesía)
Lo que queda hoy de la misma calle de Neptuno (Foto: Cortesía)

Tuve la suerte, desde pequeño, de frecuentar a personas que fueron importantes para la cultura del país. Mi padrino, por ejemplo, era el gran compositor Osvaldo Farrés, muy amigo de un tío paterno. Y nuestro vecino en la calle Neptuno, cuya casa daba pared con pared con la nuestra, era el gran fotógrafo profesional de celebridades y de La Habana elegante de aquellos tiempos Joaquín Blez Marcé, nacido en Santiago de Cuba en 1886, al que considerábamos como un miembro más de la familia, al punto que terminamos por abrir una puerta para comunicar directamente nuestras casas. Vivía allí con su hermana y su esposa Lydia D’Otres de la Riva. Blez me adoptó como si fuera su sobrino y recuerdo que me llevaba a pasear en su Buick, el auto que estacionaba en un garaje de varios pisos en Galiano y Concordia. Íbamos a las ruinas del antiguo ingenio Taoro, al pueblo de Jaimanitas por la antigua carretera de Cangrejeras y almorzábamos en un restaurante de madera casi sobre la playa de Baracoa que se llamaba Hollywood, donde se reunió el Grupo Orígenes. Blez me dejaba hurgar en su papelería y archivo, lo que para mí significaba un viaje por La Habana fastuosa de décadas anteriores. 

Al mudarnos para ese barrio, me matricularon en una escuela que estaba en Trocadero y Consulado, el Colegio Academia Santa Cruz, privado, que luego cuando lo nacionalizaron lo renombraron como Guillermo Llabre y lo trasladaron al final del Paseo del Prado, entre Genios y Refugio, de modo que caminaba todos los días por la calle Neptuno y doblaba a la izquierda para seguir por la alameda arbolada del paseo que brillaba como un crisol, porque la limpiaban con chorros de agua todas las mañanas. Como a veces llegaba antes de que empezaran las clases, me daba un salto hasta el monumento de Juan Clemente Zenea, sito en La Punta. Allí aprendí de memoria el primer poema de mi vida, A una golondrina, de este autor bayamés fusilado por las autoridades españolas de la Isla en 1871.

También recuerdo la “Casa de la bruja” que, cosa de muchachos, era como llamábamos a la mansión de la última descendiente de Frank Maximiliam Steinhart, un alemán naturalizado norteamericano que primero fue cónsul en La Habana hasta que renunció en 1907 y se convirtió en propietario de los tranvías capitalinos y en una de las personas más pudientes del país. A la casona la llamábamos así porque en ella vivía todavía una descendiente del hijo del fundador de aquel imperio familiar, también llamado Frank. La señora salía de su casa en un flamante Rolls-Royce, con su chofer. Un mayordomo les abría la puerta, algo que nos llamaba la atención a todos en aquellos primeros tiempos de Revolución.

¿En dónde cursas tus primeros estudios? ¿Y qué recuerdos tienes de los primeros años del triunfo del castrismo?

―Como dije, empecé mis estudios primarios en una escuela privada llamada Colegio Academia Santa Cruz. Mi último curso antes de que la nacionalizaran y pasase a llamarse Guillermo Llabre fue el de segundo grado, de cuya graduación, que tuvo lugar en el antiguo Teatro Alkázar (luego Musical y ahora una ruina absoluta), conservo fotografías. Por cierto, en la misma esquina quedaba la heladería El Anón de Virtudes, propiedad de unos chinos que fabricaban los mejores helados del país y que, por supuesto, el gobierno castrista no tardó en confiscar y borrarla del mapa. 

Recuerdo que en casa se hablaba de la posibilidad de irnos del país, pero los planes se frustraban porque mi abuela paterna vivía todavía y no podían incluirla en el viaje pues era demasiado anciana. A nadie de la familia, incluido yo, le interesó nunca el tema político. Cuando el ataque al Palacio Presidencial en 1957 oímos los tiros desde la casa y lo único a lo que atinó mi madre fue a esconderme debajo de la cama. 

Por supuesto, después de 1959, el ambiente escolar se politizó y como todos los niños tuve que cantar aquella cancioncita que decía: “Qué viva Cuba, y viva Fidel / y todos los que lucharon junto con él”. También recuerdo particularmente el momento de la Crisis de Octubre pues caminaba con mi padre hasta la casa de un tío que vivía en Malecón y Perseverancia, y vimos en las bocacalles los sacos de arena puestos para los atrincheramientos y la gente que cantaba en grupos una especie de conga que decía “La ORI, la ORI, la ORI es la candela / No le digan ORI, díganle candela …”. En efecto, esas siglas correspondían a las Organizaciones Revolucionarias Integradas, el preámbulo que aunaba a las organizaciones “revolucionarias” anteriores y primer eslabón creado, antes del Partido Unido de la Revolución Socialista (PURS) y, luego, Partido Comunista de Cuba (PCC), para ejercer más tarde el control totalitario.

Tu escolaridad continúa entonces en aquel difícil periodo entre las décadas de 1960-1970…

―La secundaria la cursé en lo que había sido el antiguo Colegio de Los Escolapios, en las calles San Rafael y San Nicolás, que rebautizaron, como todo, José Antonio Echevarría, y que luego mudaron para el cuarto piso de la Manzana de Gómez. Luego me tocó la época en que crearon experimentalmente un grado 13 antes de finalizar los estudios preuniversitarios. Entonces nos llevaron a un “concentrado” (proveniente de varias escuelas secundarias) que instalaron en un edificio frente a la Plaza de Armas, que había sido la antigua embajada norteamericana en La Habana. A ese concentrado lo llamaron Forjadores del Futuro y recuerdo que entre mis compañeros de clases estaba la poeta Reina María Rodríguez. Después cursé el bachillerato en el antiguo Instituto de La Habana, llamado ya José Martí, y lo terminé en 1974.

―¿Fue entonces que comenzaste tus estudios de Letras?

―Ese año no hubo ninguna posibilidad de estudiar una carrera de Letras. Lo único que se le acercaba y por lo que tuve que optar entonces fue Pedagogía, que se cursaba en el Instituto Pedagógico Enrique José Varona, en la antigua Ciudad Militar Columbia, rebautizada Ciudad Libertad. Allí, lejísimos de donde vivía, cursé la carrera hasta que me gradué en 1978.

Eran años difíciles porque a la vez que estudiábamos teníamos que formar a los alumnos de los destacamentos pedagógicos llamados Manuel Ascunce Domenech para que dieran clases en las llamadas ESBEC (Escuelas Secundarias Básicas en el Campo) y en los ISPEC (Institutos Preuniversitarios en el Campo). De esa forma estudiábamos y trabajábamos a la vez. Por suerte, lo que llamaban “servicio social”, una especie de periodo obligatorio en el que trabajabas donde te mandaran para retribuir lo que supuestamente habían costado tus estudios, lo pude hacer en el mismo Instituto Pedagógico en el que estudié.

En paralelo estudié Periodismo, mediante los cursos nocturnos para trabajadores, porque no me veía toda la vida como profesor. Era una manera de abrirme las puertas hacia otras posibilidades.

¿Y te sirvió de algo?

―Tanto que, gracias a una propuesta de mi amigo, el escritor Senel Paz, empecé a trabajar en 1983 para Cartelera, una especie de magazín que publicaba el Ministerio de Cultura con todos los eventos artísticos y culturales que ocurrían en la ciudad. Allí estuve hasta 1985 y durante ese tiempo ingresé también en la Academia Cubana de la Lengua.

Justamente sobre este tema deseaba indagar pues tengo entendido que fuiste el miembro más joven que entró en una institución de este tipo… ¿Qué puedes contarnos de esta? 

―La Academia de la Lengua Cubana, fundada en 1926, disponía en 1952 de una sede en el Palacio del Segundo Cabo, concedida por el presidente de la Republica Carlos Prío Socarrás, siendo entonces su director don Ernesto Dihigo López-Trigo. Por supuesto, en 1959 Fidel Castro abolió las restantes academias no gubernamentales, como la de Historia y de Bellas Artes, y solo sobrevivió la de la Lengua, albergada ya en las propias casas de sus directores. 

Un concurso de circunstancias hizo que, el 23 de abril de 1983 y con 29 años de edad, me convirtiera en el miembro más joven que había ingresado en ese tipo de institución en el mundo. Resultó que yo frecuentaba a Dulce María Loynaz pues en esa época vivía ya en El Vedado, justo al doblar de su casa. También habían fallecido, por vejez, unos cuantos miembros anteriores de la Academia y a Dulce María, quien la presidía entonces, se le ocurrió que debían “rejuvenecer” un poco el grupo. Fue entonces que propuso mi nombre.

La condición de académico es vitalicia, con lo cual, aunque en el exilio, sigo perteneciendo a esta y, por razones biológicas me he convertido hoy en día en su decano, pues todos los miembros actuales han ingresado después de mí.

Alejandro González Acosta en la Academia Cubana de la Lengua, La Habana, 1983 (Foto: Cortesía)

―¿Qué recuerdos tienes de esta gran escritora?

―Con Dulce María sucede lo mismo que con Lezama: resulta que ahora todo el mundo la conoció. Ella me llamaba “El Benjamín”, por ser el más joven del grupo. Según las afinidades, Dulce María recibía en el portal de su casa los miércoles y los viernes entre las 5:00 p.m. y las 7:00 p.m. a dos grupos distintos de personas. Cuando se acababa el tiempo pedía permiso y se retiraba, pues decía que lo que no se podía decir en dos horas no debía ser muy importante. Y añadía que cuando una persona era, como ella, muy vieja, no le quedaba ya mucho tiempo para desperdiciar. Todos mis recuerdos sobre ella los conté en mi libro La Dama de América, publicado en Madrid, en las ediciones Betania.

―¿Conociste a los familiares de Dulce María?

―Conocí a su medio hermano Enrique que vivía en la casona colonial medio derruida de Línea y 8, en El Vedado. Esa casa fue la que sirvió de escenografía para la novela Jardín, publicada por Dulce María en 1951. Como solía suceder con muchos hombres cubanos del siglo XIX, el general Enrique Loynaz del Castillo había tenido una esposa oficial (de la cual se divorció) y cuatro hijos con ella (Dulce María, Flor, Carlos y Enrique); pero también se casó después y tuvo otros con mujeres con las que no se casó y uno de ellos fue este otro Enrique que menciono. Dato curioso, cuando Dulce María falleció, como ya había ganado el Premio Cervantes, el Ministerio de Cultura cubano solicitó a la Junta de Andalucía la financiación para reparar la casa de la escritora sita en la calle 19, argumentando que había sido en esta donde se habían dado cita en diferentes momentos Federico García Lorca, Juan Ramon Jiménez, Blasco Ibáñez, Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí, entre otros destacados intelectuales españoles. Así obtuvieron los fondos, sin que la Junta se enterara de que, en realidad, ninguno de ellos puso nunca los pies en la casa que ayudaron a restaurar, sino que fue en aquella otra de la de la calle Línea, hoy prácticamente en ruinas.

También conocí a Flor Loynaz, quien vivía en una hermosa quinta entre La Lisa y el Country Club llamada Santa Bárbara. Cuando Flor falleció en 1985 cargué su ataúd en el cementerio junto a Eusebio Leal, Juan Emilio Frigulls (un antiguo cronista del Diario de La Marina, más tarde en Radio Reloj) y Delio Carreras Cuevas (cronista oficial de la Universidad de La Habana). Su casa la heredó Dulce María. Inicialmente una alemana radicada en Cuba, Helga Neuffer, representante de la firma Bayer, quiso comprarla, pero un día Gabriel García Márquez pasó por allí y le gustó, preguntó de quién era y se antojó de que la convirtieran en la Sede del Nuevo Cine Latinoamericano. Tal vez influyó también el hecho de que allí fue donde Tomás Gutiérrez Alea filmó su película Los sobrevivientes (1979). 

Inmediatamente, el Gobierno hizo las gestiones y le compró la casa a su propietaria. Al parecer, según la propia Dulce María y para hacer honor a la verdad, se la pagaron a un precio conveniente, considerando el valor que entonces podía tener en Cuba. Cuando Flor murió, el único familiar conocido que quedaba vivo era justamente ese medio-hermano que mencioné. Como solía beber y Dulce María no confiaba en lo que podía suceder, me pidió que fuera yo quien, en representación de la familia, asistiera al acto de inauguración de dicha sede, que se celebraría justamente un 4 de diciembre de 1986, día de Santa Bárbara. 

Ese día asistí a los discursos inaugurales, delante de Fidel Castro. Recuerdo y lo cuento en mi libro La Dama de América (p. 31) cuando Gabriel García Márquez dijo públicamente que “los pueblos latinoamericanos tenían no solo el derecho de producir y exportar drogas hacia los Estados Unidos, para compensar todo lo que les habían robado, sino también para minar su juventud y que no dispusieran de soldados para combatirnos”. Entonces vi cuando Fidel Castro hizo un gesto de aprobación, sonrió y aplaudió discretamente, que para mí quería decir que seguramente desde mucho antes había anotado en su mente aquella sugerencia.

Alejandro González Acosta, Dulce María Loynaz, el agente infiltrado Néstor Baguer y José Antonio Portuondo en casa de la escritoria Premio Cervantes (Foto: Cortesía)

¿Es cierto que a Dulce María ciertas personalidades del mundo de la cultura trataban de sacarle objetos de valor de su propia casa?

―No mientras yo viví en el país, que yo sepa. Ella sabía muy bien el valor de sus cosas. El embajador de España entonces, don Antonio Serrano de Haro Medialdea, se ocupaba de abastecerla frecuentemente. En una ocasión, cuando lo del Mariel, azuzados por la presidenta del CDR, le hicieron un mitin de repudio. En esa época la acompañaban Flor y su amiga de toda la vida Angelina Busquet. Fue Eusebio Leal, cuya casa (en realidad, vivía en un departamento encima de la mansión de la familia Albear que le prestaron después de uno de sus numerosos divorcios), colindaba con la de Dulce María, quien me avisó para que fuéramos a socorrerlas pues yo vivía entonces muy cerca de ambos. La presidenta del CDR la detestaba y tuvimos que encararla para que suspendieran aquel mitin absurdo. Las tres pobres ancianas estaban aterrorizadas. 

Más tarde, ya en México, intervine ante el escritor don Eulalio Ferrer, mostrándole la obra de Dulce María, pues sabía que él podía influir para que don Inocencio Arias, el hombre fuerte de la cultura en España entonces, intercediera para que le otorgaran el Premio Cervantes.

―Tengo entendido que fue en ese periodo en que trabajaste para la casa de modas La Maison…

―En efecto, cuando entré en la Academia de la Lengua ya trabajaba como vicepresidente de CONTEX, en 1985. Fue Cachita Abrantes quien me invitó inicialmente a trabajar en relaciones públicas y de prensa para la firma y su evento Cubamoda, pues buscaban a alguien que tuviera cierta prestancia y que hablara varios idiomas. Fueron dos amigas suyas de esa época, Giselle Artaud (modelo principal de La Maison) y Marilú Hornia, quienes le hablaron de mí y así fue como entré.

Fue una época muy interesante, a pesar de lo difícil que era trabajar con Cachita dado su carácter voluble y caprichoso. Como trabajaba en relaciones públicas me ocupé de muchas personalidades que visitaban entonces la Isla, como Naty Abascal (duquesa de Feria), Carolina Herrera, miembros de la familia Rockefeller, Paco Rabanne, la duquesa de Alba, Kenzo, Robert de Niro, Treat Williams, Christopher Walken, Jeremy Irons, Harry Belafonte y su esposa, que era diseñadora, y muchos más que visitaban entonces la Isla sin que nadie se enterara porque la prensa no lo mencionaba. Era la época en que muchas modelos despuntaron y, entre estas recuerdo, además de las mencionadas, a Laura Brouté Depestre, a Rosa (también bailarina del Copa Room del hotel Riviera) e incluso a la propia Alina Fernández Revuelta, hija no reconocida de Fidel Castro que también llegó un buen día para modelar.

Mathew Rockfeller y el cubano Alejandro González Acosta en La Maison, Cuba, 1985
Mathew Rockfeller y Alejandro González Acosta en La Maison, Cuba, 1985 (Foto: Cortesía)

―¿Te fue fácil salir de Cuba? ¿Cómo y cuándo lo lograste?

―Yo había logrado en dos ocasiones que, previo concurso de oposición, me concedieran una beca para cursar estudios en El Colegio de México, pero las dos veces me negaron la salida, a pesar de que yo no tenía ningún problema político, pero tampoco era miembro de la UNEAC ni de la UPEC. En 1987, volví a ganar la beca y gracias a Lucía Sardiñas, una persona que trabajaba en el Comité Central, pude obtener el anhelado permiso. Esta persona era la colaboradora de José Felipe Carneado, el responsable de Asuntos Religiosos en dicho Comité Central. Un día, la viuda de Regino Pedroso vino a una reunión de la Academia acompañada por ella. Fue entonces que me preguntó qué podían hacer ellos para tener alguna atención con Dulce María y yo le dije que su mayor sueño sería la publicación de Memorias de la guerra, de su padre, el general Loynaz, varias veces postergada. Así fue como las memorias fueron publicadas entonces. Establecí con Lucía Sardiñas una sólida y sincera relación de amistad y gratitud, hasta el día de hoy.

Llegué a la Ciudad de México un 15 de agosto de 1987 gracias a algunos amigos mexicanos que reunieron el dinero para pagarme el boleto. Primero me presenté en El Colegio de México y luego ―como me habían indicado en La Habana― fui a ver al entonces ministro consejero de asuntos culturales de Cuba en México, el escritor Miguel Cossío Woodward (quien había sustituido al poeta Fayad Jamís), que al verme en vez de darme la bienvenida preguntó molesto que qué hacía yo en México.

―¿Y finalmente conseguiste estudiar en dicha institución? 

―Solo pude estudiar cuatro semestres en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios (CELL), y fue una etapa de mucho aprovechamiento, pero un personaje detestable, quien ya falleció, me sacó con el pretexto de que un trabajo escolar que había presentado no servía. Lo cierto es que ese mismo trabajo ganó luego el premio de ensayo Sor Juana Inés de la Cruz, en 1989. 

Al final, lo que sucede conviene, porque gracias al gran poeta y humanista mexicano don Rubén Bonifaz Nuño, a quien considero mi padre putativo, pasé de ser un simple becario a convertirme en investigador de la UNAM. Y desde entonces he desarrollado toda mi actividad profesional en esta Universidad donde he realizado numerosas investigaciones sobre la historia del Virreinato, entre muchos otros temas. 

Investigador cubano Alejandro González Acosta
Alejandro González Acosta (Foto: Cortesía)

―¿Cómo vives tu cotidianidad en la abigarrada capital de México?

―Desde que llegué vivo en Tlalpan, durante unos años en un cuartico diminuto en una azotea, al que llamé “mi celda franciscana con vista de Sheraton”,  hasta que pude pasar a un apartamento más grande y propio y traer a mi madre. Con mucho esfuerzo construí mi propia casa en este barrio en el que me instalé desde el principio, porque es uno de los pocos sitios del DF en donde la tierra no tiembla. De hecho, Tlalpan quiere decir “lugar en tierra firme”. Curiosamente, aquí en este antiguo pueblo vivió también 15 días José Martí, cuando vino de España y lo invitaron, en 1875, con 22 años de edad, a la inauguración del cementerio de Tlalpan que queda a la vuelta de mi casa. También en este barrio (entonces capital del Estado de México) vivió durante casi tres años José María de Heredia, donde publicó la revista Miscelánea, periódico de arte y literatura, que pude publicar en su integralidad, en un libro de más de 500 páginas armando como un rompecabezas los diferentes números atesorados por diferentes bibliotecas del mundo. 

―¿Has regresado a Cuba? 

―Una sola vez, en 1992, pues mi madre vivía aún en la Isla. Viajé un 7 de febrero por su 70 cumpleaños. El viaje fue una odisea que vale la pena contar y por sí solo explica por qué nunca más regresé. Como había hecho algunas declaraciones que al régimen no le gustaron se me dificultaba el regreso, pero mi amigo el escritor y académico mexicano Gonzalo Celorio Blasco, que era entonces como el virrey de la cultura universitaria, pues era su coordinador de Difusión Cultural de la UNAM, organizó una delegación oficial para poder incluirme en ella y que yo pudiera entrar al país. Y una vez más gracias a Lucía Sardiñas conseguí un permiso de 72 horas, extensible a una semana, pues al llegar dijeron que a mi pasaporte le faltaba el sello de permiso de residencia en el exterior. Pero para colmo, a la hora de salir no aparecía en la lista del vuelo, y gracias a Gonzalo Celorio, el “seguroso” de turno no tuvo otra opción que dejarme subir al avión ya que mi amigo le dijo que sin mí él tampoco se iba, lo cual traería serios problemas con la UNAM. Así fue como viajé en una diminuta silla plegable detrás del piloto en una nave de Mexicana de Aviación, el 11 de febrero de 1992, última vez que estuve en la Isla, sin que haya regresado desde entonces, ni pretenda volver a hacerlo.

Por suerte, pude sacar a mi madre en 1994. Y en 1996 me convertí en ciudadano mexicano “por servicios prestados a la cultura y la educación”, un caso extremadamente raro entonces. Y entre los servicios prestados estuvo la redacción de los libros de texto oficiales sobre la historia de México por encargo del doctor Ernesto Zedillo, quien entonces era Secretario de Educación y no pensaba ni siquiera convertirse más tarde en presidente. Cuando se enteró de esa concesión, mi amigo Carlos Alberto Montaner me comentó: “Eres el segundo cubano en la historia en conseguir la ciudadanía mexicana por esa vía”. A lo cual mi pregunta lógica e inmediata fue: “¿Y quién fue el primero?”. Y respondió: “El boxeador ‘Mantequilla’ Nápoles, pero él tuvo que matar a puñetazos a un par de rivales para que se la dieran”. Afortunadamente, no tuve que recurrir a esos extremos.

De Cuba ni siquiera tengo nostalgia pues siempre digo que uno debe tener nostalgia de los lugares gratos: París, Venecia, Florencia, Granada y sitios como esos, no de uno en donde se sufrió. Yo he hecho mío, como lema, el ex libris de José María Heredia, poeta del siglo XIX cubano al que he dedicado varios estudios. Dicho ex libris dice: “Donde están la paz y la libertad, está la patria”. (Ubi pacis et libertas, ibi patriae).

No tengo además ninguna esperanza en el futuro de Cuba. Con lo cual recuerdo la frase de Oscar Wilde que citaba, a su vez, mi maestro don Raimundo Lazo: “Un pesimista no es más que un optimista muy bien informado”.

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