Cada día conocemos más detalles del asteroide que cambió la historia del planeta Tierra. Hace 66 millones de años, en el tiempo marcado por el límite estratigráfico entre el Cretácico y el Paleógeno, grandes saurios poblaban nuestro planeta y dominaban los ecosistemas terrestres. No podían esperar la visita de aquel inmenso bólido, causante de un invierno que duraría décadas.
El culpable fue un asteroide de unos 12 kilómetros de diámetro que cayó frente a la península de Yucatán, escupiendo fuego y cenizas. Su impacto esculpió en décimas de segundo el cráter Chicxulub, descubierto por casualidad a finales de los años 70 mientras se buscaban recursos petrolíferos. Sería descrito e identificado como tal en 1991 por el geólogo Alan R. Hildebrand.
Un nuevo trabajo en la revista Nature Geoscience ha permitido recrear las consecuencias de la hecatombe mediante el estudio de los depósitos de materiales excavados por aquel proyectil espacial. Vayamos por partes, pues sus enseñanzas podrían ser claves para la supervivencia de nuestra especie.
Un invierno perpetuo que duraría años
Cuando un gran asteroide tiene suficiente diámetro y consistencia para salvar la barrera atmosférica, es capaz de crear un cráter en la superficie terrestre o el lecho marino. La colisión de la roca que excavó el cráter de Chicxulub tuvo consecuencias globales sobre todos los ecosistemas. Gracias al descubrimiento de un pequeño fragmento –descrito por mi colega Frank T. Kyte, de UCLA, en la revista Nature–, supimos que el enorme objeto era de naturaleza condrita carbonácea.
Su impacto esculpió en décimas de segundo el cráter Chicxulub, descubierto por casualidad a finales de los años 70 mientras se buscaban recursos petrolíferos
Hasta ahora teníamos sospechas de que el catastrófico evento desencadenó un invierno de impacto global, como demostró el equipo de Walter Álvarez en su célebre artículo publicado en 1980 en la revista Science, pero no conocíamos los detalles del escenario que llevó a la extinción de los dinosaurios y de alrededor del 75 % de las especies de la Tierra.
Obviamente, aquel impacto ocurrió hace mucho tiempo, pero el estudio geológico y paleontológico –áreas del conocimiento que, desgraciada e incomprensiblemente, pierden peso curricular– han proporcionado valiosa evidencia científica, como explico en el libro La Tierra en peligro: el impacto de asteroides y cometas. Sin embargo, hasta la fecha se debatía el efecto que tuvieron los escombros expulsados del cráter en el clima, y no está claro qué causó la extinción masiva.
Estudios previos revelaron una perturbación en el ciclo del azufre, seguramente asociada a la ablación de los sulfuros del enorme proyectil. Estos trabajos sugirieron que el azufre liberado durante el impacto y el hollín de los incendios forestales posteriores al descomunal choque constituyeron los principales impulsores del invierno planetario, y no la eyección de polvo de silicato a la atmósfera.
Sin embargo, estas hipótesis se basaban en un conocimiento limitado de las propiedades reales del tamaño de las partículas de polvo y sus efectos sobre los organismos vivos.
El nuevo estudio que ahora ve la luz enfatiza y demuestra la letalidad del fino polvo almacenado en la atmósfera tras el impacto de Chicxulub. Para evaluar el papel del azufre, el hollín y el polvo de silicato en el clima posterior al evento, Cem Berk Senel, Orkun Temel y Özgür Karatekin, científicos del Observatorio Real de Bélgica, han creado un nuevo modelo paleoclimático.
El estudio concluye que los grupos bióticos que no estaban adaptados para sobrevivir a las condiciones de oscuridad, frío y falta de alimentos durante casi dos años experimentaron extinciones masivas. Esto coincide con la evidencia paleontológica: aquella fauna y flora capaz de entrar en una fase latente – mediante semillas, quistes o hibernación en madrigueras– y que podía adaptarse a una dieta omnívora sobrevivió mejor al desastre. En otras palabras, aquella dotada de adaptabilidad a un entorno cambiante.
Simulaciones que revelan el papel letal del polvo
El nuevo trabajo presenta simulaciones de la inyección atmosférica del polvo de grano fino formado por los silicatos que componían mayoritariamente ese gigantesco proyectil, que se pulverizó tras excavar el cráter. La pluma de impacto generada alcanzó el techo de la atmósfera y se mantuvo años oscureciendo el planeta. De hecho, los modelos apuntan a que dicho polvo tuvo una vida atmosférica de unos 15 años, lo que contribuyó a que la temperatura media global cayese hasta 15 °C.
El estudio concluye que los grupos bióticos que no estaban adaptados para sobrevivir a las condiciones de oscuridad, frío y falta de alimentos durante casi dos años experimentaron extinciones masivas
Además, los autores apuntan que los cambios en los ecosistemas fueron dramáticos: el polvo en suspensión apagó literalmente la fotosíntesis durante casi dos años. Efectos tan drásticos fueron fatales para los ecosistemas al destruir la cadena trófica y provocar la hambruna generalizada.
Por tanto, el polvo de tamaño micrométrico, junto con las contribuciones al enfriamiento provocadas por el hollín y la inyección de elementos químicos como el azufre, serían los principales motores del cambio de era.
Afortunadamente, un impacto de esas dimensiones es sumamente improbable en la actualidad, ya que ocurre cada pocos cientos de millones de años. De hecho, no conocemos ningún asteroide de tamaño kilométrico que pudiese suponer un peligro a corto o medio plazo. Para nuestra tranquilidad, el Centro para Estudio de Objetos Próximos a la Tierra (CNEOS) del Jet Propulsion Laboratory mantiene el Programa SENTRY de monitorización del riesgo por impacto de todos los asteroides conocidos. También en Europa la Oficina de Defensa Planetaria de la Agencia Europea del Espacio (ESA) mantiene un seguimiento pormenorizado del riesgo de impacto por asteroides.
Por ello, un evento como el que extinguió a los dinosaurios no debería preocuparnos, pero sí hacernos recapacitar sobre los efectos sin precedentes que podría tener un invierno nuclear para nuestra breve historia.
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Nota de la Redacción: Este artículo se publicó originalmente en The Conversation y se reproduce con licencia Creative Commons.
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