Monday, November 25, 2024
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Apagonio el de Oskuristán

El cacique Apagonio abrió los ojos y no vio absolutamente nada, como casi siempre. 

Pero esta vez su corazón de indígena se aceleró, porque lo envolvía la más completa oscuridad. Pensó por un momento que había salido de servicios la central que alimentaba los quinqués de los dirigentes de la tribu, pero recordó que esa no se iba a apagar nunca. Entonces frotó la mecha con un cangre de yuca y se hizo la luz. La alta dirección aborigen debía estar siempre iluminada para iluminar a los demás, aunque eso nunca sucedía.

Apagonio, que amaba el amor y odiaba el odio, era un cacique casual. Ningún miembro de la tribu recordaba haberlo elegido o haber votado por él en las elecciones. Amaneció un día junto al behique que hizo el anuncio y dijo que había sido decisión de Mabuya y del resto de los hechiceros, que velaban por el bien de la aboriginidad, porque sin aboriginidad no había aborígenes ni nada, y que era el más apto. Los indios entendieron que era “el más alto”, y que se encargaría de “la continuidad”, porque pertenecía al estrato superior de los Siboneyes, llamados Cabroneyes.

Él y su Consejo Asesor Aborigen habían hecho todo tan mal, que la tribu estaba olvidando que el causante del hundimiento de todos los indígenas que quedaban -y que vivían gracias a los envíos de los familiares que se habían marchado, esos a quienes llamaban, despectivamente “los Traínos”- no era precisamente Apagonio, ni siquiera el antecesor, el improvisado guerrero sin guerras Rauley, sino su hermano mayor, a quien absurdamente agradecían por liberarlos de los Apaches, Mapaches, Yankeyos y otras tribus del norte. Una pequeña parte lamentaba que los conquistadores españoles hubiesen quemado en la hoguera al cacique Hatuey, y no a Fidelay el hablador, llamado también “el Cacique en jefe” o “el Cacicón”.

Por eso mismo Apagonio y su corte pedían constantes sacrificios, le echaban la culpa de haber regresado a las hachas petaloides, a las coas y a los techos de guano al férreo bloqueo impuesto por sus más grandes enemigos. Celebraban toda iniciativa, fuera comestible o bebestible, y se empeñaban en levantar el Gran Bajareque, un hotel en forma de bohío inmenso, alto y sólido, que parecía desafiar a los ciclones y que nadie sabía cómo iban a llenar, y menos con quiénes. La idea era atraer nuevamente a los españoles. 

Ya sabían que el Gran Almirante Cristóbal Colón había muerto y que le sería difícil hacer un nuevo viaje para descubrir la isla. La cúpula aborigen estaba dispuesta a dar lo que fuera por un eslogan tan bueno como aquel de que “Cuba es la tierra más hermosa que ojos humanos han visto”. Pero había también su indio pesimista, que pensaba que Colón se horrorizaría si la viera en la actualidad y no bajaría de la Niña por mucha Pinta que tuviera en Varadero o Santa María.

De alguna manera habían llevado a cabo una transformación muy profunda. No importaba que ya casi no quedaran aborígenes en la isla. Con los que había bastaba para mantener las conquistas alcanzadas, evitando el retorno de actitudes elvispreslianas y colonialismos culturales. Se había vencido y desterrado al esclavismo, al colonialismo, al imperialismo, al conformismo, al entreguismo, a la propiedad privada privando a todos de su propiedad y a la economía de mercado. Habían logrado dar también una estocada de muerte al desarrollo, y con ello, al meollo.

Perduraba solamente el pesimismo, pero ese era bastante parejo y controlado por la élite gobernante con la ayuda de los indios con macana, que eran los vigilantes de la patria. Los enemigos decían que ya no había ni dónde amarrar la chiva, con lo que Apagonio y su gente hicieron un definitivo esfuerzo y extinguieron las chivas, y de paso los pollos, las reses menores y mayores y todo lo que se movía en el agua, en la tierra y en el cielo. 

Las cuatro o cinco jutías que quedaban eran para la exportación o el turismo, y ya no ponían huevos.

El cacique Apagonio encendió el espléndido farol que le habían traído de otras tierras, obsequio del cacique Mameluco, que gobernaba en la Guaira y el Arauca. Tendría que desayunar rápido unos trozos de casabe con restos de almiquíes que habían quedado de la noche anterior para marcharse a una reunión con el behique y los jefecitos de tribus lejanas, que querían ser informados de por qué ya no había velas para alumbrarse.

Pero no se reunió con la tribu. Hizo sonar un caracol de mar, llamado cobo, que era mejor que dar coba, y los indígenas de las tropas especiales cargaron con todo que el que se había agrupado para la supuesta reunión. Estarían varios años encerrados en cuevas para que aprendieran a respetar la autoridad de los caciques y entender cuándo la orden de combate había sido dada. 

Apagonio no estaba dispuesto a repetir lo ya repetido, que era una repetición de lo que repitieron otros: que las abejas habían desaparecido porque no había flores ni polen. Y por esa razón la vida era tan amarga. No había cera, y los esfuerzos por fabricar velas con la cerilla de las orejas de los miembros de la tribu también fracasó, porque los recolectores no tenían cuidado y habían dejado sordos a unos cuantos, intentando sacarles el producto del tímpano con la punta aguda y dura de las flechas.

El cacique salió a la puerta de su caney y saludó a la guardia que lo protegía, le mandó con la mano un beso a su esposa, la Machi Mapachi, y partió para su rutinaria inspección en la costa, a ver si se vislumbraba alguna nao. Necesitaban turistas y conquistadores con urgencia. No se veían otras embarcaciones que las de la patrulla de siboneyes fronterizos, porque las canoas de la tribu habían sido confiscadas hacía mucho tiempo para evitar más fugas.

Apagonio miró tierra adentro, donde ya a esa hora de la mañana no se veía nada de nada a lo largo y ancho de Oskuristán, porque ahora los apagones eran también de día, con la rotura definitiva de la Rentey, Feltoney y la Guiteray. Tendría que organizar otro areíto para celebrar las nuevas metas. Y esa era una misión conjunta. 

En definitiva, regresar a la comunidad primitiva era tarea de todo el pueblo.
 

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