LA HABANA, Cuba. – “¿Llegó algo?”, así por costumbre continúan preguntando algunos a sus vecinos aun cuando hace tiempo nada llega “por sorpresa” a esos “puntos de distribución de alimentos racionados” al que todavía en los barrios llamamos “bodega” o “mercado”, a pesar de que hace muchísimos años dejaron de serlo.
Así, de igual modo, persistimos en nombrar como “carnicería” y “pescadería” a esos sitios desérticos, malolientes, donde hace décadas no se venden carnes ni pescados, de ningún tipo, y en donde solo una vez al mes, el día en que los burócratas logran remendar la cadena “puerto-transporte-mercado informal-economía interna”, se aparece alguna masa parecida al picadillo (pero que no lo es) o algún embutido que persistimos en llamar “jamonada” (pero que tampoco lo es).
El “punto de leche” —aquel que alguna vez, quizás hasta los años 70, fuera “lechería”— tampoco ha perdido su nombre pero quizás, de transcurrir otra década de lácteos ausentes, la gente logre borrar ese “residuo mental” que, inconscientemente, le condena a continuar nombrando lo que ya no está.
Todavía llamamos “parque” a donde ni siquiera hay bancos y césped; “cine”, “teatro”, “almacén”… a los edificios en ruina de los que conocimos el esplendor en el ayer lejano y que hoy han sido transformados en parqueo o basural improvisados, en cuartería ilegal, en sitio para orinar a falta de baños públicos o en “parcela” reservada para el “desarrollo del turismo”.
Decimos “calle” a la que hoy, abandonada, se asemeja más al camino de tierra; y “taxi” al que jamás te lleva al lugar que eliges porque nunca se le hace camino cuando no eres extranjero ni pagas en dólares; y “café” a lo que es puro chícharo tostado y molido; y “dinero” a lo que sirve mucho menos que un bono de feria; “salario” y “pensión” a lo que a duras penas es “pago simbólico”; “canasta básica”, al arroz y el azúcar a los que continuamos diciendo “mandados”; y “donativo” a lo que, por la obligación de pagarlo, ni siquiera calificaría como limosna.
Llamamos “vacaciones” a quedarnos encerrados en casa y “paseo” a sufrir las colas de ese Coppelia al que, aun cuando pasan meses sin vender helados, le decimos “heladería”, tal como “panadería” al lugar donde fabrican esa “cosa” que guardamos para el momento del “desayuno” que, aun pasándolo “en blanco”, aun a pesar del sonido de tripas, nos resistimos a nombrar de otro modo.
Ni siquiera el “almuerzo” es “almuerzo” ni la “cena” ese ritual de la “tradición familiar”, sino apenas la mesa de nuestra eterna “coyuntura” donde la deliciosa croqueta de ayer es el engrudo pegajoso de hoy; la “ropa vieja” es cáscara de plátanos, y donde el bistec de res o cerdo que tanto añoramos vuelve a ser el casco de toronja camuflado de los años 90 y hasta la frazada de limpiar pisos, de milagro adobada con esos otros ausentes de la cocina cubana: la naranja agria y el ajo.
Basta con mirar a nuestro alrededor para percatarnos de cuántos fantasmas nos rodean, a cuántos de ellos continuamos invocando igual que, en lo más crítico del padecimiento, los enfermos mentales se aferran al pasado, a lo invisible.
Sin embargo, el régimen —al que por “inercia”, miedo o por falta de otros vocablos a veces decimos “gobierno”— es mucho más demencial. Su repertorio delirante es mucho más amplio así como “siniestro” y se desboca hablando de “socialismo” —como si en verdad lo construyeran— y hasta de “soberanía alimentaria” cuando una libra de boniato y otra de harina —los alimentos que jamás faltaron en la mesa más humilde— ahora son un milagro en la del “rico”.
“Rico” que, en el lenguaje “fantasmal” que nos afecta, no es más que ese pobre que, a fuerza de tanto perder y pelear por sobrevivir, al menos tiene el “privilegio” de comer todos los días (y hasta que se le agote la “suerte”).
Es que ya ni siquiera distinguimos entre lo que sería un verdadero “privilegio”, un “milagro”, una “bendición” o la “suerte” bajo la montaña de desdichas donde todo se confunde, y donde el lenguaje se cunde de comillas, como de moscas, porque huele a viejo, a podrido. Porque nada significa lo que debe, y donde todo parece ironía.
Hay que prestar mucha atención a lo que a diario nombramos en nuestro entorno porque quizás solo así nos demos cuenta de cuánto hemos perdido. Pensemos si aún esa palabra que usamos conserva su contenido o si es apenas un cascarón vacío donde quedan la pura ilusión y el trauma.
Los cubanos llevamos demasiados años nombrando lo que no existe, y haciéndonos preguntas de las cuáles ya sabemos las respuestas, pero aun así las repetimos una y otra vez. Como locos que hablan con ellos mismos.
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