Sunday, September 22, 2024
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De cuando los zapatos no son inocentes

LA HABANA, Cuba. – Siempre me gustaron los zapatos. Desde niño adoré contemplarlos reunidos en la zapatera. Adoré, adoró aún, mirarlos en orden, en pares, y sobre el mueble. El momento de escoger los zapatos a calzar en la mañana, a cualquier hora, es mágico, incluso sublime… Lo digo y poco me importa que me tilden de frívolo: las vanidades dan al vanidoso algunas distinciones, y entre ellas está la gracia del bien calzar.

No es lo mismo andar con unas “botas cañeras” que con los pies enfundados en una piel de múltiples suavidades y distingos. Soy frívolo, sí, soy frívolo… ¿Y qué? Me gusta el buen calzar desde que era un niño; desde entonces recuerdo a mi abuela cuando le recordaba a mi padre los Florsheim, los Ingelmo, que le comprara en esos años en los que se podía decidir con cuáles zapatos resguardar los pies.  

Mi padre parecía avergonzarse de sus calzados en un pasado que nos hicieron creer que fue oprobioso. Mi padre quería olvidar los Ingelmo y los Flosheim que le compraran mis abuelos. Mi padre quería olvidar esos calzados. Y si hago notar ahora esos detalles que guarda mi memoria es porque hace unos días miré a un joven sentado en el Parque Central que conversaba con sus “colegas de labor”. 

El joven mostraba a sus “socios” los zapatos acabados de comprar, acabados de calzar, recién iniciados en el andar por calles habaneras. El jovenzuelo no escondía su alborozo y relataba la compra en sus detalles mientras acariciaba esos zapatos nuevos. Si no vi el brillo en sus ojos es porque me daba la espalda, pero lo intuí. Bastaba la emoción de su discurso para entender la importancia que tenían para él sus nuevos zapatos Timberland, su consagración.

Y lo que luego escuché me resultó más notorio aún. El jovencito enumeró las bondades de sus zapatos nuevos, y sobre la alegría que sentía. En un regocijo sin par hizo saber que para tener unos zapatos como esos, y otros también, había venido a La Habana, y añadió: “Ahora les tengo tira’o el ojo a unos tenis Adidas”. Y yo, sin moverme del asiento, agucé mis oídos para no perder ningún detalle.

El jovencito hizo notar en su discurseo un sinfín de detalles, y sobre todo esos que lo hacían diferente de sus colegas de “lucha”, sus compañeros de labor. “Ellos se gastan todo lo que hacen en rones y cervezas, y pagan putas”. El jovencito dejó claro al temba con el que conversaba y, que no era yo, que había venido a La Habana a ganar dinero y no a gastarlo en boberías. 

El joven acariciaba sus Timberland con la misma delicadeza con la que quizá rozara a su novia o quizá a su madre. El joven estaba tan entusiasmado que no paraba de hablar ni de rozar sus zapatos. Hablaba con inusitada ternura, movía sus manos acariciando la piel de sus Timberland, con esa levedad con la que el bailarín intenta hacernos creer que ha levantado el vuelo para no descender jamás.

El jovenzuelo en algún momento volteó la cabeza y yo, para no dar ni el más mínimo espacio al equívoco, para dejar claro que no podría pagarle unos Timberland, voltee la cabeza y avivé los oídos. El muchacho parecía amancebado con aquellos zapatos, esos a los que en medio de caricias llamaba “mis shoes”.

Y ese jovencito dijo muchas cosas más, y yo no me paré de ese banco del parque hasta que él se fue a buscar el dinero para comprar otro par de zapatos, quizá para unos jeans o algunos pulóveres. Él se fue del parque cuando sonó el timbre de su teléfono, cuando escuchó la voz que estaba del otro lado, voz esa que probablemente le ofreció dinero y lo esperó en la cama, ya desnudo, ya dispuesto.

El muchacho de los Timberland se fue y dejó a sus socios en silencio, esperando quizá un milagro, una suerte idéntica, o al menos parecida, que les trajera un rebosamiento a sus bolsillos. El muchacho de los Timberland se fue y dejó a sus socios expectantes. Y así sucede cada día en la ciudad, quizá sea mejor decir que sucede en las ciudades. 

Así sucede en toda Cuba, donde los muchachos ya no sueñan con estudios superiores, porque un médico no puede pagarse unos zapatos Timberland, y mucho menos otras marcas. Los muchachos, y no solo los del Parque Central, sueñan con el viaje y la escapada, con un matrimonio provechoso, con la condescendencia de los días por llegar, con unos sueños en los que no está Cuba.

Los jóvenes sueñan con el viaje definitivo y no con el trabajo y los estudios. Los jóvenes quieren ropas y zapatos, porque los saberes no son aquí apacibles, quise decir bien remunerados. Los jóvenes quieren dinero y se lo buscan, y si es en la comodidad de colchones apacibles y alguna que otra cerveza, mucho mejor.

El don Dinero en Cuba es caballero, el Juan sin Nada es muy vulgar, y no consigue las indulgencias de la vida, pero sí las impiedades. El doctor es un pobrete y tiene que ser condescendiente si es que quiere mantener el pergamino que acredita sus estudios, que permite una “misión solidaria” que ofrezca algún provecho. El doctor es compadre del palafrenero. El doctor no puede comprar en las mipymes, mientras el joven muchacho que calza unos zapatos Timberland es toda una mipyme. La ciencia, los estudios, son en Cuba una pérdida de tiempo, “un embarque”, y no dan para comprar zapatos, por eso se hace mejor que cada cuerpo se convierta en una empresa.

ARTÍCULO DE OPINIÓN Las opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de quien las emite y no necesariamente representan la opinión de CubaNet.

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